Diferentes imágenes del rey Juan Carlos I con las piezas abatidas en sus sesiones de caza.
El rey que mata
Es el elefante, no Corinna. Es el rinoceronte, no Corina, Son los
búfalos, no Corinna. Hay que atinar con la mirilla. Todo rifle tiene su
mirilla. ¿Se llama mirilla? ¿Se llama rifle?
He aquí un hombre frente a una bestia preciosa, frente a un
ser vivo cuya especie se pierde más allá de lo que la especie del hombre
que la enfrenta es capaz de imaginar. El hombre es pequeño, triste,
patético.
Ah, pero carga con un artefacto que le hace sentir mayor, que
le presta el valor que desnudo, desnudo como la bestia a la que va a
matar, no tendría. Ese ejemplar humano miserable se ha hecho con un arma
que mata. Para matar, claro, ¿para qué si no?
El hombre ha viajado nada menos que 9.000 kilómetros para matar. No
para amar, para matar. Podría matar junto a su casa. No matar a un ser
humano, qué barbaridad. Podría salir a la calle y, con el mismo
artefacto para matar animales que carga al hombro, podría matar a un
perro, a un gato, incluso a un caballo.
Pero no. Él quiere matar algo
mayor. Quiere quitarle la vida a una bestia única, mermar una especie
que agoniza. Después, se tomará un retrato. Oh. Porque ese hombre
considera que matar a un perro es un acto miserable, o en cualquier caso
un acto que no merece un retrato.
Hay que matar a un ser vivo mayor,
extraordinario.
En resumen, hay que matar, pero matar a lo grande.
Porque él ha viajado miles de kilómetros con la única intención de
matar. Él mata. Desea tanto, tantísimo, matar que paga mucho dinero para
hacerlo.
Hay lugares siniestros donde hombres como él pagan una
cantidad de dinero que las personas no manejan solo para dar muerte a
seres extraordinarios.
Sin embargo, en este caso hay una diferencia sustancial. El hombre
que va a matar a un ser vivo excepcional, mayor, mejor, más fuerte y
valiente que él, ese hombre no paga la muerte con su dinero.
Para matar
utiliza nuestro dinero, el tuyo y el mío. Por eso aquel elefante, aquel
rinoceronte, aquellos búfalos permanecen ya, desde que los mata, en lo
que somos.
Porque pagamos su muerte. Y sobre todo, porque, habiendo
pagado su muerte, decidimos posar nuestra mirada sobre la mujer que le
acompaña a matar. No nos ofende el asesinato de semejante belleza
animal, sino la idiotez con la que el asesino decora su crimen.
El hombre que mata es rey, gobierna sobre más de 45 millones de
súbditos y súbditas que, al conocer el crimen, miran el dedo pudiendo
haber mirado la luna. Por eso lo hace, por eso puede permitirse el lujo
de hacerlo.
Por nuestra mirada. El hombre que paga para matar encierra
en su corazón de piedra pómez no el amor a la muerte, qué va, ¿qué
podría eso doler?
En su corazón late el amor a matar, la pasión por
matar. ¿Por matar a un animal? No. Si no, mataría a un perro. Ese hombre
que reina sobre nuestro país y sobre nosotros, nosotras, encierra el
putrefacto, brutal, abyecto amor por matar la belleza.
El rey Juan Carlos I viajó 9.000 kilómetros para matar. No para amar,
para matar. Es el elefante, no Corinna. Es el rinoceronte, no Corina,
Son los búfalos, no Corinna. Hay que atinar con la mirilla.
Todo rifle
tiene su mirilla. ¿Se llama mirilla? Ah, la belleza. Muera la belleza.
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