País de miserables
Fue en ese tiempo en el que las estaciones y apeaderos tenían
quioscos donde además vendían libros, normalmente de bolsillo. Yo tenía
15 años y era la primera vez que mis padres me permitían quedarme sola
en la casa de verano algunos días.
De camino a la playa, solía comprarme
el periódico para pasar las horas al sol. Aquel día de septiembre,
quién sabe por qué, me hice también con un ejemplar del Romancero Gitano
de Federico García Lorca. Abrí el libro sentada contra el lomo de una
barca, lo devoré.
Volví a leerlo inmediatamente y hacia la mitad ya me
eché a llorar mansamente. No era zumo de limón/ agrio de espera y de boca lo que lloraba sino lágrimas de gozo, sacudida por una inesperada comprensión de la belleza y su metáfora.
Poco tiempo después supe lo que era volver a casa sucia de besos y arena.
Cada vez que he visto una carga contra los ciudadanos, las ciudadanas,
que les he visto intervenir en un desahucio sacando a rastras a las
madres ante sus hijos me he podido decir que tienen, por eso no lloran,/ de plomo las calaveras; igual que en cada andanada contra los inmigrantes, en cada disparo, en cada bola de goma he pensado que el cielo se les antoja/ una vitrina de espuelas.
Sé que las lavanderas de hoy cantan todavía Yo planté un tomillo,/ yo lo vi crecer./ El que quiera honra,/ que se porte bien. Y que los ricos dan a sus queridas/ pequeños moribundos iluminados/ y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Con Lorca aprendí a nombrar lo visto y lo sentido, a describir dicha y
desasosiego. Desde los días de cuna les conté a mis hijos que el
lagarto y la lagarta estaban llorando porque habían perdido su anillo de
desposados, ay su anillito de plomo.
Para que ellos también
supieran cantar la realidad con voz certera y libremente. Porque es
necesaria la voz del poeta para poner en palabras exactas lo que somos.
De la misma forma que cubrirlo de silencio retrata un país de
miserables.
Este pasado domingo 16 de agosto, el periodista y erudito Víctor Fernández recordaba: Tal
día como hoy, a las cinco de la tarde, un grupo de hombres armados
llegaba a la casa de la familia Rosales en Granada para detener a
Federico García Lorca. Poco después era asesinado. En ese lugar hoy no
hay ni una placa que recuerde ese drama.
Añado más. Ninguno de los miembros de las instituciones públicas
salió a cantarle a Lorca su grandeza, a admitir nuestra vergüenza.
La
vergüenza de un país en el que nació y mataron, por rojo y maricón, al
poeta más grande del siglo XX y probablemente uno de los mayores autores
de todos los tiempos.
Celebramos cotidianamente efemérides, nacimientos
y muertes, victorias futbolísticas, aprobaciones de leyes,
nombramientos políticos, grandes gestas históricas y días dedicados a
las más estrafalarias ideas.
Pero no hemos encontrado un hueco para
honrar a Federico García Lorca como merece. Honrarlo anualmente, sí.
Institucionalmente, sí.
No se trata solo de él, se trata de nosotros, de
nosotras, de que no sabemos dónde están sus huesos y de que han tenido
que venir de fuera, ay querido Ian Gibson, para prestar algunos datos a
nuestra memoria cerrada como el hueso seco que fue de melocotón.
El país entero debería salir cada año a celebrar a Lorca, pero eso
supondría admitir que vivimos en un territorio donde al mayor entre los
mayores de la belleza lo mataron de un tiro por rojo y maricón aquellos
cuyos sucesores hoy sientan su putrefacto culo en las bancadas del
Congreso, en los consejos de administración, en las poltronas de los
poderosos que siguen luciendo los mismos dominios de entonces.
Supondría
mirarnos a la cara y enfrentar el rastrero retrato de un país de
miserables.
Corrían los primeros 80 del siglo pasado cuando lloré el Romancero gitano. Desde entonces apenas ha cambiado nada.
Los versos robados en este artículo pertenecen, por orden de aparición, a los siguientes poemas u obras:
Romance de la pena negra
Romance de la pena negra
La casada infiel
Romance de la Guardia Civil española
Yerma
Oda a Walt Whitman
El lagarto está llorando
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