La verdad es que justificar el cariño que se le tiene a la baldosa de Bilbao no es tarea sencilla. Al hecho de que ayude al extraño fenómeno de llover hacia arriba hay que añadirle su poca adherencia al suelo y la necesidad de reponerla periódicamente por desgaste. Sin embargo, es indudable que existe un apego especial hacia ella y prueba de ello es la canción que le dedicó un icono bilbaíno como la Otxoa. Sus orígenes no están del todo claros. Se cree que fue creada por primera vez entre las décadas de los 40 y 50 en los talleres del Ayuntamiento, pero no hay ningún registro fehaciente que lo confirme. Lo que sí es una certeza es que fue a partir de la década de los 90 cuando la Villa empezó a sentirla como algo propio, como un símbolo de identificación único y especial.
Sería negar lo innegable si dijéramos que no hay un parecido entre la baldosa de Bilbao y el panot de Barcelona, que le precede en su origen. No obstante, aunque las flores parecen estar hermanadas, al no haberse esclarecido la procedencia del adoquín bilbaíno, tampoco se ha probado que su diseño esté inspirado en el barceloní. Y siguiendo eso que dicen de que los pequeños detalles marcan la diferencia, la más notable entre las dos baldosas son los surcos que caracterizan a la de la Villa. Si bien es cierto que la teoría más extendida dice que su incorporación al diseño fue una mera adaptación del trazado de la Ciudad Condal a las inclemencias del clima bilbaíno. En cualquier caso, a pesar de que podría decirse que al pisar esta baldosa nos movemos sobre una procedencia incierta, está claro que el cariño hacia ella es imperante. Puede que la razón de que sea un símbolo de Bilbao se incline más hacia lo sentimental, pero ¿acaso en algún otro lugar llueve hacia arriba?
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