Bilbao luce pulcra y hermosa y está más orgullosa que nunca de haberse reinventado. En el último año le ha salido competencia al Guggenheim (si es que esto es posible) con nuevos bulevares y plazas, edificios singulares y más equipamientos. El paseo de Abandoibarra, Alhóndiga Bilbao, la plaza Euskadi –con la torre de Iberdrola como nuevo icono de la ciudad–, la cancha del Bilbao Arena y el frontón, en Mirivilla; el tranvía, más estaciones de metro… son el plan para atraer a la ciudad no sólo a más visitantes, sino también para convencer a jóvenes profesionales, de dentro y de fuera de Bilbao, de que se queden a vivir en ella.
La capital de Vizcaya quería situarse en el mapa mundial gracias a la arquitectura y lo ha conseguido. Ahora, los gestores de la ciudad pretenden aprovechar la transformación urbana para ser un referente en tecnología y creatividad. Tras ganar el premio Lee Kwan Yew, considerado el Nobel del urbanismo, ahora busca convertirse en la villa del conocimiento. Su nuevo lema es “la ciudad inteligente
Entre los hierros oxidados de una crisis siderúrgica, que puso en el paro al 30% de su población, y las inundaciones por las riadas en 1983, Bilbao encontró la piedra filosofal para renacer y convertirse en un modelo de recuperación urbana que hace escuela en el mundo. Sabido es que el alquimista con el poder de transformar el titanio en oro se llama Museo Guggenheim. Pocos bilbaínos lo reconocen ahora, pero en 1997 apenas alguien creía en este imán que en el 2010 atrajo a casi un millón de visitantes. ¿Para qué tirar el dinero en un museo si lo que hacía falta era empleo? Pero el monocultivo industrial del acero ya era irrecuperable: los altos hornos y los astilleros se habían quedado obsoletos, el arrollador Sudeste Asiático estaba reemplazando la industria pesada en Europa y ninguna empresa quería instalarse en una ciudad que era una auténtica chatarrería. “Hay que ser sinceros: el medio ambiente no era en absoluto nuestra preocupación. La urgencia era conseguir empleo. Y sabíamos que en el futuro iba a estar en los servicios.
Tuvimos que cambiar todo nuestro chasis físico para convertirnos en una ciudad postindustrial”, explica Ibon Areso, primer teniente de alcalde. Es arquitecto de formación, pero sólo un bloque de pisos junto al puente de Gordoniz lleva su firma. No obstante, todo el Bilbao de los últimos veinte años tiene la huella de este político, que ya participó en el primer plan de ordenación urbana.
Aunque el medio ambiente fuese más un camino que un fin, la regeneración y limpieza del Nervión es uno de los mayores éxitos del plan que nació en 1979, cuando a la ría iban a parar las aguas fecales de un millón de personas y los detritos de centenares de industrias pesadas. Bilbao, igual que la Barcelona olímpica hizo con el mar, se ha abierto a la ría y si entonces la vida animal era inexistente en sus aguas, ahora los niveles de oxígeno están en torno al 60%, y han vuelto la lubina, la dorada, el lenguado o los cangrejos. Y los bilbaínos, por primera vez en generaciones, vuelven a bañarse en la ría (aunque aún no está permitido, por el peligro de las mareas), como los casi 500 triatletas que en mayo cubrieron a nado el tramo entre el puente de Deusto y el del Ayuntamiento.
El Guggenheim de Frank Gehry se levantó sobre los terrenos de la Sociedad Bilbaína de Maderas y Alquitranes. “Yo estaba en contra de gastar un dinero que no teníamos en un bonito cascarón. Reconozco mi error –explica Mikel Feijoo, propietario de la marca de moda Skunkfunk–. Pero si no hubiéramos tenido el concierto económico y la capacidad de gestionar nuestro dinero, el cambio habría sido imposible”.
Luego emergió de un dique del astillero Euskalduna el palacio de congresos y de la música firmado por Federico Soriano y Dolores Palacio. Ahora, nuevas criaturas de cristal y hormigón se asoman a la ría para asombro y envidia de otros municipios que han intentado imitar el milagro y se han pegado el batacazo.
En esta zona, apenas quedan vestigios de lo que fueron prósperas industrias pesadas y luego desechos urbanos. “Ni ganas, fue una época de gran decadencia y tristeza”, asegura rotundo José Luis Sancho, un jubilado que contempla el atardecer de verano con la mirada puesta en el tigre que corona uno de los edificios de Deusto. De los astilleros restan un dique, algunos barcos y la grúa Carola, que forman parte del museo Marítimo. “Tengo cincuenta y tantos y he perdido el paisaje de mi infancia. Bilbao tenía una identidad industrial muy fuerte, veías el trabajo físico de la gente, la naviera, los barcos, oías las sirenas… Yo todavía sueño con eso. Han desaparecido 150 años de historia industrial”, añora Ernesto del Río, director de Bilbao Film Commission, pero, a cambio, la ciudad acoge unos setenta rodajes al año, entre publicidad, series de televisión y documentales.
Así que perdidos los referentes industriales, hay que mirar a la fachada del Palacio Euskalduna, de granito azul y acero oxidado, que recuerda el interior del último barco que se construyó en el astillero y que cuenta con pasarelas, como los navíos. Sus arquitectos lo bautizaron como “el buque fantasma de Wagner” y con el montaje de esta ópera celebró el año pasado su décimo aniversario. Del Euskalduna arranca la avenida Abandoibarra, que llega hasta el Guggenheim. En el espacio que ocuparon las vías del tren, los tinglados portuarios y los muelles se ha creado un paseo de ribera con tilos, vistosas jacarandas, begonias y unas palmeras muy poco atlánticas.
Del botxo al rascacielos
Una suave ladera asciende desde Abandoibarra hacia la nueva torre de Iberdrola, obra del arquitecto argentino-estadounidense César Pelli, que también firma el plan de ordenación de esta zona y es autor, asimismo, de las torres Petronas de Kuala Lumpur. La torre de Iberdrola es el nuevo techo de Bilbao, un prisma triangular con caras curvas de 165 metros y 41 plantas, el quinto de España en altura. Tiene un bonito atrio de entrada donde se han plantado olivos y arbustos aromáticos y su eje se encara, como la proa de un barco, hacia la calle Elcano y la plaza Moyúa, de donde parten las vías más importantes de la margen izquierda del Nervión. Desde su helipuerto se abarcan los 360 grados de la ciudad, un botxo (hoyo) rodeado por montes, que son los que marcan el auténtico skyline de Bilbao. Al este y al sur quedan las cuadrículas de los barrios de Abando y de Indautxu; al noroeste, Deusto; al sudoeste, el estadio de San Mamés, con su característico arco que sostiene la tribuna principal y, frente a él, un gran solar donde ya trabajan las máquinas para construir una nueva Catedral del fútbol con capacidad para 53.000 espectadores. Se espera que pueda acoger los primeros encuentros del Athletic en la temporada 2013-2014, aunque no se acabará totalmente hasta el 2015, cuando se construya la última tribuna. El arco –uno de los símbolos de Bilbao antes de la llegada del Guggenheim– desaparecerá y aún no se sabe si se aprovechará para una futura pasarela que una la isla de Zorrozaurre con Sarriko.
El desplazamiento del estadio, que se acercará más a la ría, permitirá prolongar el Ensanche. Habrá nuevos accesos viarios y ya se construye el campus tecnológico de la Universidad del País Vasco, uno de los puntales de ese nuevo Bilbao que busca “la excelencia y la inteligencia”.
Hormigón con firma
Y si en el Athletic no hay ningún jugador que no sea de Euskadi o de las zonas de influencia vascas, Bilbao ha elegido para su urbanismo y arquitectura el camino opuesto. Los nombres que firman los grandes proyectos se han buscado entre lo más granado de la arquitectura internacional, para desespero de los arquitectos locales. Ibon Areso lo tiene clarísimo: “Estamos en una sociedad de marca, cuando un niño quiere unas playeras, quiere unas Adidas o unas Nike. Que tengamos un metro diseñado por Norman Foster nos trae más congresos de dentistas que si no lo fuese”. Así, los arquitectos para los proyectos públicos se eligen sin concurso y a los promotores privados “se les empuja un poco”. “Para Abandoibarra hicimos una lista de 30 arquitectos de aquí y de fuera. En el contrato de venta de suelo se especificaba que debían escoger entre esos 30 nombres”, indica Areso.
La torre de Pelli la flanquean sendos edificios de viviendas de Carlos Ferrater (a unos 7.000 euros el metro cuadrado) con estructura metálica. A su lado, siguiendo la curva de la nueva plaza Euskadi, está el Artklass, 190 viviendas de lujo del luxemburgués Rob Krier que lucen una veintena de fachadas diferentes, con arcos, miradores, frisos, cariátides y más de cien tipos de ventanas. Una colorista y delirante interpretación de los edificios clásicos del Ensanche. Han tenido mucho éxito, pese a que se venden a partir de 8.000 euros el metro cuadrado. En una de sus cúpulas, una frase, en euskera, del astrónomo y matemático Johannes Kleper “lo imposible con esfuerzo se consigue”, es toda una declaración de principios de este Bilbao reinventado.
De la lista de arquitectos de relumbrón que iban a trabajar en la ciudad ha caído Jean Nouvel. Debía construir unas viviendas frente a la Alhóndiga que la crisis se ha llevado por delante. “Pero esto es el 2% de la arquitectura que se hace en Bilbao, y en todos esos edificios han participado arquitectos locales, así que no hay pérdida de trabajo, otra cosa es que no firmen los proyectos”, asegura el primer teniente de alcalde.
Yendo desde la plaza Euskadi hacia el Guggenheim, dos premios Prizker, hombro con hombro, hacen gala de una arquitectura austera y elegante. El paraninfo de la Universidad del País Vasco, de Álvaro Siza, acompaña desde hace menos de un año a la nueva biblioteca de la Universidad de Deusto de Rafael Moneo. El primero, de mármol blanco y azulejos grises y, el otro, de pavés traslúcido y esquinas redondeadas, contrastan vivamente con el acero oxidado de las luminarias del paseo, que destellan con el sol que cae en Deusto, enfrente.
Este atardecer, por la avenida de Abandoibarra hay muchos turistas, pero sobre todo la disfrutan los bilbaínos, que pasean, corren, juegan en los parques infantiles, aprovechan los bancos con pedales o sestean. Y si el tópico maledicente asegura que en Bilbao se liga poco, ahí están las parejas achuchándose en los puentes y el césped para desmentirlo.
Pasado el Guggenheim, frente al paseo de Uribitarte, y a los pies de la pasarela de Zubizuri, de Calatrava, el arquitecto japonés Arata Isozaki ha levantado dos edificios de cristal, de 82 metros de altura y 23 plantas, que conservan parte de la fachada del Depósito Franco de Bilbao. Isabel es arquitecta y vive en el piso 19 de la torre norte y no ve ningún problema de intimidad o climatización en una vivienda prácticamente toda de cristal –“casi no he encendido la calefacción en invierno”–. Sin duda ayuda que su casa se oriente al oeste. Pero las lámparas, ay, provocan molestos reflejos en los cristales y ha tenido que poner luces rasantes en el suelo. Con teatralidad, juega con los paneles japoneses que permiten tapar o descubrir el paisaje a los pies de las torres. “Es contradictorio, porque no defiendo la arquitectura en altura –está claro que no es una fan de Pelli–, pero me encanta vivir en una torre”. Sin embargo, esta singularidad tiene sus peajes: las escaleras de acceso, que discurren por las fachadas, deben permanecer encendidas toda la noche. Un capricho del arquitecto japonés para que se vean los edificios, explican los vecinos.
No toda la transformación pasa por la ribera del Nervión. En el centro se han rehabilitado parques, una veintena de calles son peatonales y abundan las terrazas donde las señoras mantienen la sana costumbre de salir a merendar bollos de mantequilla con las amigas.
“La peatonalización ha hecho mucho bien al comercio –explica Jorge Aio, gerente de la asociación de comerciantes de Bilbao Centro–. Hace cuatro años el turista era alguien que aparecía de vez en cuando y ahora son un objetivo”. Javier López Oleaga, de 74 años, apunta, en su charcutería de la calle Ledesma, que antes esta era “un bodrio de calle por la que no cabía ni un paraguas” y ahora luce veladores y parterres. Este comercio abrió en 1904 y ha pasado de los ultramarinos y las alpargatas a vender las mejores delicatessen de la villa, aunque siguen tostando los cacahuetes a diario, como hace un siglo.
Sin embargo, para este charcutero “más viejo que la ría”, la obra más importante ha sido el metro, “y eso que decían que era una bilbainada”.
La clave subterránea
Nadie quería el metro hace 15 años, para qué si Bilbao es pequeño (no llega a los 42 km2) y se puede ir andando a todas partes, se decían. Construirlo fue una decisión estratégica. “No es sólo un transporte cómodo. La villa es muy pequeña (tiene unos 356.000 habitantes) y una ciudad debe tener masa crítica para tener actividades de cierta escala. El metro ha dado cohesión al área metropolitana”, explica Ibon Areso.
Norman Foster se convirtió en el primer arquitecto célebre que plantaba obra en el nuevo Bilbao.
Las entradas al suburbano que diseñó el británico, los fosteritos, jalonan, por ahora, 39 estaciones que conectan toda el área metropolitana, desde Plentzia o Santurtzi a Basauri. “Un millón de personas que viven en 30 municipios distintos han empezado a comprender que comparten problemas y soluciones. El metro contribuyó a forjar el espíritu de comunidad y dos años después el Guggenheim reforzó el orgullo de pertenencia”, opina el ingeniero Alfonso Martínez Cearra, director general de Bilbao Metrópoli 30, una asociación de entidades públicas y privadas que trabaja en generar ideas para el largo plazo que inspiren a otros organismos, como Bilbao Ría 2000, encargado de desarrollar los proyectos.
Casi en el centro del botxo, en el barrio de Indautxo, el paseante se topa con una de las últimas criaturas alumbradas en la capital vizcaína: Alhóndiga Bilbao. El barroco Philippe Starck ha intervenido en un viejo almacén de vinos con una contención inusual, y el resultado es prodigioso. Un edificio de 40.000 metros cuadrados (casi el doble que el Guggenheim) en pleno corazón de la ciudad alberga biblioteca, mediateca, salas de exposiciones, gimnasio, piscinas, salas de cine, restaurantes (con menús elaborados con productos de proximidad, vegetarianos, para celíacos y diabéticos, en la línea de inclusión social que defienden sus gestores) y una coqueta terraza con un tipo de bar que hasta ahora sólo existía en algunos hoteles.
Las 43 columnas del atrio, todas distintas, obra del escenógrafo Lorenzo Baraldi, soportan tres cubos de ladrillo con instalaciones culturales y deportivas. El atrio comunica con las calles del entorno, y los paseantes deambulan como si de una plaza al aire libre se tratara. “Esto es la vida”, proclama orgullosa María Ángeles Egaña, su consejera delegada. No es para menos, el edificio se inauguró en mayo del 2010 y por él ya han pasado 3.500.000 visitantes. Sólo la mediateca realiza 1.000 préstamos al día. A este edificio, pensado para dar servicio a un barrio hasta ahora carente de bibliotecas o gimnasios públicos, acuden vecinos de todo Bilbao y de fuera de la ciudad.
Unamuno, con la socarronería propia de esta tierra dijo que “el mundo entero es un Bilbao un poquito más grande”, y la villa, aunque sigue siendo chiquita, ha crecido hacia Miribilla con nuevas viviendas sobre las viejas minas de hierro. Allí se han levantado el Bilbao Arena, la cancha de baloncesto del Bizkaia Bilbao Basket –obra del estudio español ACXT, autores también del nuevo San Mamés– y el nuevo Frontón Bizkaia, el más grande de Euskadi, realizado en hormigón y pizarra negra por Javier Gastón. Y hasta la arquitectura religiosa se pone moderna, como se ve en la parroquia de Santa María Josefa, también en Miribilla, de los arquitectos locales IMB, con un campanario que se ilumina de colores por la noche. Al lado, el degradado barrio de San Francisco, espera que se soterren las trincheras del tren para conectarse con la ciudad, una de las grandes asignaturas pendientes.
Encandilar a los jóvenes
Bilbao ya cuenta con un bello escenario, orgullo de propios y envidia de extraños, ¿Y ahora? “Regenerar suelo urbano portuario es un juego de niños comparado con lo que tenemos por delante –explica Alfonso Martínez–. Cuando los cambios se producen en ciclos históricos, las personas tienen tiempo para adaptarse, pero cuando son inducidos en 10 o 15 años, los que estábamos antes no logramos llegar a entenderlos y hay que pasar el testigo”. Por eso, y porque de las grandes corporaciones no pueden fiarse (Madrid es “un gran aspirador” que ya se ha llevado las sedes del BBVA o empresas tecnológicas como Panda Security), el próximo reto de Bilbao es encandilar a los autónomos.
De ahí iniciativas como Eutokia, un centro de innovación social que conecta a jóvenes artistas, economistas, sociólogos, ingenieros... para compartir conocimientos y experiencias y encontrar nuevos caminos. Mikel Feijoo, miembro de Eutokia, explica que “el valor está en las ideas” y que perdida la capacidad de “vivir de fabricar productos”, no queda otra que “crear una marca de ciudad y dar facilidades para instalarse en ella”. Conseguir una marca... he ahí la cuestión. Por eso la villa opta a ser la capital mundial del diseño en el 2014, en disputa con Ciudad del Cabo y Dublín.
Bilbao ha invertido un dineral en conseguir una ciudad amable. 500 millones de euros costarán los nuevos accesos a la ciudad, el soterramiento del tren, el campus tecnológico, San Mamés Barria, y la regeneración de la central de autobuses, según el diputado general de Vizcaya, José Luis Bilbao (PNV). Ahora, en tiempos de crisis, la ciudad necesita amortizar la inversión y ser, además de guapa, una “ciudad inteligente”.
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