El Presidente vuelve a estar en silencio, ¿Qué sonido hará rugir al Presidente? En medio del humo que se ha levantado desde el pasado domingo, Mariano Rajoy puede prever la magnitud del incendio que se le avecina, a él y a los suyos, a sabiendas que el paso del tiempo nunca llega a apagar todos los rescoldos que se dejan en un letargo de combustión política. O quizás no sea consecuente presuponer tanta capacidad táctica al jefe del Ejecutivo y su desaparición de la escena pública a lo largo de estas horas se deba, básicamente, a la terrorífica sensación que le puede estar produciendo un escenario que temía pero, en su habitual optimismo, consideraba que no se le iba a presentar. Lo cierto es que tras la segunda vuelta de este round de papelería fina, aderezada con nuevos ganchos de fuerza original, no fotocopiada, todo aquel que sale caligráficamente retratado viene haciendo mutis por el foro ocultándose no ya siquiera con una pantalla de plasma por escudo, sino usando un contraataque equilibrado, esto es, papel por papel, sobresueldos por comunicados de a mí que me registren.
Parte importante de la corriente de opinión que ha venido generando la nueva estrategia de defensa callejera por parte de Bárcenas no alcanza a comprender como, ante la magnitud de escándalos que se concentran en la contabilidad apócrifa del Partido Popular, no se haya desencadenado una turba social, una pira ciudadana que detenga el tiempo de las excusas insolentes y clame y clame hasta que se demuestre lo frágil que resulta el enladrillado de Moncloa. Resulta sencillo de explicar. El común del ciudadano, porque para asaltar políticamente un Palacio de Verano hace falta más que unos miles de cabreados por turnos (que se lo recuerden a Aznar previa invasión iraquí), entiende el delito cuando la sangre inocente corre por el asfalto.
Digamos que del artículo 138 en adelante del Código Penal aparecen las fábulas predilectas del entendimiento humano, que la violencia se desparrame y yo pueda verlo para entender la quiebra de la paz social. Pero en el fondo, a pesar de las palizas diarias a la economía doméstica y a las expectativas de progreso individual, ver en unos papelotes números y nombres mal escritos y mentalmente enlazar esa tabla contable con la apropiación indebida (término muy complicado de asimilar frente al robo con alevosía, nocturnidad y mala baba, que es el que entendemos todos) y la prevaricación (que mucho se nombra pero pregunta en la calle qué significa, para que veas) mosquea pero no tanto como para perderse el sorteo del calendario de Liga y salir a achicharrarnos frente a un inmueble cerrado a cal y canto. Ahí, tal vez, es donde reside la confianza de Cospedal y Rajoy en que para que todo siga igual todo debe cambiar, y eso en España nunca ha sido moneda de curso legal.
Pongámoslo, pues, fácil para que el hormigueo del ciudadano medio resulte incómodo y nos haga saltar del sofá acondicionado. Imagínese a un ministro de Administraciones Públicas de un Gobierno que ha llegado al poder por primera vez teniendo como bandera la lucha contra la corrupción; ese ministro, que gusta de estética de barba y puro pero sin traje de comandante de Sierra Maestra, tiene entre sus máximas responsabildades ser el guardían de la Ley de Incompatibilidades que impide a un cargo público cobrar cantidad alguna ajena a las retribuciones que le confiere su cargo, vengan aquellas de lo público o de lo privado.
Pues bien, ese señor y varios compañeros de filas aparecen como beneficiarios de complementos económicos de diversa naturaleza desde su formación política, aumentos escandalosos mientras el poder adquisitivo y el empleo, tanto su cantidad como su calidad, caían en picado, así como abonos de servicios cuasiprivados que procuraban, de manera integral, facilitarles un nivel de vida sumamente privilegiado. Y, todo esto, financiado presuntamente a través de opacas donaciones en metálico por personas y entidades que, a vuelta de monetario correo, recibían respuesta en forma de concesiones arbitrarias. Así quizás ya suene más rotundo, más criminal, más para enfadarnos un poco e impedir, con la pasividad de una sociedad que no puede merecerse esto que tiene, que desde Génova a diversas huestes autonómicas puedan apostar por el mutismo como forma de defensa y desprecio a partes iguales.
El fumador de puros, el lector de prensa deportiva, aquel que afirma haber perdido poder adquisitivo entrando en política (¿Quién le rogó que, en su mocedad, lo hiciera? ¿Quién lo esperaba, quién lo apartó, en definitiva, de un registro de provincias?) parece ser que recibía cantidades en metálico ocultas en cajas de habanos. ¿Qué fue, entonces, antes? ¿El hábito de fumar o el de trincar? Curioso recipiente para recepcionar algo que se entiende legítimo. Nos huele a chamusquina, tal vez porque las brasas vuelven a prender nuestra paciencia.
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