Por Enrique González Duro
Como bien explicara el sociólogo Robert Castel, históricamente la psiquiatría no ha sido sino la práctica de una contradicción entre su finalidad terapéutica, abiertamente proclamada, y determinadas funciones de control social, más o menos encubiertas [1]. Tuvo que pasar mucho tiempo para que esa contradicción se hiciese evidente, pues la psiquiatría se había considerado casi siempre como una especialidad médica que, con mayor o menor competencia, se esforzaba en tratar científicamente a los denominados enfermos mentales. Pero desde otros campos, sobre todo desde la sociología, se advirtió que, en realidad, ejercía una «práctica de sustitución» que reprimía y corregía determinadas conductas desviadas. Por tanto, la psiquiatría había facilitado una cobertura técnica al control social de la locura, tras reconvertirla en enfermedad mental, en una enfermedad que era preciso neutralizar a toda costa, para lo que la administración pública habría de proporcionar los medios y las instituciones necesarias.
La ciencia psiquiátrica ha tenido como función primordial la defensa de la sociedad frente al que, por su locura o enfermedad, pudiese cuestionarla o simplemente incomodarla. Mediante el diagnóstico, la sociedad, la autoridad, la familia, etc., podía desembarazarse del presunto enfermo con toda facilidad y por tiempo ilimitado. Secundariamente, también era preciso curarlo, aunque fuese con métodos coercitivos o encerrándolo. Desde el principio, se afirmó que el confinamiento era el medio más enérgico y el más útil para combatir la enfermedad mental, y, consecuentemente, el manicomio se configuró como un espacio de detención, tan eficaz como la cárcel, y como un espacio terapéutico para curación del paciente. En esa institución el poder-saber médico estaba estrechamente unido con la autoridad represiva, y la arbitrariedad de la detención quedaba encubierta con la racionalización científica. Pero resultó que el manicomio no curaba a los enfermos, sino todo lo contrario, que los cronificaba e institucionalizaba.
El internamiento psiquiátrico
Al internamiento psiquiátrico, que aún se sigue practicando con excesiva frecuencia, se le da el carácter de tratamiento médico y teóricamente se hace en beneficio del enfermo. Pero, de hecho, implica la violación sistemática de sus derechos humanos y una situación progresivamente degradante. Por eso, el manicomio siempre ha inspirado miedo y rechazo y casi nadie ha aceptado de buen grado el ser internado allí, ni aún en el caso de estar necesitado de una ayuda más o menos especializada. Y el ingreso, por lo general, ha tenido que ser a la fuerza, por el engaño y en contra de la voluntad del sujeto.
El internamiento forzoso le significa al paciente el encierro indefinido, la pérdida de su rol social y la obligada adquisición del rol de enfermo mental, lo que le supone convertirse en sujeto pasivo de vigilancia, diagnóstico y tratamiento. Su situación es asimilable a la de un enfermo en estado de coma, con la diferencia de que él se da perfecta cuenta de su realidad y sabe bien lo que quiere o no quiere. Se asemeja más bien a la del condenado en una prisión, o incluso puede ser peor, por cuanto el preso cuenta con una serie de garantías jurídicas de las que carece el enfermo psíquico. Está incapacitado de facto para la vida civil: desde el inicio de su internamiento queda a total disposición de la institución y depende en todo momento del criterio de los médicos o de sus ayudantes.
Como bien explicara el sociólogo Robert Castel, históricamente la psiquiatría no ha sido sino la práctica de una contradicción entre su finalidad terapéutica, abiertamente proclamada, y determinadas funciones de control social, más o menos encubiertas [1]. Tuvo que pasar mucho tiempo para que esa contradicción se hiciese evidente, pues la psiquiatría se había considerado casi siempre como una especialidad médica que, con mayor o menor competencia, se esforzaba en tratar científicamente a los denominados enfermos mentales. Pero desde otros campos, sobre todo desde la sociología, se advirtió que, en realidad, ejercía una «práctica de sustitución» que reprimía y corregía determinadas conductas desviadas. Por tanto, la psiquiatría había facilitado una cobertura técnica al control social de la locura, tras reconvertirla en enfermedad mental, en una enfermedad que era preciso neutralizar a toda costa, para lo que la administración pública habría de proporcionar los medios y las instituciones necesarias.
La ciencia psiquiátrica ha tenido como función primordial la defensa de la sociedad frente al que, por su locura o enfermedad, pudiese cuestionarla o simplemente incomodarla. Mediante el diagnóstico, la sociedad, la autoridad, la familia, etc., podía desembarazarse del presunto enfermo con toda facilidad y por tiempo ilimitado. Secundariamente, también era preciso curarlo, aunque fuese con métodos coercitivos o encerrándolo. Desde el principio, se afirmó que el confinamiento era el medio más enérgico y el más útil para combatir la enfermedad mental, y, consecuentemente, el manicomio se configuró como un espacio de detención, tan eficaz como la cárcel, y como un espacio terapéutico para curación del paciente. En esa institución el poder-saber médico estaba estrechamente unido con la autoridad represiva, y la arbitrariedad de la detención quedaba encubierta con la racionalización científica. Pero resultó que el manicomio no curaba a los enfermos, sino todo lo contrario, que los cronificaba e institucionalizaba.
El internamiento psiquiátrico
Al internamiento psiquiátrico, que aún se sigue practicando con excesiva frecuencia, se le da el carácter de tratamiento médico y teóricamente se hace en beneficio del enfermo. Pero, de hecho, implica la violación sistemática de sus derechos humanos y una situación progresivamente degradante. Por eso, el manicomio siempre ha inspirado miedo y rechazo y casi nadie ha aceptado de buen grado el ser internado allí, ni aún en el caso de estar necesitado de una ayuda más o menos especializada. Y el ingreso, por lo general, ha tenido que ser a la fuerza, por el engaño y en contra de la voluntad del sujeto.
El internamiento forzoso le significa al paciente el encierro indefinido, la pérdida de su rol social y la obligada adquisición del rol de enfermo mental, lo que le supone convertirse en sujeto pasivo de vigilancia, diagnóstico y tratamiento. Su situación es asimilable a la de un enfermo en estado de coma, con la diferencia de que él se da perfecta cuenta de su realidad y sabe bien lo que quiere o no quiere. Se asemeja más bien a la del condenado en una prisión, o incluso puede ser peor, por cuanto el preso cuenta con una serie de garantías jurídicas de las que carece el enfermo psíquico. Está incapacitado de facto para la vida civil: desde el inicio de su internamiento queda a total disposición de la institución y depende en todo momento del criterio de los médicos o de sus ayudantes.
Pues, se parte del prejuicio, inmutable
en el manicomio, de que el enfermo, por el hecho de haber sido
diagnosticado como tal e ingresado allí, es por entero irresponsable de
sus actos y que es preciso organizarle la vida en todos sus detalles,
disciplinarle uniformadamente, conducirlo y protegerle de sí mismo o de
su supuesta enfermedad, sin que nadie realmente defienda sus intereses.
La consecuencia será su paulatina reducción a una categoría infrahumana,
para terminar convertido en un ser abúlico, autista, indigno, sin
deseos y casi sin necesidades.
Pero la irresponsabilización del interno en el manicomio implica que la responsabilidad de todo lo que él haga, o pueda hacer, recae inevitablemente en sus protectores y vigilantes, quienes, temerosos de lo que pudiese ocurrir y para evitarse complicaciones o riesgos innecesarios, tienden a limitarle todos sus movimientos. Rara vez se le deja salir de la institución, y no caprichosamente, puesto que hace pocos años nuestro Código Penal sancionaba a «los encargados de la custodia de un enajenado que le dejasen vagar por la calle o sitios públicos sin la debida vigilancia», de igual modo que a «los dueños de animales feroces o dañinos que los dejasen sueltos».
Pero la irresponsabilización del interno en el manicomio implica que la responsabilidad de todo lo que él haga, o pueda hacer, recae inevitablemente en sus protectores y vigilantes, quienes, temerosos de lo que pudiese ocurrir y para evitarse complicaciones o riesgos innecesarios, tienden a limitarle todos sus movimientos. Rara vez se le deja salir de la institución, y no caprichosamente, puesto que hace pocos años nuestro Código Penal sancionaba a «los encargados de la custodia de un enajenado que le dejasen vagar por la calle o sitios públicos sin la debida vigilancia», de igual modo que a «los dueños de animales feroces o dañinos que los dejasen sueltos».
Se le controlan
posibles contactos con el exterior, se le mantiene todo el tiempo
adormilado, se le administran severos tratamientos preventivos, se le
reprime cualquier intento de fuga o de suicidio, se le vigila
constantemente, se le separa drásticamente de las personas del sexo
contrario.
Así pues, en el manicomio las necesidades individuales y los derechos civiles de los internos no son contemplados, manteniéndoseles en situaciones vergonzantes, hasta el punto de que han de humillarse para obtener cosas tan nimias como cigarrillos o papel higiénico. La severa restricción de sus derechos afecta gravemente a su libertad de movimientos (dentro y fuera de la institución), a su libertad expresión y de comunicación (el uso del teléfono, el envío de cartas, la recepción de visitas, etc., les puede ser discrecionalmente prohibido), su derecho al voto (aunque a veces le sea groseramente manipulado), su derecho de reunión y de asociación, el derecho a la libertad sexual, el derecho a la intimidad, al honor y la propia imagen, etc.
Así pues, en el manicomio las necesidades individuales y los derechos civiles de los internos no son contemplados, manteniéndoseles en situaciones vergonzantes, hasta el punto de que han de humillarse para obtener cosas tan nimias como cigarrillos o papel higiénico. La severa restricción de sus derechos afecta gravemente a su libertad de movimientos (dentro y fuera de la institución), a su libertad expresión y de comunicación (el uso del teléfono, el envío de cartas, la recepción de visitas, etc., les puede ser discrecionalmente prohibido), su derecho al voto (aunque a veces le sea groseramente manipulado), su derecho de reunión y de asociación, el derecho a la libertad sexual, el derecho a la intimidad, al honor y la propia imagen, etc.
No es raro que no puedan
disponer libremente de su propio dinero, que carezcan de las mínimas
pertenencias personales, o que sean explotados al imponérseles trabajos
sin renumeración alguna. Tampoco es infrecuente que se sientan afectados
en su integridad física o psíquica por el empleo de tratamientos
abusivos, de tratamientos de choque (electrochoques, comas insulínicos,
choques farmacológicos) y hasta de manipulaciones neuroquirúrgicas, a
veces de efectos irreversibles y con algún riesgo para su vida. Para
ello no es preciso el consentimiento de los pacientes, que tampoco son
informados verazmente, ni tan siquiera se solicita la autorización de
los familiares. El hecho es realmente preocupante, si se considera que
esos tratamientos son meramente empíricos y de endeble base científica,
que sus efectos son discutibles y sus fines terapéuticos más que
dudosos.
¿Derecho de tratamiento?
La negación de derechos en la institución psiquiátrica difícilmente puede ser negada, aunque aún suele ser toscamente ocultada. Hay quien intenta justificarla más o menos sibilinamente, alegando que preocuparse en exceso por los derechos civiles de los enfermos puede ocasionarles graves perjuicios, pues eso supondría el no reconocerles sus derechos médicos, el derecho a recibir tratamiento, el derecho a curarse. Se considera, pues, este peculiar «derecho de tratamiento» del paciente por encima de sus derechos civiles. Pero, ¿de qué le puede servir a un hombre ganar en salud, si pierde su dignidad? Ni siquiera es convincente que un tratamiento impuesto pueda curar a un enfermo, cuando él mismo no lo percibe como beneficioso y lo rechaza en cuanto puede. Y tiene sentido el que lo rechace, porque, además de vivirlo como una imposición más o menos agresiva y un quebrantamiento de su voluntad, él no se considera a sí mismo como enfermo necesitado de tratamiento ni de internamiento.
¿Derecho de tratamiento?
La negación de derechos en la institución psiquiátrica difícilmente puede ser negada, aunque aún suele ser toscamente ocultada. Hay quien intenta justificarla más o menos sibilinamente, alegando que preocuparse en exceso por los derechos civiles de los enfermos puede ocasionarles graves perjuicios, pues eso supondría el no reconocerles sus derechos médicos, el derecho a recibir tratamiento, el derecho a curarse. Se considera, pues, este peculiar «derecho de tratamiento» del paciente por encima de sus derechos civiles. Pero, ¿de qué le puede servir a un hombre ganar en salud, si pierde su dignidad? Ni siquiera es convincente que un tratamiento impuesto pueda curar a un enfermo, cuando él mismo no lo percibe como beneficioso y lo rechaza en cuanto puede. Y tiene sentido el que lo rechace, porque, además de vivirlo como una imposición más o menos agresiva y un quebrantamiento de su voluntad, él no se considera a sí mismo como enfermo necesitado de tratamiento ni de internamiento.
Por el contrario, se da perfecta cuenta de que su
reclusión se debe a que ha molestado a los demás, a que ha tenido
problemas y tensiones con otras personas, y no a que pueda padecer una
supuesta enfermedad que, por otra parte, suele resultar indiferente a la
institución. Aunque si así lo manifestase abiertamente, le sería
calificado como ausencia de «conciencia de enfermedad», síntoma
inequívoco de ser muy enfermo y de que, por tanto, está justificado
«científicamente» su internamiento forzoso y el tratamiento coercitivo.
Así que; adaptándose inteligentemente al medio en que se encuentra
forzadamente, acaba por aceptar resignadamente el estatuto de enfermo y
el consiguiente tratamiento, que eludirá siempre que pueda.
Está claro que en caso de internamiento forzoso, más que de derecho de tratamiento, habría que hablar de obligación de someterse a la autoridad médica que impone, sin discusión posible, ese tratamiento y al régimen de vida que impera en la institución. Tal «derecho médico», como también se le ha denominado, no es sino un tosco eufemismo para designar la absoluta obligatoriedad del enfermo de permanecer recluido, sin otra opción posible, de recibir tratamiento y de ser objeto de medidas represivas y degradantes. Como dijera Thomas Szasz, confundir el derecho con la obligación es como confundir la propiedad con el robo, como no querer distinguir el derecho al trabajo del trabajo forzado, de la esclavitud [2]. Y hasta tal punto se llegan a confundir las cosas que en muchos hospitales psiquiátricos se obliga a los enfermos a trabajar, a la llamada laborterapia, una terapia teóricamente curativa pero que en realidad sólo beneficia a las instituciones.
Verdaderamente, el tratamiento forzado nunca podrá llegar a curar a un paciente, jamás llegará a solucionar sus contradicciones y conflictos internos. Como mucho, únicamente logrará la normalización social de su conducta, no importa a costa de qué represiones y sufrimientos. Con tal normalización, el paciente no se sentirá auténticamente curado ni liberado de sus problemas, sino tan sólo adaptado a la sociedad. Con frecuencia, incluso esa normalización es poco duradera, y la «recaída» se produce fácilmente, porque los problemas de fondo no han sido resueltos ni tan siquiera clarificados, o por el abandono del tratamiento tras el alta, etc. En otras ocasiones el enfermo aceptará su «curación» normalizadora y tratará de mantenerla el máximo de tiempo posible, para evitarse probables conflictos con el medio exterior.
El derecho a la salud
Nunca debería ser confundido el denominado «derecho de tratamiento» con el derecho que todo paciente ha de tener a la salud, concebida ésta como la plena capacidad del individuo para gozar y trabajar. Y es evidente que, muy frecuentemente, los dispositivos y estructuras asistenciales distan mucho de poder ofrecer al usuario los recursos técnicos suficientes y adecuados para la recuperación, en lo posible, de la salud perdida en caso de enfermedad o alteración psíquica, por lo menos en el sector público. Por ello, el enfermo psíquico no sobrado de recursos económicos puede estar obligado al internamiento forzoso, a la pérdida de sus derechos civiles, a la pérdida de sus derechos civiles, a la toma masiva de medicamentos, al electrochoque, etc., al tiempo que se le niega el derecho a beneficiarse de las técnicas psicoterapéuticas, de las terapias de familia, de las terapias grupales, del psicoanálisis, etc. La desigualdad entre los distintos grupos o clases sociales es innegable.
Pero no se trata ahora de jerarquizar los tratamientos psiquiátricos, sino de definir el sentido de su utilización. De modo que puede afirmarse que un tratamiento éticamente eficaz ha de significar siempre un intento de ayuda comprensiva para el paciente, no considerándolo como un ser potencialmente peligroso, sino como una persona con problemas y dificultades en el vivir. Para ello, será imprescindible el máximo respeto a su dignidad humana y que su tratamiento se efectúe, en todo lo posible, en un ámbito de libre encuentro y comunicación.
Está claro que en caso de internamiento forzoso, más que de derecho de tratamiento, habría que hablar de obligación de someterse a la autoridad médica que impone, sin discusión posible, ese tratamiento y al régimen de vida que impera en la institución. Tal «derecho médico», como también se le ha denominado, no es sino un tosco eufemismo para designar la absoluta obligatoriedad del enfermo de permanecer recluido, sin otra opción posible, de recibir tratamiento y de ser objeto de medidas represivas y degradantes. Como dijera Thomas Szasz, confundir el derecho con la obligación es como confundir la propiedad con el robo, como no querer distinguir el derecho al trabajo del trabajo forzado, de la esclavitud [2]. Y hasta tal punto se llegan a confundir las cosas que en muchos hospitales psiquiátricos se obliga a los enfermos a trabajar, a la llamada laborterapia, una terapia teóricamente curativa pero que en realidad sólo beneficia a las instituciones.
Verdaderamente, el tratamiento forzado nunca podrá llegar a curar a un paciente, jamás llegará a solucionar sus contradicciones y conflictos internos. Como mucho, únicamente logrará la normalización social de su conducta, no importa a costa de qué represiones y sufrimientos. Con tal normalización, el paciente no se sentirá auténticamente curado ni liberado de sus problemas, sino tan sólo adaptado a la sociedad. Con frecuencia, incluso esa normalización es poco duradera, y la «recaída» se produce fácilmente, porque los problemas de fondo no han sido resueltos ni tan siquiera clarificados, o por el abandono del tratamiento tras el alta, etc. En otras ocasiones el enfermo aceptará su «curación» normalizadora y tratará de mantenerla el máximo de tiempo posible, para evitarse probables conflictos con el medio exterior.
El derecho a la salud
Nunca debería ser confundido el denominado «derecho de tratamiento» con el derecho que todo paciente ha de tener a la salud, concebida ésta como la plena capacidad del individuo para gozar y trabajar. Y es evidente que, muy frecuentemente, los dispositivos y estructuras asistenciales distan mucho de poder ofrecer al usuario los recursos técnicos suficientes y adecuados para la recuperación, en lo posible, de la salud perdida en caso de enfermedad o alteración psíquica, por lo menos en el sector público. Por ello, el enfermo psíquico no sobrado de recursos económicos puede estar obligado al internamiento forzoso, a la pérdida de sus derechos civiles, a la pérdida de sus derechos civiles, a la toma masiva de medicamentos, al electrochoque, etc., al tiempo que se le niega el derecho a beneficiarse de las técnicas psicoterapéuticas, de las terapias de familia, de las terapias grupales, del psicoanálisis, etc. La desigualdad entre los distintos grupos o clases sociales es innegable.
Pero no se trata ahora de jerarquizar los tratamientos psiquiátricos, sino de definir el sentido de su utilización. De modo que puede afirmarse que un tratamiento éticamente eficaz ha de significar siempre un intento de ayuda comprensiva para el paciente, no considerándolo como un ser potencialmente peligroso, sino como una persona con problemas y dificultades en el vivir. Para ello, será imprescindible el máximo respeto a su dignidad humana y que su tratamiento se efectúe, en todo lo posible, en un ámbito de libre encuentro y comunicación.
Porque la
privación de su libertad y la violación de sus derechos suponen, por lo
general, un grave inconveniente, a veces difícilmente superable, para
el proceso terapéutico, en el que el paciente deberá ser siempre
participante activo. Es sabido cómo una mala experiencia de
internamiento puede dificultar la formación o la continuidad del vínculo
terapéutico necesario para la curación y provocar en el enfermo el
rechazo de cualquier tipo de asistencia psiquiátrica, lo que, como en un
círculo vicioso, puede favorecer la reiteración del tratamiento
coercitivo.
El tratamiento coercitivo irá desapareciendo en la medida en que la organización de la asistencia psiquiátrica deje de ser un subsistema institucionalizado de defensa social y de control de conductas desviadas, y se reconvierta en un auténtico servicio público para todos los usuarios, que decodifique la tradicional demanda de exclusión que pesa sobre el enfermo mental y le preste la atención terapéutica que realmente necesite como paciente. Sólo así la demanda psiquiátrica surgirá espontáneamente del propio sujeto y no será preciso el tratamiento obligatorio, salvo en casos excepcionales [3].
El poder médico
Desde la psiquiatría siempre se ha pretendido justificar el internamiento forzoso de los pacientes por su pretendido fin curativo. Aunque el tratamiento fuese contrario a la voluntad del sujeto, aunque fuese doloroso, degradante o deteriorante, aunque durase toda la vida, aunque desembocase en la muerte, todo quedaba legitimado porque la intención había sido terapéutica. Pero, por mucho que todo se hiciese de buena fe y por el bien de los enfermos, éstos no eran sino meras víctimas de los usos y abusos de los médicos. De todos modos, el presunto fin curativo del internamiento ha sido seriamente cuestionado, entre otras cosas, por el hecho de que, aún ahora, los manicomios estén superpoblados de enfermos con más de diez o veinte años de estancia y con muy escasas posibilidades de curarse y de reintegrarse en la sociedad.
En nuestro país durante más de cincuenta años, concretamente desde 1931 a 1983, infinidad de personas fueron confinadas por tiempo indefinido en los distintos manicomios públicos y privados, porque los médicos a instancias de la autoridad gubernativa, de los familiares o de cualquier súbdito español, certificaban sin reparos su peligrosidad de origen psíquico, su incompatibilidad para la convivencia social, su enfermedad psíquica o su toxicomanía inveterada. La inmensa mayoría de estos enfermos fueron privados ilimitadamente de su libertad y sin ningún tipo de garantía jurídica, pues la actuación del juez se reducía al «acuse de recibo» de una notificación del ingreso forzoso.
El tratamiento coercitivo irá desapareciendo en la medida en que la organización de la asistencia psiquiátrica deje de ser un subsistema institucionalizado de defensa social y de control de conductas desviadas, y se reconvierta en un auténtico servicio público para todos los usuarios, que decodifique la tradicional demanda de exclusión que pesa sobre el enfermo mental y le preste la atención terapéutica que realmente necesite como paciente. Sólo así la demanda psiquiátrica surgirá espontáneamente del propio sujeto y no será preciso el tratamiento obligatorio, salvo en casos excepcionales [3].
El poder médico
Desde la psiquiatría siempre se ha pretendido justificar el internamiento forzoso de los pacientes por su pretendido fin curativo. Aunque el tratamiento fuese contrario a la voluntad del sujeto, aunque fuese doloroso, degradante o deteriorante, aunque durase toda la vida, aunque desembocase en la muerte, todo quedaba legitimado porque la intención había sido terapéutica. Pero, por mucho que todo se hiciese de buena fe y por el bien de los enfermos, éstos no eran sino meras víctimas de los usos y abusos de los médicos. De todos modos, el presunto fin curativo del internamiento ha sido seriamente cuestionado, entre otras cosas, por el hecho de que, aún ahora, los manicomios estén superpoblados de enfermos con más de diez o veinte años de estancia y con muy escasas posibilidades de curarse y de reintegrarse en la sociedad.
En nuestro país durante más de cincuenta años, concretamente desde 1931 a 1983, infinidad de personas fueron confinadas por tiempo indefinido en los distintos manicomios públicos y privados, porque los médicos a instancias de la autoridad gubernativa, de los familiares o de cualquier súbdito español, certificaban sin reparos su peligrosidad de origen psíquico, su incompatibilidad para la convivencia social, su enfermedad psíquica o su toxicomanía inveterada. La inmensa mayoría de estos enfermos fueron privados ilimitadamente de su libertad y sin ningún tipo de garantía jurídica, pues la actuación del juez se reducía al «acuse de recibo» de una notificación del ingreso forzoso.
Lo que significaba
que cualquier persona sospechosa de enfermedad mental podía perder su
libertad sin tan siquiera tener la oportunidad de ser escuchada o de
poder recurrir contra el dictamen médico, siendo privada de facto de su
condición de sujeto titular de derechos. Tan sólo una minoría, aunque
nada despreciable, de enfermos que habían tenido problemas en relación
con el Código Penal fueron enviados a los manicomios por orden judicial,
a veces fuera de cualquier juicio contradictorio, sufriendo en ellos
unas condenas por lo general más prolongadas que las que les hubiesen
correspondido por el delito cometido.
Así lo disponía el decreto-ley sobre internamiento psiquiátrico de 1931, vigente hasta el mes de octubre de 1983, que en la práctica legalizaba lo que el Código Penal hubiese tipificado como detención ilegal o delito de coacciones. Tan evidente contradicción fue obviada por el referido decreto con el ingenuo eufemismo de que «la admisión involuntaria de un paciente psíquico sólo puede tener carácter de medio de tratamiento y en ningún caso de privación de libertad correccional». Aquel decreto, inspirado por prestigiosos psiquiatras de la época, venía a disponer que el tratamiento y la curación de los enfermos mentales era asunto exclusivo de la psiquiatría, liberándola en su praxis de todo tipo de trabas, incluidas las judiciales.
Así lo disponía el decreto-ley sobre internamiento psiquiátrico de 1931, vigente hasta el mes de octubre de 1983, que en la práctica legalizaba lo que el Código Penal hubiese tipificado como detención ilegal o delito de coacciones. Tan evidente contradicción fue obviada por el referido decreto con el ingenuo eufemismo de que «la admisión involuntaria de un paciente psíquico sólo puede tener carácter de medio de tratamiento y en ningún caso de privación de libertad correccional». Aquel decreto, inspirado por prestigiosos psiquiatras de la época, venía a disponer que el tratamiento y la curación de los enfermos mentales era asunto exclusivo de la psiquiatría, liberándola en su praxis de todo tipo de trabas, incluidas las judiciales.
Era un tiempo en que se tenia una fe
ciega en los progresos de la ciencia, incluida la ciencia psiquiátrica,
de al que se esperaba que podría solucionar los graves problemas de los
enfermos mentales, cuya libertad merecía la pena ser sacrificada en aras
de una práctica científica correcta. Se pensaba que el manicomio,
científicamente organizado, posibilitaría un mejor estudio y tratamiento
de las enfermedades mentales, olvidándose de que sus presuntos
portadores eran personas titulares de derechos civiles. Una postura
ingenua y bienintencionada, que coincidía con los planteamientos
científicos idealistas, muy propia de las actitudes de muchos de
nuestros republicanos [4].
Durante los casi cuarenta años de dictadura franquista el decreto de 1931 se mantuvo intacto, lo que, junto a otros factores contribuyó a un imparable expansionismo de los manicomios. Paulatinamente, se fue constatando, incluso por los propios psiquiatras, el carácter carcelario y represivo de esas instituciones, su ineficacia como instrumento terapéutico y sus efectos nocivos sobre los enfermos. Pese a todo, aquel decreto se ha mantenido vigente hasta 1983, en que fue derogado por anticonstitucional.
Derechos civiles para todos
Desde el mes de octubre de 1983 la práctica del internamiento psiquiátrico, y específicamente el no voluntario, ha quedado regulado por el artículo 211 del texto reformado del Código Civil, lo que ha significado que al enfermo mental se le reconozca su condición de ciudadano, sujeto de todos los derechos civiles, salvo en el caso, bastante infrecuente, de que haya sido declarado jurídicamente como incapaz. No hay, pues, una ley específica de internamiento psiquiátrico, pese a los propósitos iniciales del ministerio de Justicia, lo que hubiese supuesto el vulnerar el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley.
Según el citado artículo, el internamiento no voluntario de los enfermos psíquicos ha de ser evaluado y decidido por los médicos de la institución psiquiátrica, con criterios exclusivamente terapéuticos, y autorizado previamente por el juez de Primera Instancia correspondiente, o posteriormente en caso de urgencia. Esa autorización implica que el paciente, como presunto incapaz, ha de ser examinado por el juez, además de oir el dictamen de un facultativo por él designado, tras lo cual concederá o no esa autorización.
Así pues, el enfermo mental goza ahora de mayores garantías jurídicas y no puede ser internado en contra de su voluntad tan fácilmente como antes. El criterio de los médicos sigue siendo importante en el ingreso y en el alta de la institución, pero ha de someterse a la supervisión del juez, que actúa como garante de los derechos del paciente, De hecho, y en la medida en que la nueva normativa se ha ido cumpliendo, las hospitalizaciones psiquiátricas tienden a disminuir. Ciertamente, la demanda social de internamiento no ha descendido, pero ahora puede ser rechazada, neutralizada o derivada hacia estructuras asistenciales ambulatorias, si los médicos de guardia consideran que el ingreso no esta clínicamente justificado y no ha sido autorizado por el juez [5].
Por el contrario, ha ido aumentando la proporción de ingresos voluntarios, no siempre solicitados por el propio paciente, pues en muchos casos se efectúan con su consentimiento. Dadas las lógicas dificultades para el internamiento forzoso, se intenta siempre que el ingreso, si está médicamente indicado, sea aceptado voluntariamente por el enfermo, lo que a menudo exige que tanto los familiares como los médicos se esfuercen en persuadirlo de la conveniencia de su hospitalización y en conseguir su colaboración en el tratamiento: puede ser muy positivo como inicio del proceso terapéutico y evita desagradables antagonismos familiares, siempre que en la persuasión no se den coacciones, chantajes o engaños y que el enfermo sea debidamente informado de sus derechos.
Durante los casi cuarenta años de dictadura franquista el decreto de 1931 se mantuvo intacto, lo que, junto a otros factores contribuyó a un imparable expansionismo de los manicomios. Paulatinamente, se fue constatando, incluso por los propios psiquiatras, el carácter carcelario y represivo de esas instituciones, su ineficacia como instrumento terapéutico y sus efectos nocivos sobre los enfermos. Pese a todo, aquel decreto se ha mantenido vigente hasta 1983, en que fue derogado por anticonstitucional.
Derechos civiles para todos
Desde el mes de octubre de 1983 la práctica del internamiento psiquiátrico, y específicamente el no voluntario, ha quedado regulado por el artículo 211 del texto reformado del Código Civil, lo que ha significado que al enfermo mental se le reconozca su condición de ciudadano, sujeto de todos los derechos civiles, salvo en el caso, bastante infrecuente, de que haya sido declarado jurídicamente como incapaz. No hay, pues, una ley específica de internamiento psiquiátrico, pese a los propósitos iniciales del ministerio de Justicia, lo que hubiese supuesto el vulnerar el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley.
Según el citado artículo, el internamiento no voluntario de los enfermos psíquicos ha de ser evaluado y decidido por los médicos de la institución psiquiátrica, con criterios exclusivamente terapéuticos, y autorizado previamente por el juez de Primera Instancia correspondiente, o posteriormente en caso de urgencia. Esa autorización implica que el paciente, como presunto incapaz, ha de ser examinado por el juez, además de oir el dictamen de un facultativo por él designado, tras lo cual concederá o no esa autorización.
Así pues, el enfermo mental goza ahora de mayores garantías jurídicas y no puede ser internado en contra de su voluntad tan fácilmente como antes. El criterio de los médicos sigue siendo importante en el ingreso y en el alta de la institución, pero ha de someterse a la supervisión del juez, que actúa como garante de los derechos del paciente, De hecho, y en la medida en que la nueva normativa se ha ido cumpliendo, las hospitalizaciones psiquiátricas tienden a disminuir. Ciertamente, la demanda social de internamiento no ha descendido, pero ahora puede ser rechazada, neutralizada o derivada hacia estructuras asistenciales ambulatorias, si los médicos de guardia consideran que el ingreso no esta clínicamente justificado y no ha sido autorizado por el juez [5].
Por el contrario, ha ido aumentando la proporción de ingresos voluntarios, no siempre solicitados por el propio paciente, pues en muchos casos se efectúan con su consentimiento. Dadas las lógicas dificultades para el internamiento forzoso, se intenta siempre que el ingreso, si está médicamente indicado, sea aceptado voluntariamente por el enfermo, lo que a menudo exige que tanto los familiares como los médicos se esfuercen en persuadirlo de la conveniencia de su hospitalización y en conseguir su colaboración en el tratamiento: puede ser muy positivo como inicio del proceso terapéutico y evita desagradables antagonismos familiares, siempre que en la persuasión no se den coacciones, chantajes o engaños y que el enfermo sea debidamente informado de sus derechos.
Se trata de una especie de contrato
terapéutico, que implica que el enfermo puede abandonar el tratamiento
en cualquier momento y pedir el alta, lo que es preceptivo conceder, ya
que no se le puede retener en contra de su voluntad sin la previa
autorización judicial. Esta garantía, lógicamente, facilita la
aceptación voluntaria del ingreso.
Sin embargo, no son nada raros los internamientos fraudulentos y falsamente voluntarios, a lo que contribuye la tradicional sumisión del paciente frente a la institución psiquiátrica, su debilidad ante los médicos, la desinformación de sus derechos y la falta de apoyos sociales y familiares. En una encuesta realizada a los directores de treinta hospitales psiquiátricos, cuatro de ellos reconocieron implícitamente prácticas irregulares en los ingresos voluntarios: el paciente, desde el momento de su ingreso, quedaba comprometido a aceptar cuantas medidas terapéuticas estimase convenientes el equipo asistencial; se preveía la posibilidad de retenerlo durante quince días, aun en contra de su voluntad; o el alta voluntaria podía estar condicionada a la conformidad de la familia, lo que significaba la conversión del paciente en un menor de edad.
Por otra parte, se da la paradoja de que enfermos que demandan por si mismos el ingreso, sin el apoyo o la presión de los familiares, son rechazados de los servicios psiquiátricos, sin tan siquiera ser derivados a otros centros o dispositivos asistenciales ni ofrecérseles alternativas viables para sus problemas. Son gentes que pueden incluso presentar una patología psiquiátrica más o menos importante, pero que carecen de suficiente poder contractual para ser atendidos adecuadamente.
Sin embargo, no son nada raros los internamientos fraudulentos y falsamente voluntarios, a lo que contribuye la tradicional sumisión del paciente frente a la institución psiquiátrica, su debilidad ante los médicos, la desinformación de sus derechos y la falta de apoyos sociales y familiares. En una encuesta realizada a los directores de treinta hospitales psiquiátricos, cuatro de ellos reconocieron implícitamente prácticas irregulares en los ingresos voluntarios: el paciente, desde el momento de su ingreso, quedaba comprometido a aceptar cuantas medidas terapéuticas estimase convenientes el equipo asistencial; se preveía la posibilidad de retenerlo durante quince días, aun en contra de su voluntad; o el alta voluntaria podía estar condicionada a la conformidad de la familia, lo que significaba la conversión del paciente en un menor de edad.
Por otra parte, se da la paradoja de que enfermos que demandan por si mismos el ingreso, sin el apoyo o la presión de los familiares, son rechazados de los servicios psiquiátricos, sin tan siquiera ser derivados a otros centros o dispositivos asistenciales ni ofrecérseles alternativas viables para sus problemas. Son gentes que pueden incluso presentar una patología psiquiátrica más o menos importante, pero que carecen de suficiente poder contractual para ser atendidos adecuadamente.
Por eso, intentan forzar su ingreso, y a veces lo
consiguen, exagerando su sintomatología, provocando escándalos en la vía
pública, embriagándose, mostrando conductas violentas o amenazando con
suicidarse, lo que indica que, dada la escasez de camas existentes y por
la mejora del hábitat y del trato en muchos servicios psiquiátricos, la
peligrosidad o la incompatibilidad con el medio social, frecuentemente
hostil e inhospitalario, continúa siendo indicación principal para el
internamiento psiquiátrico, aunque este sea voluntario [6].
El miedo a la locura
Lamentablemente, en muchos casos de internamiento no voluntario las garantías del enfermo son más simbólicas que reales, pues a menudo la autorización judicial se da sin el preceptivo examen del mismo, ni antes ni después de su ingreso, quedando así en clara situación de indefensión. Y el internamiento se puede prolongar indefinidamente cuando el juez, como sucede con frecuencia, no reciba información sobre la necesidad de mantener la hospitalización psiquiátrica, ni siquiera cada seis meses según es obligado. Los problemas burocráticos y la proverbial lentitud de los trámites judiciales, así como la presencia de criterios defensistas y fatalistas sobre la locura en muchos jueces, hace que en la práctica el interno no tenga suficientes garantías jurídicas y siga sometido a la arbitrariedad y a los abusos de siempre.
El miedo a la locura
Lamentablemente, en muchos casos de internamiento no voluntario las garantías del enfermo son más simbólicas que reales, pues a menudo la autorización judicial se da sin el preceptivo examen del mismo, ni antes ni después de su ingreso, quedando así en clara situación de indefensión. Y el internamiento se puede prolongar indefinidamente cuando el juez, como sucede con frecuencia, no reciba información sobre la necesidad de mantener la hospitalización psiquiátrica, ni siquiera cada seis meses según es obligado. Los problemas burocráticos y la proverbial lentitud de los trámites judiciales, así como la presencia de criterios defensistas y fatalistas sobre la locura en muchos jueces, hace que en la práctica el interno no tenga suficientes garantías jurídicas y siga sometido a la arbitrariedad y a los abusos de siempre.
Muchas veces la presión de los familiares, que antes pesaba sobre los
médicos, ahora se ejerce sobre los jueces, que suelen actuar, por
cautela y desconfianza, en contra del paciente, autorizando su ingreso
forzoso, aun sin haberlo examinado, y a favor de los intereses de los
familiares. Incluso ocurre no raramente que la «autorización judicial»
adopta el carácter de orden de internamiento: más de un médico ha sido
procesado por desacato al no estimar conveniente algún internamiento no
voluntario que había sido «autorizado» por el juez.
De modo que muchos enfermos psíquicos realmente no tienen a nadie que vele por sus derechos y los defienda de la arbitrariedad, y continúan siendo seres marginales, sin intereses patrimoniales que promuevan a su tutela real, sin vínculos familiares ni sociales que posibiliten su reinserción en la sociedad. La indefensión de los internos en los manicomios no se da sólo en lo relativo a su situación de libertad, sino además en lo referente al trato que reciben y a los tratamientos a que puedan ser sometidos, a menudo excesivos, iatrogénicos e incluso atentatorios contra su integridad física y psíquica y que ellos no pueden rechazar ni siquiera denunciar, porque hasta pueden ser incomunicados con el medio exterior por «razones médicas».
La situación es mucho peor para los miles de enfermos crónicos que llevan diez, veinte y hasta treinta años recluidos en las instituciones psiquiátricas, auténticos sepultados en vida y olvidados de todos. Puesto que la inmensa mayoría de ellos son ciudadanos en una sociedad democrática, algo debería hacerse para reconocérseles en la práctica sus derechos constitucionales, revisando caso por caso su actual situación jurídica y aplicando las garantías del Código Civil. Según la nueva normativa vigente, todos estos internos tendrían el derecho a salir de los manicomios, salvo razón médica de urgencia, comunicada al juez y aceptada por éste de forma expresa. Salvo estos casos y los que estuviesen legalmente incapacitados, los demás pasarían a ser residentes voluntarios, con un estatus similar al de los asilados en las residencias de ancianos.
De modo que muchos enfermos psíquicos realmente no tienen a nadie que vele por sus derechos y los defienda de la arbitrariedad, y continúan siendo seres marginales, sin intereses patrimoniales que promuevan a su tutela real, sin vínculos familiares ni sociales que posibiliten su reinserción en la sociedad. La indefensión de los internos en los manicomios no se da sólo en lo relativo a su situación de libertad, sino además en lo referente al trato que reciben y a los tratamientos a que puedan ser sometidos, a menudo excesivos, iatrogénicos e incluso atentatorios contra su integridad física y psíquica y que ellos no pueden rechazar ni siquiera denunciar, porque hasta pueden ser incomunicados con el medio exterior por «razones médicas».
La situación es mucho peor para los miles de enfermos crónicos que llevan diez, veinte y hasta treinta años recluidos en las instituciones psiquiátricas, auténticos sepultados en vida y olvidados de todos. Puesto que la inmensa mayoría de ellos son ciudadanos en una sociedad democrática, algo debería hacerse para reconocérseles en la práctica sus derechos constitucionales, revisando caso por caso su actual situación jurídica y aplicando las garantías del Código Civil. Según la nueva normativa vigente, todos estos internos tendrían el derecho a salir de los manicomios, salvo razón médica de urgencia, comunicada al juez y aceptada por éste de forma expresa. Salvo estos casos y los que estuviesen legalmente incapacitados, los demás pasarían a ser residentes voluntarios, con un estatus similar al de los asilados en las residencias de ancianos.
Sin embargo, en la práctica y después de cinco
años, la gran mayoría de los «crónicos» siguen padeciendo la misma
situación de siempre, como internados forzosos y con sus derechos
restringidos, ante el temor fabricado de poner en la calle a toda esa
gente, desencadenar el pánico entre la población y desestabilizar la
convivencia social. En la realidad el reconocimiento de los derechos
constitucionales de estos enfermos no generaría el menor caos social,
porque casi todos ellos optarían por seguir alojados en las
instituciones, que, eso sí, tendrían que renunciar a sus tradicionales
métodos coactivos.
No, los locos no son ni han sido nunca una amenaza social. Pero tal vez siga interesando el manipularlos y presentarlos públicamente como un grave peligro para el orden social. Así lo pontificaba hace algunos años el diario más influyente del país en un sesudo (?) editorial: «La locura como amenaza», en el que se lamentaba de que «hoy, en España, predomina la teoría del tratamiento en régimen abierto y el derecho a la libertad». Desgraciadamente, no era, no es y probablemente no será cierto. Aquí sigue manipulándose el miedo a la libertad, el miedo a la locura, el secular oscurantismo y el dejar todo atado y bien atado, desde los centros de poder y de la comunicación uniformada.
Aún en la democracia, nuestros mentores continúan prefiriendo el orden a la justicia. Los perjuicios serán, como siempre, para los de abajo, para los más débiles, para los que no tienen el uso de la palabra.
No, los locos no son ni han sido nunca una amenaza social. Pero tal vez siga interesando el manipularlos y presentarlos públicamente como un grave peligro para el orden social. Así lo pontificaba hace algunos años el diario más influyente del país en un sesudo (?) editorial: «La locura como amenaza», en el que se lamentaba de que «hoy, en España, predomina la teoría del tratamiento en régimen abierto y el derecho a la libertad». Desgraciadamente, no era, no es y probablemente no será cierto. Aquí sigue manipulándose el miedo a la libertad, el miedo a la locura, el secular oscurantismo y el dejar todo atado y bien atado, desde los centros de poder y de la comunicación uniformada.
Aún en la democracia, nuestros mentores continúan prefiriendo el orden a la justicia. Los perjuicios serán, como siempre, para los de abajo, para los más débiles, para los que no tienen el uso de la palabra.
Revista Archipiélago, número 2, págs. 41-49, 1989.
NOTAS:
[1] Robert Castel, «La contradicción psiquiátrica», trabajo incluido en el libro Los crímenes de la paz, editado por Franco Basaglia y Franca Basaglia Ongaro y publicado en castellano por Siglo XXI.
[2] Thomas Szasz, Ideología y enfermedad mental, editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1986.
[3] Enrique González Duro, «Psiquiatría y derechos humanos», Revista de Derechos Humanos, verano 1983.
[4] Rodrigo Bercovitz, La marginación de los locos y el derecho, editorial Taurus, Madrid, 1976.
[5] Enrique González Duro, «Demanda y oferta de hospitalización psiquiátrica», Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, número 24, enero-marzo, 1988.
[6] Comisión de Legislación de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, «Reflexiones sobre la práctica del internamiento psiquiátrico», Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, número 18, julio-septiembre de 1986.
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