La
muerte de Nelson Mandela ha precipitado una catarata de
interpretaciones sobre su vida y su obra, todas las cuales lo presentan
como un apóstol del pacifismo y una especie de Madre Teresa de
Sudáfrica. Se trata de una imagen esencial y premeditadamente
equivocada, que soslaya que luego de la matanza de Sharpeville, en 1960,
el Congreso Nacional Africano (CNA) y su
líder, precisamente Mandela, adoptan la vía armada y el sabotaje a
empresas y proyectos de importancia económica pero sin atentar contra
vidas humanas. Mandela recorrió diversos países de África en busca de
ayuda económica y militar para sostener esta nueva táctica de lucha.
Cayó preso en 1962 y, poco después, se le condenó a cadena perpetua, que
lo mantendría relegado en una cárcel de máxima seguridad, en una celda
de dos por dos metros, durante 25 años, salvo los dos últimos años en
los cuales la formidable presión internacional para lograr su liberación
mejoraron las condiciones de su detención.
Mandela, por lo tanto, no fue un
“adorador de la legalidad burguesa” sino un extraordinario líder
político cuya estrategia y tácticas de lucha fueron variando según
cambiaban las condiciones bajo las cuales libraba sus batallas. Se dice
que fue el hombre que acabó con el odioso “apartheid” sudafricano, lo
cual es una verdad a medias. La otra mitad del mérito le corresponde a
Fidel y la Revolución Cubana, que con su intervención en la guerra civil
de Angola selló la suerte de los racistas al derrotar a las tropas de
Zaire (hoy, República Democrática del Congo), del ejército sudafricano y
de dos ejércitos mercenarios angoleños organizados, armados y
financiados por EEUU a través de la CIA. Gracias a su heroica
colaboración, en la cual una vez más se demostró el noble
internacionalismo de la Revolución Cubana, se logró mantener la
independencia de Angola, sentar las bases para la posterior emancipación
de Namibia y disparar el tiro de gracia en contra del “apartheid”
sudafricano.
Por eso, enterado del resultado de la crucial batalla de
Cuito Cuanavale, el 23 de Marzo de 1988, Mandela escribió desde la
cárcel que el desenlace de lo que se dio en llamar “la Stalingrado
africana” fue “el punto de inflexión para la liberación de nuestro
continente, y de mi pueblo, del flagelo del `apartheid`.” La derrota de
los racistas y sus mentores estadounidenses asestó un golpe mortal a la
ocupación sudafricana de Namibia y precipitó el inicio de las
negociaciones con el CNA que, a poco andar, terminarían por demoler al
régimen racista sudafricano, obra mancomunada de aquellos dos
gigantescos estadistas y revolucionarios. Años más tarde, en la
Conferencia de Solidaridad Cubana-Sudafricana de 1995 Mandela diría que
“los cubanos vinieron a nuestra región como doctores, maestros,
soldados, expertos agrícolas, pero nunca como colonizadores.
Compartieron las mismas trincheras en la lucha contra el colonialismo,
subdesarrollo y el “apartheid”…
Jamás olvidaremos este incomparable
ejemplo de desinteresado internacionalismo”. Es un buen recordatorio
para quienes ayer y todavía hoy hablan de la “invasión” cubana a Angola.
Cuba pagó un precio enorme por este noble
acto de solidaridad internacional que, como lo recuerda Mandela, fue el
punto de inflexión de la lucha contra el racismo en África. Entre 1975 y
1991 cerca de 450.000 hombres y mujeres de la isla pararon por Angola
jugándose en ello su vida. Poco más de 2600 la perdieron luchando para
derrotar el régimen racista de Pretoria y sus aliados. La muerte de ese
extraordinario líder que fue Nelson Mandela es una excelente ocasión
para rendir homenaje a su lucha y, también, al heroísmo
internacionalista de Fidel y la Revolución Cubana.
*Director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini
Atilio A. Boron*
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