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sábado, 4 de enero de 2014

George Orwell, escritor y revolucionario


Capi Vidal ⎮Reflexiones desde Anarres ⎮3 enero 2014


Recordamos a Eric Arthur Blair (1903-1950), más conocido como George Orwell, un autor que supo conciliar de forma sobresaliente su faceta de escritor con su compromiso político y sus experiencias revolucionarias. Además, reproducimos uno de sus escritos,Por qué escribo, que puede verse como una presentación de su obra en la que se fusionan política y literatura; la obra y la vida de Orwell serían inseparables.
El mundo podría llegar a ser como el de 1984, puesto que ya lo es en alguna de sus facetas. Orwell, al proyectar ficticiamente el horror a sus últimas consecuencias, nos sitúa frente a nuestra responsabilidad, y esa responsabilidad supone la esperanza, que lleva a la lucha para impedir que 1984 pueda cumplirse en cualquier otro año. Julio Cortazar.
Eric Arthur Blair -auténtico nombre del autor de 1984- nos dejo sus valiosas vida y obra como ejemplo y advertencia contra la tiranía que tanto odiaba y que le llevó a combatir la sublevación fascista en España donde el contacto con hombres y mujeres revolucionarios le llevo a confiar más que nunca en un mundo socialista despejado de toda autoridad. Su obra literaria conlleva un compromiso político ya desde su primer libro importante, Sin blanca en París y Londres, donde se detalla la repercusión económica sobre la gente más humilde en la crisis económica de finales de los años treinta. Sorprendentemente, y a pesar de su condición de hombre pacifista y progresista, su educación le influyó para ingresar en la policía imperial, lo que le llevó a Birmania, donde conoció la verdad del horror de la política imperialista de su país. Esto le marcó definitivamente y forjo su pensamiento político hacia posiciones netamente antiimperialistas reflejado en algunas de sus primeras novelas. El joven Eric decidió firmemente situarse al lado de los oprimidos y abandonó asqueado su condición de servidor colonial; vivió en París y Londres en los sitios más miserables y al cabo de cierto tiempo logró publicar sus primero libros, pero no logró la plena consolidación debido a su carácter rebelde, algo que le llevaba a negarse a ser un asalariado.


Su editor Victor Gollanz le propuso escribir una obra basada en las condiciones de vida de los obreros del norte de Inglaterra. El contacto con esta gente, muchos de ellos militantes comunistas y socialistas, las visitas a las minas y al hogar de los trabajadores tuvieron gran importancia en el acercamiento definitivo de Orwell al socialismo. La obra resultante de estas experiencias fue El camino de Wigan Pier. Al desencadenar la sublevación fascista la revolución y el enfrentamiento civil, Orwell tomo la decisión de combatir en defensa de la República. En principio él creía en una república fuerte que se enfrentara al fascismo, pero al unirse a una milicia del POUM y estar en contacto con los combatientes revolucionarios le llevo a posiciones cercanas al anarquismo. Esto supuso una confirmación de sus convicciones y reafirmó su fe en un socialismo libertario. Puede decirse sin ambages que Eric Blair se convierte  a mediados de 1937, por sus experiencias en Barcelona, en un antiautoritario y en contrario a todo totalitarismo, lo que ampliaba notablemente su condición antifascista. En la guerra española, enseguida comprobó que los grupos republicanos aplastaron la revolución recomponiendo los clásicos pilares burgueses, políticos y sociales, y acabando con toda liberación social. Cuando el POUM fue suprimido y sus dirigentes perseguidos o asesinados -la CNT y la organización anarquista era demasiado poderosa para que la ofensiva contrarrevolucionaria llegara tan lejos- Orwell ya tenía un amplio concepto de la situación. Todas sus vivencias y criterios quedarían reflejados en Homenaje a Cataluña y en la selección de escritos que forma Mi guerra civil española.



Orwell concebía el arte como un compromiso por la verdad; el dilema del arte por el arte, es decir, el arte como fin en sí mismo, quedaba resuelto, no con la defensa de ortodoxia alguna, sino luchando para eludir la mentira. Así, los escritos políticos de Orwell quedaban convertidos en arte al hablar libremente de las cosas que conmovían al autor; como ya hemos dicho, una de las grandes denuncias de Orwell era el totalitarismo concretado en el estalinismo, una de las grandes falsedades del siglo XX al promover la esperanza de la emancipación del proletariado.


 Esa denuncia del totalitarismo, y no únicamente estalinista, quedará reflejada en sus dos grandes obras: 1984 y Rebelión en la granja; en ellas puede apreciarse lo que son los rasgos totalitarios: la supresión de la historia  en base a la manipulación y destrucción del pasado, a la expoliación de la memoria colectiva y a la negación de una apertura al futuro. Una de las grandes valías de George Orwell se encuentra en la sobresaliente conciliación que realiza entre literatura y política hasta el punto de que ambas disciplinas se confunden en su obra; escritor y revolucionario quedan fusionados en una sola persona.


La guerra de España y otros acontecimientos ocurridos en 1936-1937 cambiaron las cosas, y desde entonces supe donde me encontraba. Cada línea en serio que he escrito desde 1936 ha sido escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático como yo lo entiendo. George Orwell.


Por qué escribo, por George Orwell


Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros. Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. 


Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan solo recuerdo de esa “creación” que trataba de un tigre y que el tigre tenía “dientes como de carne”, frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de “Tigre, tigre”, de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados “poemas de la naturaleza” en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años. Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho.


 Aparte de los ejercicios escolares, escribí versos de circunstancias, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de los más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una “historia” continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi “narración” de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. 


Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: “Empujo la puerta y entro en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzo hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca”, etc, etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la “narración” reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.



Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos y las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novela naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes, y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.


 Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nuca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir.


Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:


1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea, con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta. Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente les ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.



2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte, en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.


3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.


4. Propósito político, y empleo la palabra “político” en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. 




La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política. Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando “naturaleza” como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado.


 Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez e la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me haría entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la Guerra Civil Española, etc.


Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esto temas. Todos escriben sobre ello de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual. Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte.


 Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: “Voy a hacer un libro de arte”. Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional considera irrelevante. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia.



Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar. No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la Guerra Civil Española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. 


Procuré decir en él toda la verdad sin violentar a mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un años o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: “¿Por qué ha metido usted todo eso?” me dijo. “Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo.” Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. 


Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombre inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro. De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente y con más exactitud.


En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito un novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida. Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir. Mirando la última página o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. 


No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea sin que le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que sabemos, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad.


La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.


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