Bienvenidos a una ciudad que
duplica la población de Irlanda, con un PIB equivalente al de Suecia y
que maneja más de dos veces el nivel de ingresos de Singapur.
Una metrópoli donde los servicios financieros, el turismo y la industria
del entretenimiento mueven cientos de miles de millones, que habla más
idiomas diferentes que cualquier otra urbe del globo y un tercio de la
población ha nacido fuera del país.
Un espacio en el que las viviendas de los
diez barrios más ricos equivalen al valor del mercado de la propiedad de
Escocia, Gales e Irlanda del Norte juntos y donde el precio medio de
una casa se acerca peligrosamente al medio millón de euros. Bienvenidos a
Londres , según su alcalde, “la ciudad más grande de la Tierra”,
territorio de contrastes y poseedor de una de las mayores brechas del
planeta en relación al país que la alberga.
Londres se aloja en uno de los sistemas más centralizados. Pese a que, en primera instancia, la acumulación siempre juega a su favor, es el Gobierno central el que maneja las competencias y, en un contexto en el que cualquier londinense contribuye al PIB nacional un 70% más que el británico medio, es difícil prever que el Estado abra la mano en materia de transferencias, especialmente en el ámbito fiscal.
Este panorama deja a Londres en desventaja en relación a las urbes que juegan en su liga: si sólo el 17% de lo que recauda de individuos y negocios se queda en las arcas locales, en casos como Nueva York el porcentaje se va hasta el 50%.
Aunque la independencia de Londres es una quimera, los esfuerzos de sus responsables políticos, independientemente de ideologías, por avanzar hacia un modelo de mayor entidad competencial no han cesado desde que en el año 2000 se reconstituyese la autoridad municipal que en 1986 había abolido Margaret Thatcher.
Si el anterior alcalde, Ken Livingstone, había asegurado que, “viendo el éxito de Singapur, cualquier cosa por debajo de una ciudad-estado independiente sería una oportunidad perdida” para Londres , el actual regidor, el conservador Boris Johnson, constituyó una Comisión de Finanzas que el pasado año recomendó, entre otras innovaciones, que la capital asumiese el control de todo impuesto relacionado con la propiedad, una tarta de 14.500 millones de euros que permitiría acometer los tan necesarios proyectos de infraestructuras y vivienda para una urbe que se prevé haya crecido de los actuales 8,2 millones de habitantes a 10 millones en 2030.
El Tesoro se ha limitado a considerar la propuesta como “interesante”, pero las dificultades prácticas de otorgar poderes de tasación a Londres podrían generar arriesgados desequilibrios en relación a las demás ciudades de Inglaterra. Para Johnson y muchos economistas, sin embargo, la importancia económica de la capital justifica las medidas extraordinarias.
Londres recauda más en impuestos de lo que recibe en gasto público y las estadísticas evidencian la necesidad de una agenda adaptada. La incierta recuperación británica torna robustez en la capital: en los peores años de la crisis, creció un 12,5% y, frente al modelo de tipos bajos para estimular el consumo, la capital precisa una subida para controlar el alza inmobiliaria.
Una estrategia de baja presión tributaria permitiría profundizar en la vocación de Londres como centro internacional de negocios e intercambio comercial.

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