Lúmpenes y gentuza
Cuando uno se equivoca debe reconocerlo.
Aunque las frases que uno diga puedan sacarse de contexto hay que asumir
sin excusas el efecto de las mismas. Decir, en el contexto que sea,
“Eran lúmpenes, gentuza de clase más baja que la nuestra” requiere una
explicación, más allá de mis intenciones y de las de los dedos
acusatorios.
Tras la publicación y difusión de la
“noticia” por parte de eldiario.es que se hacía eco del inaceptable
clasismo de mi afirmación, muchos amigos se apresuraron en arroparme.
Algunos recordaron en las redes sociales lo que decía Marx del
lumpemproletariado; otros me hablaron de los orígenes, por lo visto
aristocráticos y neonazis, del editor del vídeo objeto de la polémica;
otros, finalmente, manifestaron su escándalo por el nivel periodístico
demostrado por una publicación supuestamente decente como eldiario.es.
Agradezco los apoyos pero cuando uno se equivoca toca dar la cara y dar
explicaciones más allá de otras cuestiones. Por otra parte, seríamos muy
ingenuos si pensáramos que aquellos a los que no les gustamos, sean de
izquierdas, neonazis, dirigentes del PSOE, del PP o periodistas del
periódico de Nacho Escolar, fueran a jugar limpio. En la política y en
el periodismo la limpieza y la elegancia son poco frecuentes y cuando
uno sale a la palestra debe asumir que el campo de batalla está plagado
de minas. No hay que lloriquear ni quejarse por eso; el terreno de juego
es así.
Así que aquí va la explicación.
Todo arranca con una historia de militantes de clase media long time ago.
En torno al mes de diciembre de 2002 se
produjo un incidente en el Centro Social (Okupado y Autogestionado) El
Laboratorio en el barrio madrileño de Lavapies, donde yo pasaba muchas
horas de mi vida. Militaba entonces en el Movimiento de Resistencia
Global que tenía en aquel centro social su centro de reuniones y
actividades. Eran aquellos tiempos de una militancia difícil, en los
que, cotidianamente, llevábamos a cabo iniciativas de desobediencia
civil en la que nos jugábamos mucho; a veces el físico y a veces la
libertad. Además, como buenos militantes izquierdistas, discutíamos
mucho sobre cómo cambiar el mundo. De aquella época surgieron lealtades
de esas que llaman inquebrantables entre compañeros que seguimos
haciendo política juntos. Pero vayamos al incidente.
Un grupo de
personas, digamos para no ofender a nadie “en situación de riesgo
social” entró en el centro social y a través de un butrón intentó robar
la mesa de mezclas de unos músicos que ensayaban en El Laboratorio. Los
músicos en cuestión sorprendieron a los ladrones (siguiendo con la
corrección, gente quizá llevada por la necesidad) y a duras penas
pudieron recuperar su mesa de mezclas.
Los “asaltantes” no se retiraron
sino que increparon a los músicos que al parecer, estaban perdiendo la
paciencia. Fue entonces cuando algunos compañeros requirieron, maldita
la hora, el concurso de mis modestos esfuerzos y el de los dos
compañeros que me acompañaban (con los que departía seguramente de las
virtudes de la noción negriana de soberanía imperial para comprender el
proceso de globalización económica) para que tratáramos de apaciguar los
ánimos y así evitar una reyerta que parecía inminente.
Allí
fuimos, con más recelo que determinación y, tras evaluar una situación
que sin duda nos sobrepasaba, tratamos de acompañar a uno de los cacos
(sin duda víctima de una sociedad injusta), el más agresivo (seguramente
por razones sociales irresistibles), hasta el metro de Embajadores. A
medio camino, aquel hombre (que sin duda tuvo una infancia horrible)
tomó una botella. Uno de mis compañeros regresó al Laboratorio a pedir
ayuda, pues estábamos muertos de miedo ante la nueva circunstancia.
Finalmente nuestro querido Jean Valjean rompió la botella y atacó al
compañero que me quedaba para el cada vez menos desigual “combate”. Vi a
mi amigo, que casi perdió un ojo, en el suelo recibiendo botellazos y
más movido por el miedo que por el arrojo me fui a por aquel muchacho,
que bien podría haberme enamorado como personaje de las imprescindibles
“La estanquera de Vallecas” o “Navajeros” de Eloy de La Iglesia (el cine
quinqui de Don Eloy era una de la mayores delicias de las que
disfrutábamos entonces los empollones marxistas).
Pero aquello no era
una peli y, con más voluntad que fortuna, porque tres o cuatro golpes
bastaron para que me rompiera el nudillo, logré apartarle de mi amigo al
tiempo que el tercer compañero lograba llegar con los “refuerzos” (los
refuerzos, por cierto, se quejaron de la forma excesivamente masculina
de la situación y nos emplazaron a reflexionar sobre lo mal que habíamos
hecho las cosas). Resultado: el tipo que podía haber sido José Luís
Manzano Agudo de haber nacido antes se retiró a pié (quizá algo
dolorido) y mi amigo y yo acabamos en urgencias: él con un corte en la
cornea, yo con un hueso de la mano rota y ambos castigados con no salir
de nuestro cuarto hasta haber terminado de leer “Gender Trouble”, la
fantástica obra de Judith Butler que nos hizo superar por fin los
debates sobre “Imperio” de Negri y Hardt.
¿Por qué conté esta historia, mucho peor
que aquí, en aquella charla con Nega que aparece en el vídeo?
Básicamente para explicar las contradicciones de la militancia
“revolucionaria” cuando se encuentra de frente a la realidad social más
cruda. Allí estábamos tres izquierdistas, dos de ellos universitarios y
el tercero profesional de trabajos verticales (ni siquiera contar con un
obrero de verdad nos salvó), enfrentándonos a un problema que no era
teórico, ni identitario, ni resoluble por una asamblea, sino la simple
gestión de un incidente de orden, de esos que provocan que llegue la
policía y te diga condescendientemente: ¿Vosotros queréis hacer la
revolución?.
Yo quería explicar que incidentes como
aquel son los que ridiculizan ciertos planteamientos extremistas que
entienden el mundo como un enfrentamiento entre las fuerzas del Estado y
del revisionismo frente a las fuerzas de la Revolución. Y es que a
veces ocurre que, mientras un grupo de militantes discute de lo tostón
que es Mandel y de lo esquemática que es Marta Harnecker, llegan un
chorizos a robar en tu “espacio liberado” y no eres capaz de defenderte
sin romperte la mano o estar a punto de quedarte tuerto. Conté aquella
anécdota a la gente jovencísima que vino a aquella charla para demostrar
que “los universitarios revolucionarios” hicimos el ridículo al ser
incapaces de gestionar aquella situación.
Es obvio que no lo hice bien. Al hablar
de lúmpenes como gentuza de clase baja fui muy torpe y me puse yo solito
en el disparadero. Ojala hubiera sido tan hábil como Buñuel cuando se
burlaba del buenismo cristiano y de la izquierda en Viridiana,
demostrando que la pobreza es fea y que los pobres no encarnan
necesariamente elevados valores humanos. Pero no lo conseguí y la frase
quedó espantosa.
La cosa tiene además su ironía.
Cualquiera que haya asistido a mis cursos en la facultad me habrá
escuchado referirme, cuando explico el colonialismo, a los análisis de
Frantz Fanon que ponía el acento sobre la incapacidad de la izquierda
europea para entender el papel revolucionario que el lumpemproletariado
tenía en el tercer mundo, frente al papel contrarrevolucionario de la
minúsculas clases trabajadoras asociadas a las burguesías importadoras.
Lo cierto es que, al final, no voy ni a poder excusarme en Marx.
Fui arrogante al mezclar de manera muy
desafortunada la terminología sociológica marxista con una pose irónica y
provocadora para burlarme de las contradicciones de la izquierda; fui
escasamente didáctico y un irresponsable por no ser consciente de que,
al aceptar mi propia sobreexposición pública, no me puedo permitir
ningún desliz como este.
Así que acepten mis disculpas.
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