Cuando la piña era el símbolo de los pudientes y la langosta la rechazaban hasta los reclusos
Aunque a menudo parece que las clases sociales están separadas por un muro infranqueable, una distancia insalvable o una enorme valla con cuchillas, siempre nos acabamos topando con alguna historia que demuestra que las reglas se han creado para que alguien se las salte. La que os venimos a contar es un ejemplo.
En la señorial Inglaterra del siglo XVIII, cuando una familia de clase pudiente decidía darse un homenaje, en el banquete no faltan las más suculentas viandas. Deliciosa carne de jabalí, el pescado más fresco del condado, las patatas más sabrosas fruto de una huerta cuidada con mucho mimo por sus súbditos… Y piña.
Mucha, mucha piña.
Si algún alimento debía estar presente en la mesa de una familia de la aristocracia, sobre todo si aún aspiraba a subir algún que otro peldaño en la escala social, era la piña. Mientras tanto, en las plantas bajas de la casa, después de haber servido la cena, los siervos no tenían otra cosa que llevarse a la boca que marisco.
A veces no tenían más remedio que tragarse una mísera langosta…
¡¿Misera langosta?! Sí, tal como lo lees. La piña, ese fruto tropical que descubrió el bueno de Cristobal Colón cuando se topó con tierras americanas, y que no dudó en traer a Europa, desembarcó en las islas británicas en el siglo XVII. Durante aquella centuria, la piña pasó sin pena ni gloria por los hogares de Inglaterra hasta que los ‘hipsters’ de la época decidieron que esa fruta lo petaba. Era la caña. Por eso, un siglo después de su llegada, se convirtió en el símbolo de la opulencia de las altas esferas sociales.
Cuentan las leyendas que los pertenecientes al estamento privilegiado paseaban por la calle acompañados de sus mejores piñas. Si por entonces llevabas una bajo el brazo, podías considerarte el auténtico rey del mambo.
Como los modernos de hoy en día, que llevan gatos por barbas, los aristócratas ingleses portaban estos frutos de la madre naturaleza hasta que su estado de descomposición era notable y, en lugar de despertar la admiración de sus conciudadanos, empezaban a dar cierta pena. Es más, si eso sucedía antes de una cita importante con otros de su misma calaña, podían incluso alquilar piñas como complemento a sus mejores galas.
Tal era el valor de este alimento que los británicos llegaban a pagar por una piña la friolera de lo que ahora serían 5.000 libras (6.064 euros). Aunque suena a broma, no lo es: hubo quien se lo tomó tan en serio que renunció a comprar un carruaje por tener piñas. ¿Aún no te lo crees? ¿No sales de tu asombro? He aquí los vestigios de la época dorada de la piña que todavía podemos encontrar en diversos rincones de la mismísima capital de Inglaterra.
Al otro lado del muro…
Y mientras la clase más pudiente de la sociedad británica se deleitaba con el manjar tropical, a aquellos a los que la diosa fortuna puso al otro lado del muro, y que no tenían dinero suficiente para comprar piña, tenían que conformarse con comer langosta. Por increíble que parezca, esta ‘delicatessen’ marina fue considerada un alimento de la clase más baja hasta mediados del siglo XIX.
Tanto es así que se le daba a los reclusos en las prisiones y algunos estados llegaron a establecer por ley que no se alimentase a los presos con langosta más de dos veces por semana. Lo consideraban un castigo demasiado cruel. Había quien lo llegaba a equiparar con comer ratas y, desde luego, los funcionarios de las cárceles se negaban a almorzar langosta a menudo.
En el primer Acción de Gracias comieron langosta
En Norteamérica, no fue hasta mediados de siglo cuando estos manjares comenzaron a endulzar el paladar de las altas esferas. Antes de que a los ‘hispters’ estadounidenses les diese por degustar estas viandas, se habían convertido en el alimento de los desfavorecidos. Pero finalmente los ‘indies’ de aquel tiempo descubrieron el fruto del mar que, a la postre, se convertiría en una de las ‘delicatessen’ más apreciadas de la gastronomía mundial.
Los tiempos han cambiado. Ahora son las clases más altas las que sacian su apetito con el delicioso manjar de las profundidades marinas, mientras el resto nos tenemos que conformar con alimentos más económicos, como la humilde piña. Quizá se trate de una artimaña más de los pudientes para arrebatar a los plebeyos algo que la suerte, visto con el paso del tiempo, decidió otorgarles.
La eterna guerra de clases, que aparece donde menos te lo esperas…
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Con información de la Universidad de Melbourne, Quora, Gourmet Magazine y Wikipedia.
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