El artículo 56 de la Constitución establece que «la persona del Rey
es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Es decir: el Rey
tiene la condición de persona inviolable, una institución de derecho
feudal que ninguna Constitución moderna reconoce.
Está por encima de toda corrupción posible, y se sitúa a sí
mismo al margen de todo control judicial. Para entendernos, aunque
cometiera un asesinato, no podría ir a prisión, por si no lo habían
entendido ustedes.
Mucho menos por un quítame allá esas pajas, como serían los delitos de malversación o cohecho, por ejemplo.
Durante años ha habido un constante apagón informativo sobre la vida y
negocios del Rey. No se sabe a qué negocios se dedica, pero sabemos
ahora que tanto Telefónica, como Mapfre, como La Caixa le deben favores.
También se sabe que su fortuna personal asciende a 1.790 millones de euros, según la revista Forbes.
Y conste que en esta estimación no se asocian los bienes del Estado de
los que disfruta: palacios varios, coches, yates, empresas de seguridad a
su servicio, caballos, cuadras y un larguísimo etcétera.
¿Cómo ha conseguido el Rey amasar una fortuna estimada por las revistas Forbes y EuroBusiness en 1.790 millones de euros?
Nadie lo sabe. Nunca los negocios de la Corona o los favores que
empresarios y grupos de poder han procurado a la Familia Real han estado
sujetos al escrutinio público.
Una se pregunta por qué los empresarios mallorquines sumaron una
colecta, sugerida por el propio Rey, de 2.600 millones de pesetas, para
pagar el yate real Fortuna, suma a la que el Gobierno regional de Jaume
Matas sumó 400 millones más. Cuatrocientos millones de fondos públicos.
Es decir, 400 millones pagados de nuestros impuestos.
De nuevo, un despilfarro absurdo de dinero público entregado a quien menos lo necesita.
Por si acaso los lectores no lo recuerdan, la Transición
democrática esquivó la cuestión de someter a decisión popular la forma
republicana o monárquica, a diferencia de lo que había acontecido a la
salida de otras dictaduras, como en Italia o Grecia.
La jefatura del Estado es patrimonio de una familia determinada simplemente porque el dictador Franco lo decidió así.
No es descabellado sospechar que el Rey Don Juan Carlos ha podido
tejer un entramado de negocios a cambio de prebendas como consecuencia
del estatus privilegiado de la monarquía española, amparada por un doble
cordón sanitario: los déficits democráticos de la Constitución y el estado de ignorancia de la población.
El caso Urdangarin fue la pústula rota por la que afloraron sospechas largo tiempo rumiadas por muchos.
Los antecedentes de otros escándalos advierten que lo más probable es
que muy pocos de los implicados en la trama lleguen a ser sancionados.
El tiempo transcurrido hasta que se destapó el escándalo juega a favor
de la prescripción de los delitos. Los usos del país promueven que las
personas de la Familia Real queden impunes, igual que los directivos de
empresas que han malversado el dinero de sus accionistas o los políticos
que han hecho mal uso del dinero público.
La justicia no es igual para todos. No es lo mismo nacer infanta que tonadillera o escritora.
En un país dividido en dos, en el que existen dos facciones
mortalmente enfrentadas que se llaman a sí mismas «izquierda» y
«derecha», la única cuestión en la que todos parecen estar de acuerdo es
que no les gusta la Familia Real.
Desde Intereconomía y Libertad Digital hasta el diario Público, el
caso Urdangarin ha abierto la veda para que se publiquen artículos muy
críticos contra la Corona en prácticamente todos los medios españoles.
Sólo La Razón, tradicionalmente monárquica, defiende al Rey contra
viento y marea. Como bien afirmaba The Wall Street Journal en un
artículo sobre la crisis española, «la Corona española pierde su
brillo».
España es una nación en la que escasea el sentimiento
monárquico. Eso sí, se trata de un país que, según dicen las encuestas,
no se siente especialmente monárquico pero tampoco fervientemente
republicano.
Esta ambigüedad se entiende cuando tenemos en cuenta que si
hoy la Corona es una institución fuerte, se debe a que no tanto los
españoles como las fuerzas políticas la consideraban útil, y no porque
creyeran en anacronismos tales como el derecho divino.
En esa presunta utilidad radica la clave para entender las continuas referencias al juancarlismo: el hecho de que los partidos políticos no olvidan que el monarca facilitó considerablemente la Transición a la democracia.
Tradicionalmente, la derecha ha sido la que más ha apoyado a
la monarquía y la que más la ha defendido, como continuadora de un
pasado de siglos y representante de unos principios y valores asociados
al ideario más conservador, como son las diferencias de clase y el
catolicismo.
Pero la derecha, en su reacción a lo que consideraron como un giro
pronacionalista del Gobierno de Zapatero y a las negociaciones con ETA,
exigió al Rey unos gestos contra el ejecutivo que en buena ley no le
correspondían. Cuando el Rey no los escuchó, desde los medios de la
derecha más radical se comenzó a poner en duda la utilidad de la
monarquía.
En cuanto a la izquierda española, nunca ha sido promonárquica.
Felipe González llegó a afirmar en su momento que él era «republicano
por convicción y monárquico por necesidad», y en esa ambigüedad se han
movido durante mucho tiempo los políticos del PSOE. IU siempre ha sido
clara y abiertamente antimonárquica.
También son antimonárquicos los partidos nacionalistas, por razones evidentes.
Pero está claro que los propios miembros de la Familia Real han hecho méritos para quitarle el lustre a la Corona.
Durante años ha sido la prensa rosa la principal aliada de la
monarquía: «Mira qué bonita es la niña», «qué inteligente y discreta
parece la Reina», «qué galán y qué alto es el Príncipe», «qué campechano
es el Rey», «Letizia es toda elegancia y glamur» y demás topicazos.
Si a este almíbar y merengue se le añade un manto de silencio con el
que los medios ha cubierto durante años cualquier actividad referida a
la Familia Real, concluimos que, en España, la realeza ha sido, durante
mucho tiempo, irreal.

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