En 1919, en Barcelona, después de una huelga general de 44 días, con más de 100.000 participantes que paralizó efectivamente la economía, el gobierno español aceptó las demandas de los trabajadores que incluían una jornada de ocho horas, el reconocimiento de los sindicatos y el reintegro de los trabajadores despedidos. El 3 de abril fue aprobado el decreto y a partir del 1 de octubre de 1919 la jornada máxima total de trabajo en España fue de 8 horas al día y de 48 a la semana.7 El Conde de Romanones fue relevado del gobierno en abril de 1919 después de firmar el 3 de abril de 1919 el llamado “Decreto de la jornada de ocho horas”
Actualmente la defensa de la jornada de ocho horas para los trabajadores, depende de la lucha contra las diferentes formas de disfrazar la relación laboral, mediante contratos de servicios, honorarios u obras, que con sistemas de pago a destajo, por tareas, piezas o peso y con la tercerización, eluden la aplicación de las normas laborales vigentes en casi todos los países y logran de hecho imponer jornadas de trabajo indefinidas.
Los convulsos días de huelga en la Barcelona de 1919, tras el despido de un centenar de trabajadores de la empresa La Canadiense y las protestas callejeras , desencadenaron la aprobación de una norma con un importante legado: el «decreto de la jornada de ocho horas», firmada por el conde de Romanones.
«Las noticias de la situación en Barcelona eran ayer muy alarmantes. La huelga de La Canadiense se ha extendido a otras compañías de electricidad y a la general de aguas. La ciudad estuvo anoche a obscuras» (ABC, 27 de febrero de 1919 en la página 10). Así comenzaba la crónica de una de las jornadas más violentas del suceso que durante 44 días mantuvo en vilo a la Ciudad Condal y desencadenó la caída del Gobierno de una de las figuras ilustres de la época, el conde de Romanones, quien, en un gesto conciliador, firmó el 3 de abril de 1919 el «decreto de la jornada de ocho horas» (en vigor desde el 1 de octubre de dicho año).
Los hechos se remontan a principios de febrero de ese mismo año, cuando ocho trabajadores del personal de oficinas de La Canadiense, una eléctrica de Barcelona, son despedidos por reclamar las mismas condiciones salariales que sus colegas.
Solidarizados con la causa, 117 trabajadores de la sección de facturación acuden al gobernador para solicitarle su mediación. La respuesta fue, como se les prometió, inmediata: al regresar a la sede de la compañía se encontraron a un grupo de policías acordonando la entrada del edificio, prohibiéndoles el acceso. Todos los allí presentes estaban despedidos. La noticia corrió de boca en boca y las manifestaciones no tardaron en llegar.
La turbulenta huelga, dirigida por un comité de trabajadores y miembros de la CNT, se extendió rápidamente a otros colectivos y compañías energéticas. Después de intensas negociaciones, con la ciudad ocupada por las tropas, el Gobierno logró convencer a la directiva de La Canadiense para que readmitiera a los trabajadores despedidos y aceptara sus reivindicaciones salariales. Pocos días después se instauraba el decreto que regulaba la jornada laboral y el conde de Romanones abandonaba su cargo.
El primer avance laboral
Al «decreto de la jornada de ocho horas» se llegó a través de un largo camino de reivindicaciones (iniciado en 1890, con la huelga de los mineros vizcaínos) en el que cada pequeño paso era una conquista sin precedentes.
Otro de ellos fue la aprobación en 1904 de la ley del descanso dominical, para muchos detractores un pretexto del que los trabajadores, embriagados de un reposo y tiempo libre al que estaban poco acostumbrados, se servían para abarrotar en tropel las tabernas y dilapidar sus salarios.
No fue hasta los años treinta cuando se vislumbró el siguiente avance laboral.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) pidió la aplicación de la jornada de 40 horas semanales, algo que en nuestro país no se pudo materializar. España se encontraba inmersa en la agitación previa al estallido de la Guerra Civil.
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