Levitación
Ante los fastos de la ceremonia de canonización a pares de los papas de
Roma, yo me encuentro en una posición de reportero privilegiado. No
porque esté acreditado como periodista ente el gabinete de prensa de la
Santa Sede, sino porque he sido cocinero antes que fraile. Crecí en la
España eterna reserva espiritual de Occidente, bajo la disciplina del
nacionalcatolicismo. Época pía donde casi levitaba. Se me podrá
reprochar que eso le sucediera a la mayoría de los españoles. Pero no,
porque yo además me lo creí. Ahogué el uso de mi razón en aras de una fe
ciega, donde se me proporcionaba todo definido, mascado y casi tragado.
Cuando albergaba alguna duda y entraba en conflicto la razón y la fe,
quien tenía la razón era siempre la fe. Dios se había revelado y la
clase sacerdotal se arroga la infalibilidad de su interpretación
verdadera. El papa y los obispos se erigían en garantes de la verdad
absoluta. Y eso me hacía sentirme feliz y gozar de un misticismo pleno
de sensualidad, ajeno a toda sexualidad.
Amor cáritas y amor sexual
Mi adolescencia se desarrolló entre eunucos por el reino de los cielos y
reprimidos y castrados por los Mandamientos de Dios, gestionados por la
Iglesia. Estos preceptos se encerraban en dos: Amarás a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Es verdad que para un
adolescente estas prescripciones pasaban desapercibidas. Pero descubrí
que el confesionario y el púlpito eran los lugares donde se libraban las
batallas más problemáticas para un chico con más ardor hormonal que
fervor piadoso. Los consejos recibidos en la privacidad y sigilo de los
confesionarios, así como las pláticas y sermones predicados en los
púlpitos y las aulas, me llevaron a descubrir que el mandato más
importante para los curas que trataron mi pubertad y adolescencia, era
el “no gozarás”. Tu cuerpo estaba para sufrir la abstención sexual y un
paréntesis en la mortificación, estaba dedicada ya una vez casado, para
tener hijos. Todo esto me descolocó. Y tomé la decisión de hacerme
pecador, pero de verdad. Y si me mantenía en estado de virtud, era
porque no había tenido ocasión de pecar. Todo esto no es comprensible
por la juventud del siglo XXI, porque la Iglesia ahora se presenta como
más light, para no asustar. Sólo los religiosos, llamémosles
profesionales, abrazan la doctrina bajo la ortodoxia escrita. Pero yo
elegí en lugar de evitar el pecado, gozar del derecho a la libertad
sexual... Y me fue muy bien.
Caridad o Justicia
Más tarde y como consecuencia del concilio ecuménico Vaticano II,
descubrí que el amar al prójimo como a ti mismo, no es ni más ni menos
que la cuestión de la Justicia Social. Y que los pecados contra la
caridad eran delitos contra la libertad, la igualdad la justicia y los
derechos humanos. La cuestión social se trató en los documentos del
concilio que propició precisamente Juan XXIII, elevado a los altares en
olor de santidad. No obstante, el maridaje Iglesia-Estado y la alianza
Trono-Altar con la aquiescencia y participación de caciques,
capitalistas desalmados y empresarios sin escrúpulos, me han hecho
desistir de la dimensión social de la religión. La justificación está en
descubrir el alcance de aquella prédica: “Mi reino no es de este
mundo…” De esta faceta de militante religioso comprometido fue mucha más
fácil zafarse. La llagada de la democracia en España contribuyó a que
madurara y diera mis primeros pasos para conseguir la libertad en todos
los ámbitos. Personal usando la razón y colectivamente a través de la
política.
Fe y Razón
Volviendo a los fastos referidos al principio de esta columna, comprendo
y respeto la participación de buena fe de los fieles que van a Roma de
todas las partes del mundo, reviviendo unas costumbres ancladas en la
época medieval. No obstante, me reservo el derecho a criticar y
discrepar, de la puesta en escena indecente e insultante del boato
heredero del Imperio Romano. Es desolador contemplar que líderes
políticos que en sus países han dejado: miseria, hambre, paro y muerte,
asistan a un baile de mitras en torno a la tiara papal, conmemoren la
Buena Nueva predicada por un tal Jesús de Nazaret, hijo del carpintero
del pueblo. El evento que se ha representado en la plaza de San Pedro,
abrazado por la columnata de Bernini, es la gran farsa del mundo de la
injusticia y de la desigualdad. Es evidente que el Estado del Vaticano
no se sostiene con la fe y mucho menos con la razón. El vicario de una
deidad constituido en un estado soberano y acreditado ante casi todos
los estados del mundo, es un auténtico disparate. La Curia Romana está
preñada de incongruencias que solo puede digerirse si se reprime la
razón y se deja invadir por el fanatismo. Es verdad que el pueblo
creyente necesita de estos signos externos de su fe, pero también es
verdad que los capos (RAE sólo una acepción se refiere a la mafia) de la
milicia eclesiástica lo utilizan para segur ostentado el poder temporal
sobre la ideología más extendida que hace esclavos a los ciudadanos.
El capitalismo más irracional, injusto, salvaje y criminal. Sin retirar
ni uno de estos epítetos.
La Hispania también estuvo en Roma
No podía faltar en la Ciudad Eterna la representación de una de las
provincias del Imperio más significativas en la defensa de la gran
patraña. Los españoles pueden asistir a todas la peregrinaciones, como
pueden circular por todos los países del mundo. El objeto de mi artículo
es la corte que se desplazó a Roma para gastar el dinero que no
tenemos, para hacer un viaje a costa de los españoles por encima de sus
posibilidades. ¿Por qué? Por muchos motivos: Porque España es un estado
confesional de facto. Porque el Rey y el Gobierno rinden pleitesía al
Francisco I, no solamente por motivos diplomáticos, sino en virtud de
que el Rey es Rey Católico y además ostenta el título de Rey de
Jerusalén, y la Reina que desde su conversión también es Católica,
tiene el privilegio de lucir una vestimenta blanca y llevar un tocado de
peineta de teja y mantilla. El Gobierno asiste a la canonización de los
dos papas por el mismo motivo que lo hicieron cuando Roma canonizó a
cientos de españoles, olvidando a los muertos del otro bando en el
enfrentamiento fratricida. Es una muestra de agradecimiento a la Iglesia
por su apoyo al derrocamiento de la República, a la victoria de la
Guerra Civil Española y la implantación del nacionalcatolicismo en un
estado confesional durante cuarenta años. El espectáculo de la plaza de
San Pedro es un insulto a la razón humana y la presencia del Reino de
España es un esperpento nacional. La empatía me ayuda a comprender al
humilde creyente, y la asertividad me proporciona las formas
diplomáticas para denunciar la inmoralidad de los capos de la política y
la religión.
Por Pedro Taracena
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