Se trata de
construir una base social suficientemente amplia que apoye y sostenga un
cambio radical en las instituciones públicas, con el fin de consolidar
una democracia plena
Habitualmente
asociamos la noción de republicanismo a aquella visión política que
prefiere como jefe de Estado a un presidente electo antes que a un rey.
Ese republicanismo justificaría tal posicionamiento a veces en virtud
de un supuesto ahorro económico y a veces en virtud de unos principios
democráticos que harían intolerable que los miembros de una
determinada familia se sitúen por encima del resto de los ciudadanos.
Por lo tanto, el republicanismo coloquial es algo así como una sencilla
actitud de oposición a la monarquía.
No obstante, el imaginario colectivo en España asocia también el
republicanismo con sus dos únicas experiencias políticas de democracia
republicana y, particularmente, con su corta duración. La Primera
República duró apenas un año y once meses, desde febrero de 1873
hasta el 29 de diciembre de 1874, y terminó con el golpe de Estado del
general Martínez Campos. Fue una época turbulenta, como en general
todo el siglo xix español, con guerras dentro y fuera de la península y
con una beligerante rivalidad política entre diferentes ideologías.
La Segunda República no tuvo mucha mejor suerte, pues en la práctica
duró desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936, cuando,
tras la victoria de las fuerzas de izquierdas en las elecciones, el
general Francisco Franco dio un golpe de Estado contra la democracia. Y
tras tres años de guerra civil, las fuerzas vencedoras impondrían una
severa dictadura que duraría formalmente hasta 1978.
Tras la llamada Transición, España volvió a tener una monarquía. El
Reino de España. Y hoy los edificios públicos están presididos por el
retrato del monarca, mientras que en los actos oficiales más
importantes nunca falla algún miembro de la Casa Real. Están por todas
partes, y su históricamente buena reputación está vinculada al
relato de la Transición española, según el cual el actual rey de
España, Juan Carlos I (1938), habría intercedido a favor de la
democracia en los momentos más duros para la sociedad española.
Pero parece que esos buenos tiempos monárquicos han pasado a mejor
vida. Los escándalos de la Casa Real no dejan de emerger a la
superficie. Por un lado, el Rey aparece vinculado a negocios de
intermediación comercial donde se obtienen jugosas comisiones, y todo
ello en el seno de una oscura red que incluye la utilización de agentes
del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y cuentas en paraísos
fiscales. Por otro lado, la investigación del caso Nóos, una inmensa
trama de corrupción, ha servido para acusar entre otros al yerno real
Iñaki Urdangarín y a la infanta Cristina de Borbón. A todo ello cabe
sumar algunas noticias de una cierta inmoralidad protagonizadas de vez
en cuando por la Casa Real, como cacerías de elefantes en África o la
utilización de servicios sanitarios privados. Quizá por ello, en
octubre de 2011, y por primera vez desde la Transición, la Casa Real
suspendió con un 4,8 en la valoración ciudadana. En 2013 esa nota
había descendido ya al 3,68.
Pero otras instituciones del Estado han salido prestas en su defensa, y
en ocasiones de una forma muy férrea. En primer lugar, ocultando los
datos que ponen de relieve la pérdida de apoyo social. El CIS dejó de
preguntar por la Casa Real durante un tiempo considerable nada más se
conoció el primer suspenso. En segundo lugar, y mucho más grave,
durante la investigación del caso Nóos el papel del Ministerio Fiscal y
el Ministerio de Hacienda fue de enorme genuflexión ante los intereses
monárquicos, tratando de sacar a la infanta del atolladero en el que
ella misma se había metido. El propio presidente del Gobierno salió en
defensa de la infanta a la par que los medios de comunicación más
cercanos al poder político iniciaron una campaña de criminalización
del juez instructor del caso. Parece como si de la brecha abierta en la
Casa Real dependiese todo el entramado político del país. Y, en
consecuencia, uno puede suponer que estamos ante una estrategia que pasa
por rescatar a la monarquía para salvar así al régimen.
Un régimen absolutamente corrupto y en crisis permanente desde hace
años. Algunos de los casos de corrupción más sonados no han hecho
sino incrementar esa sensación. En febrero de 2009, en plena crisis
económica, se inició la investigación de un extraordinario caso de
corrupción al que se convino en llamar «caso Gürtel». Se trataba de
una red de empresas que se beneficiaban de los favores de la
administración pública a cambio de sobornos de distinta naturaleza.
Aunque el corazón de la red se situaba en la Comunidad Valenciana,
pronto se supo que había importantes implicaciones al menos también en
la Comunidad de Madrid y en Galicia.
Aquel caso puso al descubierto las estrechas interrelaciones que
existían entre los corruptos y sus formaciones políticas, la mayoría
del Partido Popular, y los corruptores y sus empresas y redes de
financiación. El uso de los paraísos fiscales fue común, y
precisamente tirando de ese hilo se llegó a otros muchos casos
similares. La economía del país estaba seca y ya no fluía el dinero
como antes, por lo que emergía toda la basura que había estado en las
cloacas del sistema durante muchos años. El juez instructor del caso
Gürtel, Baltasar Garzón, fue acusado de prevaricación y retirado de
la investigación. Fue condenado por vulnerar el derecho a la intimidad
de los presos acusados, pero en el imaginario colectivo fue considerado
una víctima de las redes mafiosas del poder político y económico.
En enero de 2013 estallaría otro escándalo de corrupción, también
del Partido Popular, al que se conocería popularmente como «caso
Bárcenas». Según la información publicada por diversos medios de
comunicación, el que fuera durante más de una decena de años el
encargado de las finanzas del PP habría pagado en negro, a través de
sobres, importantes sobresueldos a toda la cúpula de su partido. Ese
dinero, además, habría provenido de una serie de empresas donantes
que, casualmente, también se habrían beneficiado de concesiones
públicas. De ese modo, salía a la luz de nuevo el juego de favores
entre el poder público y el poder privado, esto es, entre los
gobernantes políticos y las grandes empresas privadas.
Mientras toda esa basura emergía, la economía de España estaba a
punto de entrar en quiebra. El sistema financiero, que había
participado muy alegremente de la burbuja inmobiliaria, fue rescatado
por los diferentes gobiernos del PSOE y del PP. Una de las entidades
rescatadas, Caja Madrid-Bankia, había sido el pulmón de los tratos de
favor en la Comunidad de Madrid y más allá. Quienes fueran los
administradores de la entidad, con presidencia de Miguel Blesa y
vicepresidencia de José Antonio Moral Santín, habrían participado en
oscuras operaciones financieras muy vinculadas a la corrupción. La
investigación judicial posterior, dirigida por el juez Elpidio José
Silva, concluyó en dos ocasiones que Blesa debía pasar por prisión.
Al poco tiempo el juez Silva había quedado fuera del caso, acusado de
prevaricación, y el exdirector de la entidad salió libre. Sin embargo,
los correos electrónicos de Blesa fueron liberados por una
filtración, y permitieron que todo el mundo comprobara fehacientemente
cuán estrechas eran las relaciones entre el poder público y el poder
privado.
Por todo lo anterior, da la sensación de que el republicanismo –como
enfoque político opuesto a la monarquía– tiene cada vez más cabida en
España. Lo tiene por méritos propios de la monarquía, aunque
también por el escenario político en el que se da. Y precisamente
quizá por ello pueda naufragar la estrategia política del sistema, que
no es otra que legitimar al heredero al trono, el ciudadano Felipe de
Borbón.
Pero este libro, sin embargo, no va de eso. O al menos no solo de eso.
Este libro va mucho más allá y tiene como humilde aspiración
convertirse en una herramienta de formación política republicana,
entendiendo aquí el republicanismo no como simple momento antagónico
de lo monárquico sino como una tradición política íntegra. Es decir,
como un paradigma a través del cual entender mejor las cuestiones
políticas. Lo que sostenemos es que desde el enfoque republicano
podemos dar mejores y más justas soluciones a los problemas reales que
asolan nuestras sociedades, tales como la falta de acceso a los
suministros más básicos, la falta de confianza en el sistema político
y la creciente desigualdad que desborda la cohesión social.
No obstante, muchos de esos problemas se han agudizado como consecuencia
del proceso de transformación económica y social que estamos viviendo
en los últimos años. La crisis económica ha desencadenado una grave
crisis social, pero además las reformas radicales aprobadas por los
diferentes gobiernos no han hecho sino empeorar la situación. Sin
embargo, debemos entender tales reformas como partes esenciales de una
estrategia de consolidación del capitalismo en España. Efectivamente,
todos los cambios institucionales, que van desde la reforma de la
Constitución hasta las reformas laborales o del sistema financiero, han
tenido como propósito consolidar un nuevo modelo de crecimiento
económico que impidiese el colapso del capitalismo en nuestro país.
Las dramáticas consecuencias sociales son, desde este punto de vista,
meros daños colaterales del proceso de ajuste a unas nuevas condiciones
económicas. O, dicho de otra forma, para que el capitalismo pueda
sobrevivir ha sido necesario, y sigue siéndolo en el marco de una
espiral sin fin, liquidar muchos de los derechos sociales y económicos
conquistados hasta ahora.
Todos estos objetivos requieren un proceso constituyente que ya está en
marcha. Pero aquí no entendemos el proceso constituyente como la mera
elaboración de una nueva Constitución, sino como un proceso de
construcción de nuevas instituciones políticas entre las cuales la de
mayor rango es la Constitución. Y en el marco nacional podemos convenir
en apellidar tal proceso constituyente Restauración borbónica, por el
papel central que la monarquía y los dos principales partidos
políticos de la actualidad juegan en su consecución.
Sin embargo, la Constitución de 1978 ha perdido gran parte del apoyo
social que tenía hasta hace algunos años. Las razones son varias: los
incumplimientos sistemáticos de sus garantías positivas; la
interpretación jurídica cada vez más conservadora de sus aspectos
sociales; su superación por normativa jurídica supraestatal mucho
menos garantista, y su reforma exprés en verano de 2011 para adecuarla
al proyecto económico impuesto por la troika.
Precisamente por todo lo anterior, lo que nosotros ofrecemos es
responder a ese proceso de regresión social con una alternativa
constituyente republicana. Con una ruptura democrática. No hay vuelta
atrás, y la sociedad va a transformarse hasta el punto de ser
irreconocible en unos pocos años. La encrucijada exige elegir nuestro
propio destino político y social. Queremos una sociedad democrática,
con nuevas reglas políticas y con conquistas sociales que reflejen la
obtención del poder político por parte de los de abajo.
Y la receta que nos proporciona la tradición republicana para España
pasa, necesariamente, por un nuevo proceso constituyente que supere al
régimen del 78. Pero quepa la advertencia: no se trata solo de redactar
una nueva Constitución, sino de algo mucho más ambicioso. Se trata de
construir una base social suficientemente amplia que apoye y sostenga
un cambio radical en las instituciones públicas, con el fin de
consolidar una democracia plena. Y para ello es fundamental poder
delimitar adecuadamente qué entendemos por democracia y para qué
queremos las instituciones públicas.
Puedes leer parte del libro "La Tercera República": aquí
Alberto Garzón
Fuente: www.eldiario.es
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