Por LIDIA FALCÓN
Trescientos cincuenta representantes de asociaciones de “solidaridad social”, como los denominaba la Casa Real en la invitación que cursó, se reunieron el 24 de junio con el nuevo Rey. La mayoría, por supuesto, pertenecían a esas ONG que han tramitado la caridad pagada por el Estado, y a la vez se han beneficiado de ella. Dedicadas a montar comedores sociales, ayudas a los más desfavorecidos —como denominan a aquellas clases sociales a las que el capital ha despojado de todo bien, incluida su fuerza de trabajo— como si tal condición derivase de algún castigo divino, y participación en rescates y catástrofes.
Allí se encontraban Cáritas Diocesana y la Cruz Roja, Mensajeros de la Paz y asociaciones religiosas de igual objetivo. Pero también acudieron Boti García en representación de la Federación de Colectivos de Gays y Lesbianas, el de la Fundación Triángulo y Ana María Pérez del Campo por la Federación de Mujeres Maltratadas. Según nos ofrecieron los medios de comunicación, todos ellos manifestaron su agrado, admiración y hasta entusiasmo por el recibimiento que les dispensó Felipe VI. Y así debió ser por las expresiones de arrobo que mostraban cuando tuvieron el privilegio de estrechar la mayestática mano y aún más cuando pudieron conversar algún minuto con el monarca al que expusieron brevemente sus inquietudes y deseos.
Como declararon estos citados, era la primera vez en la historia de España en que un rey les recibía y aún más, los había invitado, para escuchar de su propia boca las reivindicaciones que durante varias décadas habían defendido. Cuestión esta suficiente, al parecer, para que acudieran entusiasmados a rendirle pleitesía.
Solo hacía dos semanas que se habían realizado concentraciones y manifestaciones multitudinarias y espontáneas en más de ochenta ciudades reclamando la III República. Una semana antes de la coronación las asociaciones que han ratificado el Pacto Feminista emitieron un manifiesto republicano, en el que exponían, sucinta pero muy concretamente, por qué el feminismo tenía que ser republicano.
Cómo la institución monárquica se halla estrechamente asociada al patriarcado, mostrando tanto en su origen –la familia, la herencia, la genética- como en su comportamiento, la relación de secundaria dependencia de las mujeres a los hombres, de mantenimiento de valores periclitados que ni siquiera cumplen, como el respeto a la fidelidad exigido en la familia católica, de defensa de la más antigua moral patriarcal, y, por supuesto, que es imposible implantar una verdadera democracia sin república.
Pero no hizo falta más que, que se recibiera la invitación de la Casa Real al besamanos, símbolo de sumisión de los súbditos al nuevo monarca, para que estos tres dirigentes citados de asociaciones críticas y enfrentadas al poder patriarcal, se apresuraran a correr a disfrutar del placer de haber sido recibidas en el Palacio del Pardo por la real familia.
Así ha sido desde la Transición. Desde que el Partido Comunista y el Partido Socialista, de larga tradición y raigambre republicanas, se apresuraran a aceptar la monarquía, los y las dirigentes políticos, los y las intelectuales, líderes de asociaciones cívicas, que habían luchado largos años contra la dictadura, que habían manifestado públicamente su republicanismo, que eran socialistas, comunistas y revolucionarios, se apresuraron a vestirse sus mejores galas para ir a rendir pleitesía al entonces rey Juan Carlos. Y colgaron la fotografía del estrechamiento de mano –alguna señora incluso hacía una reverencia visiblemente emocionada- en el comedor de su casa.
Quedamos pocos al margen de la general unanimidad con que se acogía con agrado al mayestático Jefe de Estado. Y ni siquiera pudimos tener la gratificación de presumir de ser testimoniales, porque nadie se enteró.
Pero transcurridos 39 años, y después de que aquel rey amado y admirado hubiera vivido el bochorno de tener que dimitir por sus numerosas tropelías; que se hubieran hecho públicos los negocios del rey, la conspiración del 23 de febrero, los adulterios de que presumían sus amantes, las fechorías contra los animales, y la desafección de una buena parte de la población, que se siente ajena al supuesto entusiasmo monárquico de sus antepasados, podíamos esperar que las cabezas visibles del movimiento gay, lesbiano y feminista no acudieran compulsivamente, como los ratones de Hamelin, a la llamada de la Casa del Rey.
Porque, entre otros sectores liberales y profesionales, de los que ya hablaré, los que se rinden al vasallaje real, ofrecen su complicidad al mantenimiento de la monarquía. Difícilmente podremos organizar un movimiento republicano activo y eficaz, si tantos dirigentes políticos y sociales, que se autodefinen como republicanos entran en estado de arrobamiento cuando les cita el monarca y se apresuran a acudir a felicitarle.
Como sucedió con tantos cómplices durante la dictadura en España, y se denuncia bajo la ocupación nazi de Francia, los colaboracionistas que aceptaron —con muy diversas excusas— el régimen corrupto que les ofrecía algunas –y escasas- compensaciones, fueron cómplices necesarios en el mantenimiento de las opresiones, injusticias y perversiones de sus respectivos tiranos.
En España, cuando se ha producido el relevo en la persona del rey, para mantener el mismo sistema monárquico que tanto daño ha hecho a nuestro pueblo, volvemos a recorrer el círculo infernal de aceptaciones, sumisiones y justificaciones con que la izquierda puede mantener a la monarquía indefinidamente.
Trescientos cincuenta representantes de asociaciones de “solidaridad social”, como los denominaba la Casa Real en la invitación que cursó, se reunieron el 24 de junio con el nuevo Rey. La mayoría, por supuesto, pertenecían a esas ONG que han tramitado la caridad pagada por el Estado, y a la vez se han beneficiado de ella. Dedicadas a montar comedores sociales, ayudas a los más desfavorecidos —como denominan a aquellas clases sociales a las que el capital ha despojado de todo bien, incluida su fuerza de trabajo— como si tal condición derivase de algún castigo divino, y participación en rescates y catástrofes.
Allí se encontraban Cáritas Diocesana y la Cruz Roja, Mensajeros de la Paz y asociaciones religiosas de igual objetivo. Pero también acudieron Boti García en representación de la Federación de Colectivos de Gays y Lesbianas, el de la Fundación Triángulo y Ana María Pérez del Campo por la Federación de Mujeres Maltratadas. Según nos ofrecieron los medios de comunicación, todos ellos manifestaron su agrado, admiración y hasta entusiasmo por el recibimiento que les dispensó Felipe VI. Y así debió ser por las expresiones de arrobo que mostraban cuando tuvieron el privilegio de estrechar la mayestática mano y aún más cuando pudieron conversar algún minuto con el monarca al que expusieron brevemente sus inquietudes y deseos.
Como declararon estos citados, era la primera vez en la historia de España en que un rey les recibía y aún más, los había invitado, para escuchar de su propia boca las reivindicaciones que durante varias décadas habían defendido. Cuestión esta suficiente, al parecer, para que acudieran entusiasmados a rendirle pleitesía.
Solo hacía dos semanas que se habían realizado concentraciones y manifestaciones multitudinarias y espontáneas en más de ochenta ciudades reclamando la III República. Una semana antes de la coronación las asociaciones que han ratificado el Pacto Feminista emitieron un manifiesto republicano, en el que exponían, sucinta pero muy concretamente, por qué el feminismo tenía que ser republicano.
Cómo la institución monárquica se halla estrechamente asociada al patriarcado, mostrando tanto en su origen –la familia, la herencia, la genética- como en su comportamiento, la relación de secundaria dependencia de las mujeres a los hombres, de mantenimiento de valores periclitados que ni siquiera cumplen, como el respeto a la fidelidad exigido en la familia católica, de defensa de la más antigua moral patriarcal, y, por supuesto, que es imposible implantar una verdadera democracia sin república.
Pero no hizo falta más que, que se recibiera la invitación de la Casa Real al besamanos, símbolo de sumisión de los súbditos al nuevo monarca, para que estos tres dirigentes citados de asociaciones críticas y enfrentadas al poder patriarcal, se apresuraran a correr a disfrutar del placer de haber sido recibidas en el Palacio del Pardo por la real familia.
Así ha sido desde la Transición. Desde que el Partido Comunista y el Partido Socialista, de larga tradición y raigambre republicanas, se apresuraran a aceptar la monarquía, los y las dirigentes políticos, los y las intelectuales, líderes de asociaciones cívicas, que habían luchado largos años contra la dictadura, que habían manifestado públicamente su republicanismo, que eran socialistas, comunistas y revolucionarios, se apresuraron a vestirse sus mejores galas para ir a rendir pleitesía al entonces rey Juan Carlos. Y colgaron la fotografía del estrechamiento de mano –alguna señora incluso hacía una reverencia visiblemente emocionada- en el comedor de su casa.
Quedamos pocos al margen de la general unanimidad con que se acogía con agrado al mayestático Jefe de Estado. Y ni siquiera pudimos tener la gratificación de presumir de ser testimoniales, porque nadie se enteró.
Pero transcurridos 39 años, y después de que aquel rey amado y admirado hubiera vivido el bochorno de tener que dimitir por sus numerosas tropelías; que se hubieran hecho públicos los negocios del rey, la conspiración del 23 de febrero, los adulterios de que presumían sus amantes, las fechorías contra los animales, y la desafección de una buena parte de la población, que se siente ajena al supuesto entusiasmo monárquico de sus antepasados, podíamos esperar que las cabezas visibles del movimiento gay, lesbiano y feminista no acudieran compulsivamente, como los ratones de Hamelin, a la llamada de la Casa del Rey.
Porque, entre otros sectores liberales y profesionales, de los que ya hablaré, los que se rinden al vasallaje real, ofrecen su complicidad al mantenimiento de la monarquía. Difícilmente podremos organizar un movimiento republicano activo y eficaz, si tantos dirigentes políticos y sociales, que se autodefinen como republicanos entran en estado de arrobamiento cuando les cita el monarca y se apresuran a acudir a felicitarle.
Como sucedió con tantos cómplices durante la dictadura en España, y se denuncia bajo la ocupación nazi de Francia, los colaboracionistas que aceptaron —con muy diversas excusas— el régimen corrupto que les ofrecía algunas –y escasas- compensaciones, fueron cómplices necesarios en el mantenimiento de las opresiones, injusticias y perversiones de sus respectivos tiranos.
En España, cuando se ha producido el relevo en la persona del rey, para mantener el mismo sistema monárquico que tanto daño ha hecho a nuestro pueblo, volvemos a recorrer el círculo infernal de aceptaciones, sumisiones y justificaciones con que la izquierda puede mantener a la monarquía indefinidamente.
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