Por LUIS MATÍAS LÓPEZ
La carga ideológica de El amanecer del planeta de los simios, la última entrega de una serie de éxito comercial asegurado, está tan oculta que, por momentos, la película de Matt Reeves se presenta como un homenaje a la paz y la concordia entre los seres (humanos o no) de buena voluntad. Pese a su trágico pasado, simios y hombres, cada vez más indistinguibles, son capaces de superar sus diferencias y entenderse, de complementarse incluso, de ensayar una coexistencia pacífica aunque segregada.
Estos simios y humanos podrían ser musulmanes e hindúes tras las matanzas que siguieron a la independencia de la India; o norteamericanos y vietnamitas tras las guerras de los años 60 y 70 del pasado siglo; o hutus y tutsis tras el genocidio de 1994; o serbios, croatas y bosnios tras los atroces años 90; o rusos y chechenos tras las conmociones que siguieron a la explosión de la URSS; o ucranios y rusos de hoy mismo; o palestinos y judíos de un mañana que quizás no llegue nunca.
Pero se trata de una película, así que en este caso son simios (que se comportan a veces como humanos) y humanos (que se comportan a veces como simios) quienes, tras el enfrentamiento que puso a ambas especies al borde de la extinción, intentan rehacer su vida por separado, pero ven como el odiado y temido “otro” pone en peligro su supervivencia.
En ambos lados hay buenos y malos, belicistas y pacifistas, tolerantes e intransigentes. La balanza podría inclinarse por el platillo de quienes buscan la concordia, pero el mal (que no es exclusivo de una de las partes) muestra una capacidad superior para generar dinámicas destructoras y provocar incidentes que arrastren a todos ellos por el camino de la guerra.
Hasta aquí, la película, aun siendo totalmente prescindible, merece cierto respeto como producto de entretenimiento. Es muy accesible, comercial hasta el exceso, fruto de una industria poderosa y con talento, favorecida por una enorme operación de mercadotecnia, desmesurada sin superar los límites de lo admisible en una gran pantalla, bien dirigida e interpretada, apoyada en los últimos avances de la técnica, con espectaculares efectos especiales y, por fin, con un “hermoso” mensaje: aun siendo distintos podemos entendernos.
Así, aunque los espectadores pertenecen a uno de los bandos contendientes (a los monos no les gusta el cine o no tienen dinero para pagarse la entrada), Matt Reeves consigue que no tomen partido, que sean neutrales en el conflicto, tal vez porque estos simios tienen poco de simios (¡incluso hablan!) y parecen compartir con el ser humano más del 97% del ADN que se atribuye a los orangutanes.
Pero, ¡ay!, tanto se parecen a los humanos que son capaces de reproducir sus peores instintos, su capacidad de enfrentamiento y autodestrucción. En la Arcadia feliz de los simios, también hay espacio para las manzanas podridas, para el ansia desmesurada de poder, para la violencia desenfrenada y sin sentido, para el liderazgo cruel y egoísta, para quienes desprecian la norma de que “simio no mata a simio”.
Y aquí es donde el director evacua su cagada ideológica, tan consustancial con Hollywood. Porque el gran “malo entre los malos”, el perverso, implacable, sanguinario y maquiavélico dictador totalitario responsable de que vuelva a estallar la guerra con los humanos no lleva un nombre cualquiera, sino el de Koba. No ya Hitler, Franco, Leopoldo o, ya puestos, George, sino Koba.
Y, Koba, como recordarán por ejemplo los lectores de Martin Amis, era el nombre de guerra de Iosif Vissariónovich Dzhugashvilli, un revolucionario georgiano y cabeza del imperio soviético que ha pasado a la historia, con muchas luces y sombras, con el nombre de Stalin.
Conclusión: la culpa de todo la tiene ese malote simio comunista.
La carga ideológica de El amanecer del planeta de los simios, la última entrega de una serie de éxito comercial asegurado, está tan oculta que, por momentos, la película de Matt Reeves se presenta como un homenaje a la paz y la concordia entre los seres (humanos o no) de buena voluntad. Pese a su trágico pasado, simios y hombres, cada vez más indistinguibles, son capaces de superar sus diferencias y entenderse, de complementarse incluso, de ensayar una coexistencia pacífica aunque segregada.
Estos simios y humanos podrían ser musulmanes e hindúes tras las matanzas que siguieron a la independencia de la India; o norteamericanos y vietnamitas tras las guerras de los años 60 y 70 del pasado siglo; o hutus y tutsis tras el genocidio de 1994; o serbios, croatas y bosnios tras los atroces años 90; o rusos y chechenos tras las conmociones que siguieron a la explosión de la URSS; o ucranios y rusos de hoy mismo; o palestinos y judíos de un mañana que quizás no llegue nunca.
Pero se trata de una película, así que en este caso son simios (que se comportan a veces como humanos) y humanos (que se comportan a veces como simios) quienes, tras el enfrentamiento que puso a ambas especies al borde de la extinción, intentan rehacer su vida por separado, pero ven como el odiado y temido “otro” pone en peligro su supervivencia.
En ambos lados hay buenos y malos, belicistas y pacifistas, tolerantes e intransigentes. La balanza podría inclinarse por el platillo de quienes buscan la concordia, pero el mal (que no es exclusivo de una de las partes) muestra una capacidad superior para generar dinámicas destructoras y provocar incidentes que arrastren a todos ellos por el camino de la guerra.
Hasta aquí, la película, aun siendo totalmente prescindible, merece cierto respeto como producto de entretenimiento. Es muy accesible, comercial hasta el exceso, fruto de una industria poderosa y con talento, favorecida por una enorme operación de mercadotecnia, desmesurada sin superar los límites de lo admisible en una gran pantalla, bien dirigida e interpretada, apoyada en los últimos avances de la técnica, con espectaculares efectos especiales y, por fin, con un “hermoso” mensaje: aun siendo distintos podemos entendernos.
Así, aunque los espectadores pertenecen a uno de los bandos contendientes (a los monos no les gusta el cine o no tienen dinero para pagarse la entrada), Matt Reeves consigue que no tomen partido, que sean neutrales en el conflicto, tal vez porque estos simios tienen poco de simios (¡incluso hablan!) y parecen compartir con el ser humano más del 97% del ADN que se atribuye a los orangutanes.
Pero, ¡ay!, tanto se parecen a los humanos que son capaces de reproducir sus peores instintos, su capacidad de enfrentamiento y autodestrucción. En la Arcadia feliz de los simios, también hay espacio para las manzanas podridas, para el ansia desmesurada de poder, para la violencia desenfrenada y sin sentido, para el liderazgo cruel y egoísta, para quienes desprecian la norma de que “simio no mata a simio”.
Y aquí es donde el director evacua su cagada ideológica, tan consustancial con Hollywood. Porque el gran “malo entre los malos”, el perverso, implacable, sanguinario y maquiavélico dictador totalitario responsable de que vuelva a estallar la guerra con los humanos no lleva un nombre cualquiera, sino el de Koba. No ya Hitler, Franco, Leopoldo o, ya puestos, George, sino Koba.
Y, Koba, como recordarán por ejemplo los lectores de Martin Amis, era el nombre de guerra de Iosif Vissariónovich Dzhugashvilli, un revolucionario georgiano y cabeza del imperio soviético que ha pasado a la historia, con muchas luces y sombras, con el nombre de Stalin.
Conclusión: la culpa de todo la tiene ese malote simio comunista.
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