Mejor cómprese un revólver
A Pedro Pacheco, ex alcalde de Jerez, le salió bastante cara aquella
afirmación pública en que le salió a borbotones ese español que todos
llevamos dentro: “¡La justicia es un cachondeo!”. La pataleta venía a
cuento de la suspensión de la orden de derribo de un chalé propiedad de
Bertín Osborne, un chalé cuya construcción se había emprendido sin la
correspondiente licencia urbanística y sin ajustarse al plan de
ordenación urbana.
Hoy, casi treinta años después, la frase mueve a risa
tanto como el motivo y muchos abogados la llevan impresa debajo de la
toga. No hay más que echar un vistazo al panorama general: la infanta
Cristina, con toda la fiscalía trabajando en su defensa, o Carlos Fabra,
que con una condena en firme, lleva meses esperando a entrar en prisión
para añadir una prórroga y una tanda de penaltis a la década larga que
costó sentarle en el banquillo.
Sin embargo, y por sangrantes que puedan resultar las comparaciones con las élites fraudulentas del país, es a ras de tierra donde se vislumbra mejor la inoperancia esencial del sistema judicial español. Ana María Fábregas Escudé, una mujer de 52 años, fue asesinada a martillazos la semana pasada por su pareja, Pedro Martínez Bustos, en Barcelona.
La desgracia no es sólo otra muesca más en el interminable reguero de víctimas sacrificadas anualmente al dios del machismo patrio, sino una muestra perfecta de que aquí la justicia tiene tapados los oídos además de los ojos. Ana María había puesto hasta veinte denuncias, había causas abiertas repartidas por quince juzgados de Barcelona y una orden de alejamiento que el maltratador se había saltado las veces que le vino en gana hasta que finalmente se hartó y decidió pasar a mayores.
Las campañas contra el maltrato cuelgan la pelota en el tejado de la mujer: “Denuncia” dicen. Y ahí se queda la denuncia y la pelota, sin que las autoridades hagan nada para evitar la crónica de un enviudamiento anunciado. Año tras año, por todo el territorio español se desparrama un feminicidio en crudo, una plaga hecha bofetada a bofetada y muerte a muerte en la que en cada domicilio se va cocinando a fuego lento una pequeña Ciudad Juárez.
Los vecinos no saben nada, y si saben no hablan, y si hablan, los mandan callar y no insisten. La policía viene cuando la llaman, pero tampoco puede hacer nada para evitar un crimen planteado en futuro perfecto; cuando acuden por última vez, la definitiva, ya es demasiado tarde y el crimen ya está escrito con sangre en el suelo de la cocina. En tiempos mejores, antes de la crisis y los recortes, se calculaba que había un policía por cada quinientas mujeres maltratadas.
En una de mis primeras novelas, El gran silencio, me inventé a
Roberto Esteban, un ex boxeador que fue campeón europeo de los medios y
que, ya caído del pedestal, se dedicaba primero al alcoholismo y luego a
dar palizas por encargo.
Contactaban con él para que solucionara esos problemas domésticos donde la policía habitualmente no se mete: abusos, maltratos, vecinos ruidosos, deudas impagadas. En un capítulo de la novela veía a un chulo que sacaba una navaja para rajar a una de sus putas, le quitaba la navaja y le tundía el alma a golpes.
Algo de ese espíritu de caballero medieval de barrio debió de quedarse en el tintero porque, en la siguiente entrega del personaje, Niños de tiza, se interponía entre una mujer maltratada y su ex, con resultados funestos para el trío.
Roberto aprendió que es mejor meterse donde no le llaman.
Señora, créame, la policía no puede ayudarla. La justicia no funciona.
Las denuncias no sirven. Roberto Esteban no existe.
Mejor cúrese en salud y cómprese un revólver.
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