El escepticismo es un sentimiento normal en tiempos turbulentos, y éstos que atravesamos lo son. Cuando se ha perdido la confianza en los grandes partidos que han marcado la pauta durante casi cuarenta años de democracia (tantos como los que duró el franquismo) es comprensible que muchos desencantados depositen su ilusión por el cambio en los partidos emergentes, unas formaciones políticas que, hipotéticamente, acabarán con el bipartidismo aunque quizás sólo lo modulen con una suerte de entendimiento multipartito que, confiemos, en nada se parezca a lo que estas semanas se vive en la comunidad andaluza.
Al
contemplar el actual panorama político me resulta curioso que en un extremo del
espectro, Podemos reniegue del radicalismo de izquierdas y se presente
como una socialdemocracia de corte nórdico mientras que Ciudadanos se
esfuerza por negar su derechismo cuando los hechos son: que el primero se nutre
de los desencantados del PSOE y de ex-votantes de Izquierda Unida
mientras que el segundo crece con los votos que ha captado del PP y del
centrismo de UPyD.
Hartos
ya de que se nos mienta, es difícil convencernos a quienes peinamos canas –y
también a muchos nacidos después de 1978– con propuestas falaces y programas
que cada partido elabora con estrategias basadas en la captación de votos como
única meta. Todas las formaciones aseguran poseer la exclusiva de verdad, un
sincero y único interés de mejorar a los desfavorecidos y la capacidad de
aportar soluciones que nunca hasta ahora se habían aplicado (incluso aquellos
que han tenido la posibilidad de hacerlo mientras gobiernan o cuando
gobernaron).
Personalmente,
desconfío tanto de Podemos como de Ciudadanos (sus promesas me parecen
demasiado gratuitas y halagüeñas para los desesperados oídos de quienes sufren
los estragos de la crisis y contemplan impávidos la corrupción que nos ha
convertido en el hazmerreír de Europa), aunque tal vez desconfíe menos de esos
partidos emergentes que de las formaciones que ya han gobernado con descarado
incumplimiento de sus promesas electorales. Me duele reconocerlo pero, hoy por
hoy, soy incapaz de ver algo más en las promesas de cualquier partido político
que no sean las mentiras del mañana. Desencanto creo que se llama lo que
siento.
No
obstante, y a pesar de mi escepticismo, que nadie infiera una intención
abstencionista por mi parte. El próximo domingo 24-M votaré, y lo haré por
quienes estime que tienen más probabilidades de satisfacer mis expectativas
para que la sociedad española sea más justa e igualitaria; votaré por quienes
considere que están más en contacto con el mundo real y por quienes menos
parezcan instalados en las mentiras electoralistas planificadas; votaré por
quienes actúen con una ética más contraria a la corrupción y más próxima a la
integridad y a la honradez.
Lamentablemente,
a tan sólo siete días de las elecciones municipales y autonómicas, no tengo
decidido mi voto pero sí que estoy seguro de lo que no quiero. Estoy cansado de
que se me mienta y manipule, y voy a ejercer el poder que me otorga la
democracia a través de un voto que, presiento, será más intuitivo que basado en
la certidumbre. Por todo ello, no votaré a quien más me ilusione –ningún
partido lo ha conseguido– sino a quien menos probabilidades estime que tiene de
mentirme según mi apreciación subjetiva.
Confío que estas reflexiones sean útiles para quienes, como yo, se sienten desencantados con el bipartidismo y, al mismo tiempo, son escépticos con los partidos emergentes. Y sobre todo espero haber incentivado a votar a quienes pudieran dejarse seducir por la sombra de la abstención.
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