Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


domingo, 25 de octubre de 2015

El hospital del alma

Panorama




Había en su soledad algo que me llevaba a quererle, una especie de conducta aprendida en la pizarra condicionada del corazón, una necesidad de alimentar mi cuerpo bajo el tanque de acero en el que se había convertido su cama. Solía mandarle besos de luna, de vida o de abril porque abril es el mes en el que las violetas son cómplices y el verde del campo un amante inmerso en el lenguaje de la memoria. No había palabras desordenadas entre nosotros ni despertares que no abrazaran una distancia que ya era nuestra casa, una casa hecha a la medida de un beso, de un rincón de luz, de otra dimensión donde nos abrazábamos desnudos sin temor a ser heridos. Éramos refugiados del destino.


Él no creía en el alma y yo era un alma inquieta. Así, que cuando me mostró la delicada biblioteca que guardaba bajo su coraza no pude evitar pensar en Plotina y en su maravilloso “hospital del alma”. Casualmente, yo era enfermera.


Le hice prometer que jamás se moriría y él me ofreció una esquina en las memorias que llegado su invierno teclearían sus dedos arrugados, los mismos que recorrían mi silueta en las noches pobres de estrellas, sedientas del vigor de los años pasados. Le había conocido un miércoles de febrero a la hora en la que el sol busca alimento en las aceras, en los adoquines temblorosos que a duras penas sujetan los pasos de los transeúntes, la prisa impuesta por los quehaceres, el desamor de un tiempo condenado al olvido.


Él era un escritor observando los datos que se cruzaban por su camino y mi espalda fue un buen comienzo…más tarde lo serían mi coleta, mi camisa blanca, mi falda de tubo, mis infinitos tacones y las piernas de vértigo que nunca tuve. Después del primer beso pusimos condiciones a la cordura, límites a las manos y puertas a la intimidad que no nos correspondía. Pero él estaba más solo de lo que parecía y la diferencia de edad me convirtió en una niña mala, en su niña mala…


Los domingos me daba los valores de su tensión arterial antes de bajar al bar a leer el periódico y a pasear en busca de flores selectas que le trajeran la sombra de la paz. A veces conquistaba irremediablemente la derrota y en otras, las musas acariciaban su libido y me narraba el placer sobre mi piel candente. En esas veces los pájaros saltaban de rama en rama y su juventud se instalaba en su boca e hilaba los secretos de un sexo que aprendió entre mirillas y escaleras, en el verano de un río o en el rostro sonrojado de una montaña. Con los meses, yo también le fui contando las inocentes pautas de mi aprendizaje, el aroma de un flujo que en las yemas de mis dedos humedecía el silencio y hacía eco en su nombre una y otra vez, una y otra vez…


Decía que la vida no tiene remedio pero no es cierto. El lunes, por fin, se atrevió a buscar el consuelo de mis ojos para el corazón de todos los hombres en los que me conquista. Surgió frente a mí como un amanecer, como un ángel de la guarda, un celador de nubes, un sanador de palabras para darme habitación en su hospital del alma, una habitación de larga estancia…


 





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