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martes, 20 de octubre de 2015

Una víctima de la violencia machista cuenta su historia para ayudar a concienciar a la sociedad * "Todavía echo de menos a mi agresor"

María está acabando de salir de las zonas de sombra que ha habitado en los últimos años al ser víctima de la violencia de su expareja y haber logrado dejarlo

"Todavía echo de menos a mi agresor"

 

 Una víctima de la violencia machista cuenta su historia para ayudar a concienciar a la sociedad


María se aferra a su relato como se agarraría la víctima de la crecida de un río a una rama saliente. Quiere evitar que la corriente acabe arrastrándola. La fuerza que la empuja es el torrente de sus sentimientos, muchos de ellos contradictorios. Desprecia a su agresor y hasta le desea la muerte. Lo paradójico es que a la vez le echa de menos cada día. Hasta hace muy poco, vivía todavía pendiente de sus mensajes en el móvil. Es un síndrome de Estocolmo doméstico. "Perdí mi dignidad y ahora la estoy recuperando", dice mientras se seca las lágrimas. Es otro caudal que aparece y desaparece en su relato.


María forma parte de ese 12'5% de mujeres españolas mayores de 16 años que han sufrido en alguna ocasión violencia sexual, física o psicológica. "Solo me pegó a una vez, pero el maltrato psicológico fue permanente durante los ocho años que estuvimos juntos". Hace dos que abandonó el piso que compartía con su maltratador en Barcelona. A veces con voz temblorosa y otras con tono firme y nítido, explica que quiere contar su historia porque "la sociedad no puede cerrar los ojos y ha de desterrar para siempre expresiones como 'algo habrá hecho', que todavía se oyen por ahí".



En un acto de íntima sinceridad añade que esta especie de confesión con vocación de ser pública –todavía no se atreve a mostrar su rostro ni facilitar su identidad– la puede ayudar a "canalizar el rencor hacia algo bueno". "¿Cómo alguien tan guapo y apuesto podía haberse fijado en mí? Me envió muchas señales que debí haber reconocido en los primeros meses, pero para mí era un príncipe maravilloso que acabó convirtiéndose en un monstruo".


Esta mujer valiente, que reconoce que todavía quedan en ella ciertos resquicios de aquel vínculo adictivo que mantenía con su verdugo psicológico, tiene 52 años y dos hijos mayores de edad. Es vecina de L'Hospitalet de Llobregat, aunque vivió en Barcelona mientras duró su dañina relación.


Describe con todo detalle que su expareja llegó a tenerla tan controlada que hasta logró que se alejara de sus amistades y que dejara un trabajo. La presionaba con la sospecha infundada de que estaba manteniendo relaciones sexuales con su jefe.


"Yo no es que fuera masoquista o tonta. Es que sentía que no tenía salida. Me daba cuenta de todo, pero no sabía encontrar el camino. En realidad, no sabía vivir sin él. Y ahora, hasta hace poco, fantaseaba con matarlo. Era una obsesión movida por la venganza. Dice la psicóloga que pronto llegaré a la llamada fase de indiferencia, pero lo echo de menos todavía.


Soy consciente de que no puedo volver con él, pero lo echo de menos".


 A pesar de que todos los terapeutas le recomendaron que cortara de raíz el contacto con él, no ha cumplido del todo con ese mandamiento. El WhatsApp se interpone.


Desde el principio, él la sometía a vaivenes emocionales en los que tensaba la cuerda pero no la rompía. Era capaz de parar el coche en seco y culparse de "ser un cabrón" por no quererla suficiente, de haber estado jugando. "Y después me abrazaba, me besaba y me volvía a decir que me quería". El tiempo fue pasando y se consolidó tanto su dependencia de él como las riñas y los enfados.


 Se enojaba con ella por cualquier motivo. Porque no estuviera la leche a la temperatura adecuada o por cómo iba vestida. O simplemente por su pasado. Le hacía continuos reproches. Tras la tormenta, llegaba el castigo. Se pasaba horas y hasta días sin hablarle por mucho que ella se dirigiera a él.


Nada. Silencio despectivo.


De repente, todo hacía un giro súbito y el agresor se comportaba como si nada hubiera ocurrido. Eran palabras amables que envolvían cargas de veneno: "Es que tú me obligas a hacerlo, cariño. Tú eres la culpable de lo que ocurre". "Sin motivo alguno, llegué a creerme durante mucho tiempo que era una ladrona, una mentirosa compulsiva y una puta".


Tras las tensiones, llegaba de nuevo la luna de miel: "Pasábamos unos días maravillosos y entonces pensaba que lo podía sacar de ahí y lo volvía a perdonar". Ese ciclo completo de comportamiento se reprodujo una y otra y otra y otra vez. Como aquella noche a las dos de la mañana en que la dejó abandonada en mitad de la autopista. Le dijo que se bajara, pero antes la amenazó con un martillo y le gritó que la mataría. Todo vino por una discusión por no haberle servido el café después de cenar. Los Mossos d'Esquadra de tráfico acudieron a rescatarla. No denunció: "Sabía que si lo hacía era el final de la relación".


No fue la última vez que acabaría tratando con la policía autonómica porque en otra ocasión la quiso echar de casa. Ella se resistió y entonces llamó al 112. La patrulla llegó y los oyeron por separado.


Uno en la cocina y otro en el salón. No había nada que hacer. "Coja lo que necesite y bájese con nosotros", le dijeron los policías. Ya en la calle, le preguntaron si tenía dónde ir y le subrayaron que no tenía por qué pasar por aquello. Pero ella tampoco hizo nada. Los cinco minutos que llevaban desde la casa del agresor hasta el metro se hicieron interminables.


 Cuántas veces lamentó no haber bajado aquellas escaleras hacia la estación. Cuántas veces se arrepintió en cambio de haberse dado la vuelta y, empujada por un magnetismo tan inevitable como maligno, haber vuelto a la morada del monstruo. "Tardó en abrirme. Tuve que llamarle mil veces. Al final, me dejó subir. Se pasó varios días sin hablarme".



Las discusiones solían producirse de noche. A esas horas, el dique del alcohol soportaba más presión: "Tomaba chupitos de whisky a cualquier hora y si tenía sed, no bebía agua sino cerveza". Durante una velada en 2013 se produjo la agresión física. "Ya no recuerdo ni por qué fue la discusión. Sé que le eché en cara una infidelidad que había cometido en vida de su esposa. Él era viudo". Entonces se levantó del sofá y se puso frente a ella, que también estaba sentada. Con calma y parsimonia, le quitó las gafas. "Y entonces empezó a darme puñetazos, sobre todo en la cabeza, aunque se le escapó uno al pómulo y otro me dañó el labio". No dejó casi marcas. "Paró de pegarme cuando se cansó."



Huyó como otras veces a casa de sus padres, donde vivía también uno de sus hijos. "Te sientes como un deshecho porque sabes que tendrías que denunciarlo, pero no lo haces. No quería perderlo y, además, tenía miedo de lo que le pudieran hacer". Al día siguiente, al levantarse después de haber tenido el móvil apagado, tenía más de 40 llamadas de él. En algunas había dejado mensaje. Cuando contactaron, el agresor le dijo que tenían que hablar, pero que tenía que ser en persona.


Lanzaba de nuevo su red adherente de engaños. Al encontrase, la abrazó con fuerza y buscó su perdón, aunque no llegó a pedirlo. "Es que eres tú la que me pones así", le dijo. Lo de siempre. "Al día siguiente, le perdoné y estuve junto a él un año más". Una vez más, lo de siempre.


En la primavera del año pasado se produjo la huida de la casa del agresor. Esta vez el motivo de la discusión fue la funda de un cojín con un bordado hecho por aquella difunda esposa innombrable. Le preguntó varias veces durante el día por aquella funda. Ella solía esconder la ropa por planchar porque acostumbraba a reñirle si se descuidaba con ello. "Busqué en los dos lugares donde la guardaba, pero no estaba.


Cuando vi que venía hacia mí y no podía explicarle dónde estaba la funda del cojín, reventé a llorar desconsoladamente. Se limitó a decirme: 'Tú ya sabes lo que has hecho'. Me alejé de él y él se puso a ver la tele. Estaba desconsolada y no me hacía ni caso. Dejé las llaves en el mármol de la cocina y me fui".


Tras aquello se inició el periplo por la asistencia social y la psicóloga. Unos días después se fue a una casa-refugio dependiente de una orden religiosa. "Yo ni de soltera había ido jamás a ningún sitio sola". Compartió con las monjas –"todas iban de calle"– techo, comida y algunas tareas. La directora le entregó un libro al llegar titulado Mi marido me pega lo justo. Cada día hablaban de uno de los capítulos. Aquello le fue bien. Ahora continúa haciendo terapia y mantiene viva su lucha interna.


 Por ahora, va ganando la mujer que quiere alejarse del agresor. Hace seis meses, el agresor hizo un nuevo intento de hacerse con el control. La abordó en la calle. "Me pidió que volviéramos y hasta me pidió que me casara con él. Ni loca. En otro tiempo, me hubiera puesto loca de contenta".


 http://www.lavanguardia.com/sucesos/20151019/54437295360/victima-maltrato-entrevista.html





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