La privatización del Parlamento como recinto doméstico sin antagonismos
dramáticos ha generalizado un orden de valores más ajustado a un régimen
autoritario que a una democracia
No voy a entrar en el
análisis de los discursos de la sesión de investidura del pasado martes
ni a aventurar vaticinios sobre negociaciones y gobiernos futuros. Me
interesa más --al menos a estas horas-- abordar los marcos simbólicos;
es decir, preguntar qué ha pasado --si es que ha pasado algo-- en el
nivel de la “representación”, que es el que define en realidad a un
parlamento.
Recordemos de entrada que la representación no nace como un
instrumento de las clases poderosas para someter a las clases populares
sino, al revés, como una conquista de las clases populares a las que
las clases poderosas se avienen --y pasan luego a manipular-- porque han
sido relativamente derrotadas. Incluso con arreglo a la teoría liberal
clásica, en el parlamento están virtualmente presentes “las armas” con
las que el pueblo ha conquistado el sufragio universal: es lo que las
constituciones llaman “soberanía popular”.
El parlamento representa al
mismo tiempo al “pueblo virtualmente en armas” y a las clases poderosas
virtualmente vencidas, pero victoriosas de hecho a través de
procedimientos ahora --digamos-- intrademocráticos: leyes electorales,
monopolio del espacio público, erosión sistemática de la división de
poderes. En todo caso el parlamento es el lugar a donde se han
trasladado las “armas” y debería ser, por tanto, el lugar “natural” del
conflicto en las sociedades democráticas: el lugar donde los conflictos
deben expresarse y realizarse --más que resolverse definitivamente-- sin
muertos ni sangre.
En este sentido, el parlamento es estrictamente un
teatro: el recinto donde se representa, no el Bien Común ni los
intereses de los ciudadanos, sino el conflicto radical entre ellos. Su
género es --debe ser-- el drama; o lo que los griegos llamaban la
tragedia.
Es por eso que no tienen razón los que dicen que bajo el
bipartidismo el Parlamento era “puro teatro” y que ahora Podemos y las
confluencias lo han convertido en un “lugar real”. Es todo lo contrario.
Bajo el bipartidismo el Parlamento no era “teatro de nada”, en él no se
representaba a nadie porque no se representaba ningún conflicto. Desde
luego no se representaba ningún drama. No es que no hubiera allí algunas
voces sueltas y dignas que trataban de recordar al “pueblo en armas”;
el problema es que --como señaló Pablo Iglesias en su discurso-- no
tenían suficiente protagonismo como para ocupar la escena.
La novedad
del discurso de Pablo Iglesias no reside tanto en lo que dijo --pensemos
en Julio Anguita o en Labordeta, sí, pero también en Garzón, en Bildu o
en ERC--, sino en que esta vez había que escucharlo. Hasta ahora, como
digo, el Parlamento no era un teatro o era apenas un entremés en el que
se representaban pequeños enredos conyugales. Los diputados del régimen
habían privatizado de tal manera ese espacio que en realidad era, sí,
su casa: de ahí que estuvieran repantigados y adormecidos en los
escaños, o jugando con el móvil, o haciendo negocios en el bar.
Es eso a
lo que llamaban “formas parlamentarias”. Después de los sobeteos y
lametones que Sánchez propinó en sus intervenciones a la palabra
“cambio” me cuesta seguir usándola, pero digamos que “las fuerzas de
cambio” han devuelto ahora el drama al Parlamento y lo han hecho no
gracias a sus discursos sino a sus votantes, que son los que nos obligan
a prestar atención a las palabras.
Podrá gustar más o menos, y por distintos motivos, que el
discurso de Pablo Iglesias, más allá de su innegable brillantez, fuera
áspero, bronco, agresivo y hasta “identitario”, pero creo que era el
único posible y no sólo por razones “tácticas”. Sobre todo por razones
simbólicas. En ese marco, en ese contexto, con esos votos, su
intervención tenía que implicar en sí misma una ruptura y una
reconstitución; tenía que ser estrictamente “performativa”: una
declaración mediante la cual se enunciase y se consumase públicamente el
fin del bipartidismo.
Tenía que ser una “apertura de hostilidades” que
por eso mismo reabriese el espacio parlamentario como escenario
dramático donde se representa de nuevo, o por primera vez, el conflicto
entre el pueblo virtualmente en armas (origen mismo del parlamento) y
las clases poderosas victoriosas de facto. El peligro cierto de que, al
devolver al Parlamento su sentido, encerremos y agotemos en él todo
conflicto, descuidando otros espacios de lucha, no debe hacernos
olvidar, en cualquier caso, que la función real de la cámara legislativa
se expresa en su dimensión teatral y en su escenografía dramática y que
es esta recuperación precisamente la que ha soliviantado hasta la
histeria a la vieja clase política y a sus medios ancilares,
acostumbrados a operar no en el teatro sino en su propia casa.
Esta histeria --ahora bien-- no es sólo cálculo y
estrategia política. Forma parte de eso que se ha llamado “batalla
cultural”, en la que estamos todos atrapados, lo que implica reconocer y
tratar de desmontar una constelación de evidencias estéticas y
litúrgicas que fatalmente naturalizan la falsa ausencia de conflicto. Si
mucha gente normal siente una indignación sincera frente a los
“modales” y los discursos de los nuevos diputados es porque la
privatización del Parlamento como recinto doméstico sin antagonismos
dramáticos ha generalizado un orden de valores más ajustado a un régimen
autoritario que a una democracia.
Pensamos y juzgamos y sentimos como
si estuviésemos preparándonos ya para aceptar una dictadura; ese
entrenamiento cultural, coronado por masajes de los medios de
comunicación y de un sector de la clase intelectual, es lo que hemos
llamado “bipartidismo”.
La sesión de investidura del martes ofreció dos ejemplos
inquietantes de esta inversión de valores, una en el campo de los
modales y otro en el de los discursos. Respecto de los valores, ¿qué ha
tenido que ocurrir para que la reapertura del dramatismo parlamentario
se considere una infracción a las “formas parlamentarias” mientras que
estas mismas “formas parlamentarias” consideran natural y hasta
imperativo el cuchicheo, el desprecio del adversario, el abucheo y el
abandono de la sala en plena sesión? Entre los muros de esta propiedad
doméstica, cualquier gesto o conducta que reprima el drama es
considerada legítima y hasta elegante.
Sólo así puede entenderse la
irrefrenable grosería de Patxi López, presidente del Congreso
experimentado en ceremonias, y la escasa indignación que ha provocado.
Su intempestivo tuteo a un Pablo Iglesias que solicitaba su amparo
cuando se estaba cumpliendo su tiempo y la mentira palmaria con que
despachó su turno (“has superado con creces los tres minutos”) son muy
indicativos de la parlamentofobia de nuestros viejos políticos, pero
también de la devastación mental de una parte de la población, por no
hablar --mucho más responsables-- de algunos periodistas y algunos
intelectuales.
La inversión de valores en el campo político es aún más
grave. Probablemente no fue oportuna --en términos “tácticos”-- la
segunda alusión de Pablo Iglesias a Felipe González y la “cal viva”. Que
se lo reprochen, si acaso, los miembros de su partido. Pero, ¿qué ha
tenido que pasar para que se considere “obviamente” más grave, agresiva,
calumniosa y antiparlamentaria la verdad que la mentira? Seamos muy
rotundos. ¿Qué es la cosa más radical que se puede hacer contra el
lenguaje, nuestro marco de convivencia original? Mentir.
En la sesión
parlamentaria del martes hubo mentiras, mentirijillas, medias verdades y
hasta algunas estadísticas, pero ninguna falsedad tan destructiva --tan
radical, sí-- como la de querer asociar a Podemos con el repugnante
asesinato de Isaías Carrasco y con ETA. En un país realmente democrático
toda la clase política y todos los medios de comunicación habrían
afeado de tal manera la conducta de Pedro Sánchez que la vergüenza le
habría impedido volver a presentarse el viernes a la votación o, al
menos, le habría obligado a pedir disculpas.
Es, sin embargo, el PSOE el
que, ofendido y cargado de razón, osa exigir a Pablo Iglesias una
disculpa por recordar la incuestionable relación entre su partido,
entonces dirigido por Felipe González, señor de los pantanos, y los
crímenes de los GAL. La cúpula de su Ministerio del Interior --no lo
olvidemos, no lo olvidamos-- acabó en la cárcel por ello.
Esta es la lógica, sin embargo, de la parlamentofobia
dominante. La ética humana y parlamentaria más elemental debería
llevarnos a considerar “radicales” a los que mienten en público para
destruir a un adversario político (¡Kant no podría definir mejor la
“radicalidad”!), salvo que nuestro sistema de valores esté tan
“radicalmente” alterado que juzguemos “radical” todo lo que introduce el
drama en el Parlamento y, al contrario, moderado y legítimo, y hasta
decente, y hasta elegante, y hasta democrático, todo lo que lo reprime.
Bajo ese esquema ocurre entonces que la verdad, que dramatiza el
conflicto, es intolerable e incluso “terrorista” y la mentira, que lo
reprime en favor de los poderosos, es un deber sagrado en defensa de la
convivencia y la Constitución.
En definitiva, esta inversión de los valores no es nueva y
de hecho viene siendo utilizada con éxito desde hace años en el País
Vasco y en Catalunya, desde donde --colonización al revés-- llega ahora a
la política nacional. Sus principios son muy simples: cualquiera que
introduzca el conflicto político en el Parlamento, su lugar “natural”,
es antidemocrático y radical; cualquiera que introduzca allí la verdad
es malsonante, maleducado y desleal y debe pedir disculpas.
O los
periodistas y los intelectuales ayudan a los ciudadanos a restablecer
sobre sus pies los valores democráticos o conviene que nos vayamos
preparando para tiempos muy duros.
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