En la radio suena una vieja canción de febrero de 1992.
“Presa del mal/ quise escapar/ el tipo trata de violarla/ cae Louise
-Qué te salgas de ahí!!/ Vas a pedir, vas a pedir piedad o te vuelo la
cabeza puercoespín”. Y la canto, como lo hago cuando voy en el auto y
estoy sola, a los gritos, desafinada, como cuando la estrenaron y tenía
mucho menos años. Me paro en seco, es mi parte preferida,
automáticamente me acuerdo de lo que acabo de escribir en Facebook. La
cronista ecuatoriana Ampuero había posteado en su muro: “Me llamo María
Fernanda y viajo sola”. Otros y otras (y yo) replicamos la frase por el
derecho de viajar solas. Sólo cambiamos los nombres: Juan Martín;
Claudia; Sandra Beatriz; Natalia; Eileen; Diana….
Viajo sola desde exactamente el mismo mes del mismo año en que Fito
Paez estrenó “Dos días en la vida”, la canción que suena en la radio.
Era febrero y dejé el ritual de veranear en familia para ir de mochilera
con mis amigas. Tengo una imagen. Yo, en el ómnibus que me llevaría de
Cariló a La Plata y de ahí a la Patagonia. Estoy sola, sentada en el
asiento de la ventanilla. Saludo a mi papá y a mi mamá, que desde abajo
me despiden en mi viaje iniciático. Mamá llora, la miro, me preguntó por
qué llora.
Viajo sola o con amigas -a veces muchas a veces pocas- desde aquel
año. En las últimas dos décadas, viajo sola también por trabajo. Soy
periodista y viajé sola como enviada especial del diario Clarín a los
lugares más increíbles del mundo. Sola. A veces en viajes planeados y
otras en las que apenas tuve dos horas para armar un bolso, agarrar una
computadora y tomarme un avión.
Viajé sola hacia desastres naturales; a fronteras peligrosas donde
hubo movilización de tropas y guerrilla; a cumbres presidenciales; al
G20 en Rusia; he viajado sola a cubrir asesinatos como el del Leila
Baishier y Patricia Villalba en Santiago del Estero; a recorrer la selva
amazónica; a contar cómo el temido cuerpo especial de la policía
brasileña tomaban las favelas de Río de Janeiro; fui también hasta allí a
cubrir la visita del Papa. Un domingo me tomé el primer avión al
rescate de los 33 mineros en Atacama; con más tiempo viajé a la selva
del Chapare profundo para ver cómo Evo Morales votaba en el lugar en el
que construyó su fuerza política; fui sola decenas de veces a seguir la
evolución de la revolución bolivariana. Una tarde, empapada, vi en medio
de la multitud a Chávez despedirse de sus seguidores. Caminé sola,
mojada por las calles peligrosas de Caracas, vi como lo bajaban del auto
descompuesto y pensé que moriría pronto.
Siempre sola caminé por lugares inhóspitos, dormí en lugares no
aptos. En Emiratos Arabes me tomé un taxi y su conductor afgano intentó
violentamente bajarme del auto porque era soltera y no tenía hijos. En
todos estos años, me crucé con cientos de chicas y mujeres que también
viajaban solas. En el baño del aeropuerto de Qatar vi compartir el mismo
espacio a europeas apenas vestidas con shorts y musculosas y a iraníes
tapadas hasta los ojos (a las que la vestimenta tampoco les asegura
estar a salvo de la violencia ejercida por su condición de mujeres).
Muchas de ellas iban solas –porque aunque en grupo también las mujeres
van solas-, como lo fueron Marina Menegazzo y María José Coni,
asesinadas en Montañita, Ecuador.
María Dolores Sánchez e Irina Laura Montoya, las mochileras asesinadas en Chañar Ladeado, Santa Fe, en febrero de 1998.
Viajo sola y acabo de leer que quienes lo hacemos somos “víctimas
propiciatorias” y cito ahora la definición del “especialista” Hugo
Marietan, médico psiquiatra, consultado por el medio digital argentino
BigBang! News. Porque viajaban solas, Marina y María José son esa clase
de mujeres que ‘asume un alto riesgo y de alguna forma parte de lo que
moviliza el crimen. Con facilidad ocupa el lugar de víctima’, explica
sin quitarle el peso de la responsabilidad de los agresores”, se ocupa
de aclarar el texto.
“Sin quitarle el peso de la responsabilidad a los agresores”, viajo
sola. Como lo hacían Irina Montoya y María Dolores Sánchez, asesinadas
el 18 de febrero de 1998 en el camino de acceso a García del Río, a
metros del kilómetro 36 de la ruta 33, en el llamado el “Crimen de las
mochileras”. O como las turistas francesas Cassandre Bouvier y Houria
Moumni, halladas muertas el 29 de junio de 2011, después de haber sido
violadas, baleadas y golpeadas en el Mirador de la Quebrada de San
Lorenzo, en Salta, adonde habían ido a pasear. Como lo hizo Annagreth
Wurgler, la turista suiza desaparecida en La Rioja y dada por muerta en
2006.
“# Tener ropa adecuada dependiendo, al lugar que vas: no provocar ni
llamar la atención”, es el último consejo de un protocolo de seguridad
destinado a las jóvenes que viajan solas y que es parte de una página en
Internet que se ha creado en memoria de las dos chicas asesinadas en
Ecuador.
“# No confiarse de NADIE”, dice el otro ítem del Decálogo de Protección de la web Viajeros en alerta.
“# Tener una cadenita con nombre y teléfono de contacto (como los que
utilizan los militares con el tipo de sangre)”, agrega en la lista.
¿Para qué le hubieran servido las cadenitas símil marines a Irina y
María Dolores? ¿Para que las identifiquen más rápido? Todavía no quedó
en claro que la violencia de género está en la calle o en el hall de tu
casa como le sucedió a Angeles Rawson. ¿La hubiera protegido la chapita
con sus datos? ¿Qué resguardo le hubiera dado a Irina y María Dolores?
¿La de que eran jóvenes que pertenecían a un hombre, a una familia, y
por lo tanto “no susceptibles” de ser atacadas?
“En la misma línea, el especialista sostiene que ‘jugaron con fuego y
tenían altas probabilidades de que les pase algo por las condiciones
del lugar’”, dice otra parte de la nota citada más arriba. ¿Las
condiciones del lugar? ¿En las que te matan y te colocan en bolsas de
basura?
Viajo sola desde siempre, pero cuando hace un año me llamó mi sobrina
desde Salta para consultarme si se seguía viaje hacia Bolivia con un
grupo de chicos que había conocido, el corazón se me detuvo. Me acordé
de mi vieja despidiéndome en mi primer viaje sola. Me compuse, dejé la
computadora y juntas evaluamos las posibilidades de seguir. Decidió
volver.
¿Jugaba con fuego?, como dice Marietan o viajaba como todos los que
lo hacemos (no importa el género) para conocer, vivir, experimentar y
porque tenemos derecho a hacerlo sin correr riesgos.
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