Me parece que este empecinamiento español en negar la verdad de su propia historia es la gran flaqueza de su precaria democracia
Un 20 de noviembre, hace
algunos años, visité el Valle de los Caídos en las afueras de Madrid. No
esperaba ver lo que encontré allí. Un recinto sepulcral y silencioso
enclavado en un bosque, resguardado por discretos policías. Dentro había
un puñado de sombríos visitantes, incluyendo dos hombres de bigotes
cortos y largos chaquetones de cuero negro, quienes, de pronto, delante
mío, dieron saludos fascistas al unísono ante las tumbas de los hombres
allí enterrados.
Al hacerlo, intercambiaron miradas cuasi clandestinas, y
salieron a una gran terraza que hay afuera, presidida por la gran
columna de piedra y la cruz que se alza al cielo azul. Ahí se
encontraron con sus miradas de complicidad para caminar juntos. Por un
rato les observé deambular con un aire de propiedad y de pertenencia. Me
di cuenta de que allí yo era el forastero, y que ellos estaban en su
lugar. Es más, quedó claro que era un sitio exclusivamente reservado
para ellos, los últimos fascistas, protegido por un Estado
inexplicablemente complaciente.
Sentí que estaba en un lugar
maldito, y que ese lugar debía ser destruido, que mientras existiese,
fascistas como esos hombres podrían reunirse y sentirse de alguna manera
reivindicados en sus ideologías nefastas, e inclusive soñar con la
posibilidad de un retorno al poder. Me parecía una ofensa a la
conciencia humana que ese monumento siguiera en pie y protegido
inclusive por el Estado español mientras que el cuerpo del poeta
Federico García Lorca, víctima de los mismos hombres allí enterrados,
está todavía tirado en un barranco anónimo, en lugar de tener una
sepultura digna. Él y unas decenas de miles más, claro.
Como hijo de un país que
tuvo su propia guerra civil hace siglo y medio, en el que se pueden
visitar museos dedicados al tema desde ambos bandos e incluso alguno de
los principales campos de batalla -conservados y protegidos como
monumentos históricos- siempre me había extrañado que en España no
hubiera un lugar oficial en donde ir a recordar la cruenta contienda que
desangró al país de 1936 a 1939, y que fue la antesala de la mismísima
Segunda Guerra Mundial. Al visitar el Valle de los Caídos, dejé de
extrañarme. Entendí que en España nunca hubo una reconciliación
nacional, sino una victoria aplastante de unos en contra de los otros, y
fue a esa realidad a la que se adaptó la gran mayoría de la gente.
Cuando pregunto a españoles
cuál es el monumento nacional a la Guerra Civil, me dicen que no existe
o, después de pensar un momento, sugieren que es el Valle de los Caídos.
Yo les pregunto: ¿Acaso no es ese lugar la tumba de Francisco Franco y
de Jose Antonio Primo de Rivera? Sí, me dicen. Y además, pregunto, ¿no
fue mandado construir por Franco con la mano de obra forzada de
prisioneros de guerra de la vencida República? Sí, me dicen.
Entonces,
pregunto, ¿no es el Valle de los Caídos un monumento a la victoria de
Franco? Pues sí, me dicen, casi siempre algo incómodos. Casi todos me
aseguran que ellos personalmente nunca han visitado el Valle de los
Caídos, y que es un punto nulo para ellos, porque ya no tiene ninguna
relevancia en sus vidas, ni tampoco para la España moderna. Que lo han
consagrado al olvido junto con todo lo demás –monjas, la cruz, las
iglesias a donde solo van las viejas, junto con las familias numerosas,
el servicio militar obligatorio y la tauromaquia–. “Tomate otra caña,
Jon Lee”, me dicen, “y deja de joder”.
Pero no puedo. Siempre me ha
inquietado la tendencia española a la amnesia colectiva y también su
tolerancia a convivir con lugares temibles como el Valle de los Caídos.
Comenzando con el pacto del olvido que fue el eje de la la famosa
Transición post franquista, me parece que este empecinamiento español en
negar la verdad de su propia historia es la gran flaqueza de su
precaria democracia. Esta amnesia hacia lo propio también se extiende a
la Segunda Guerra Mundial, –ya que Franco simuló neutralidad en la
contienda– y ha hecho posible que los españoles se sientan libres de
toda responsabilidad moral en aquello.
Esto es extremadamente ofensivo y
de hecho se asemeja a la actitud de los turcos con su obstinada
negación histórica de la carnicería a la que sometieron a los armenios, y
que es de alguna manera la piedra fundacional del Estado turco que
vemos hoy en día –tan intolerante, tan poco dispuesto al debate civil,
tan poco democrático–. España y Turquía tienen algo fuerte en común: la
negación de su propia historia.
La derrota de Alemania, en
cambio, obligó a los ciudadanos de ese país a enfrentar los horrores que
habían cometido en nombre del Tercer Reich. Decidieron borrar de la faz
de la tierra el lugar exacto de la muerte de Hitler, su búnker en
Berlin, justamente porque no quisieron legar a sus nefastos discípulos
un lugar de peregrinaje. A través de los años los alemanes también han
podido enfrentar sus demonios y hoy en día, en debate abierto y
consciente, asumen su responsabilidad ante el genocidio que cometieron.
La pequeña vecina nación de
Portugal también tuvo su dictadura fascista pero, aunque fuera tardía,
los portugueses tuvieron su Revolución de los Claveles, y se sacaron
algunos clavos. En España, en cambio, los españoles se quedaron
acurrucados durante cuarenta largos años con su dictador, excusando su
comportamiento con la supuesta dictablanda de los
últimos años (que incluía ejecuciones con garrote vil hasta meses antes
de su muerte), y cuando les tocó la hora de buscar un cambio, optaron
por la paz de los muertos y una amnesia artificial a cambio del
advenimiento del turismo, del bikini, y de un país Benidormido, en donde no pasa nada porque todo pasa.
Hoy, cuando se cumplen 80
años del “levantamiento” que lideró Franco en el verano de 1936, que
provocó la Guerra Civil y terminó con las vidas de por lo menos medio
millón de españoles y el exilio de otros tantos –además de alentar a
Hitler en su invasión de Checoslovaquia y a emprender la Segunda Guerra
Mundial y el Holocausto– sería conveniente reconciliarse con la
historia, y, en un acto solemne, volar con poderosos explosivos ese
monumento a la brutalidad que se llama Valle de los Caídos.
Allí, entre los escombros de
ese lugar tenebroso, España finalmente podría tener su monumento
nacional: un sitio en donde no sólo los verdugos serían recordados, sino
también sus víctimas.
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