Uno de los momentos más interesantes del reciente debate de investidura,
del cual pronto tendremos la impresión que ocurrió hace una eternidad,
fue el cara a cara entre Mariano Rajoy y Pablo Iglesias. Rajoy se
divierte con Iglesias. Es obvio que le interesa el antagonismo con
Podemos, para mantener unido y movilizado el voto conservador y para
desdibujar al PSOE.
Pero hay algo más. Hay una mutua curiosidad. A Rajoy
le llama la atención un personaje que ha conseguido reunir cinco
millones de votos como si fuese el flautista de Hamelín, y a Iglesias,
como buen leninista, le interesa la anatomía del poder. Las
conversaciones entre ambos en Moncloa no han sido especialmente tensas.
La relación personal no es mala.
Minutos antes de la segunda votación, Iglesias le dijo a Rajoy que su
capacidad de resistencia se va a llevar por delante el bipartidismo, en
la medida que ha obligado al PSOE a dar un paso que más de la mitad de
sus electores deploran. “Las elites trataron de quitarle de en medio a
usted, para ponérselo fácil al Partido Socialista y a Ciudadanos.
Buscaban a otro candidato. Usted demostró ser buen político porque
resistió..., pero su resistencia ha dejado herido de muerte el
turnismo”. En aquel momento, las cámaras de circuito de televisión del
Parlamento enfocaron a Rajoy. Fue interesante. Se puso muy serio y
frunció levemente el ceño.
¿Hubo realmente una operación de las élites para descabalgar a Mariano
Rajoy y sustituirle por un candidato de consenso que facilitase el
acercamiento de populares, socialistas y riveristas? “¡Ni Rajoy, ni
Sánchez!”. Esa consigna circuló por Madrid antes de que llegase
Brumario. El principal periódico de la capital publicó un editorial en
esa dirección y algunos diarios digitales de considerable audiencia le
secundaron.
“Ni Rajoy, ni Sánchez”. A medida que los días pasaban y nada
se movía, esa consigna cobraba sentido. El ministro de Asuntos
Exteriores, José Manuel García-Margallo, hizo el 21 de febrero unas
declaraciones de doble filo al diario ABC: “La salida de Rajoy supondría
la desestabilización del Partido Popular”. El problema era funcional,
según el ministro de Exteriores. Si se encontraba la manera de no
desestabilizar al PP, Rajoy podía saltar. Ocho meses después,
García-Margallo ya no se sienta en la mesa del Consejo de Ministros.
Circularon algunos nombres para una operación Monti a la española: José
Manuel González-Páramo, exvocal ejecutivo del Banco Central Europeo, el
exministro Josep Piqué, el ministro de Economía Luis de Guindos, que no
tiene carnet del PP –De Guindos tuvo el acierto de mantenerse callado y
sigue sentado en la mesa del Consejo–, el eterno Javier Solana... El 9
de septiembre Felipe González lanzó uno de sus dardos envenenados: “Si
nos llevan a terceras elecciones, les pediría a los cabezas de lista que
no se vuelvan a presentar”. Ni Rajoy, ni Sánchez. Esa era la música.
Rajoy tuvo miedo en enero. Si aceptaba el encargo del Rey, sería el
primero en arder en la pira. Si perdía la investidura –que la iba a
perder– podía pasar de todo. Rajoy declinó la propuesta, pero hizo algo
más. Sugirió la posibilidad de convocar con la máxima rapidez posible
una segundas elecciones, mediante un dictamen del Consejo de Estado que
interpretase la situación de vacío constitucional: qué hacer cuando no
hay candidato. Felipe VI se negó. El Rey no quería poner en riesgo su
neutralidad y dio el encargo a Pedro Sánchez, cuando vio que este
levantaba la mano.
Ha habido momentos de tensión entre Moncloa y
Zarzuela estos últimos diez meses. Rajoy volvió a tener miedo a finales
de julio, cuando el Rey le propuso como candidato por segunda vez. No
las tenía todas consigo y titubeó. Al cabo de pocas semanas, en pleno
agosto, la relación de fuerzas empezaba a cambiar en serio: Ciudadanos
pactaba y le daba el voto. Rajoy contaba ya con una plataforma de 170
escaños y las elecciones de septiembre en Galicia salían en su ayuda. Lo
que vino después es perfectamente conocido.
¿Por qué no ha caído Rajoy? Por su capacidad de resistencia,
indudablemente. La leyenda del gallego resistente. Pero ha habido otros
factores. El más importante de todos ellos se llama Europa. Desde los
centros de decisión europeos nadie ha movido un dedo en su contra. El
Directorio Europeo deseaba su continuidad. No tenían motivo alguno para
desestabilizarle. Al contrario, en Bruselas y Berlín se temía una España
a la portuguesa. (Un Gobierno socialista apoyado por la izquierda
radical).
Ponga la palabra elite en su relato y triunfará. El mundo es más fácil
de explicar desde la creencia de que todo es fruto de una conspiración
oculta. Las elites no conforman una corriente unitaria. También tienen
intereses contradictorios. No hay un Comité Invisible anexo al Ibex 35
decidiéndolo todo. Tan falso es afirmar que había un plan secreto y
perfectamente trazado de los poderes económicos para pilotar la crisis
política española, como sostener que la banca y las grandes empresas no
han movido un dedo estos últimos diez meses.
El apoyo de los centros de poder europeos, la ausencia de un bloque
conspirativo unitario y la neutralidad del Rey, que no se ha prestado a
ningún tipo de maniobra, han sido factores clave para la continuidad de
Rajoy, que al recuperar catorce diputados en junio, consiguió asegurarse
la disciplina de su partido. Sánchez no pudo conseguir la misma
adhesión y sucumbió al vendaval.
Llama la atención que en el nuevo Gobierno, donde el afianzamiento de
Soraya Sáenz de Santamaría es indiscutible, Rajoy haya asignado a Álvaro
Nadal, sorayo de primera hora, un ministerio de Energía que pasará
cuentas con las empresas eléctricas, las gasistas y con los productores
de energías renovables.
Un ministerio exclusivo para un sector de la
economía, algo inédito en la política española. (Quizá el antiguo
ministerio de la Vivienda podría ser un antecedente). En el sector
energético, como bien sabe Albert Rivera, estaba la fracción de las
elites más dispuesta a clavarle una banderilla al gallego resistente
Enric Juliana, en La Vanguardia
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