Muchas veces advierto a mis alumnos de Historia sobre la importancia de
poner en sus redacciones el sujeto adecuado.
No hacerlo siempre trae
confusiones, tergiversaciones, ruidos lingüísticos, que en nada ayudan a
la construcción del pensamiento crítico, uno de los objetivos
fundamentales de la instrucción y de la educación, entre las que -creo-
no existen las distancias que algunos afirman.
El uso del impersonal es una de esas manipulaciones. Su efecto más
inmediato: la ocultación del sujeto que realiza la acción. Tengo
prohibido a mis alumnos usar el impersonal: en historia, les digo, es
obligado identificar un sujeto. Un par de ejemplos para aclararlo.
Desde
el Concilio Vaticano II (1962-1965), que habla de tolerancia y de
libertad religiosa, los manuales de Historia de inspiración católica o
los manuales de Religión acuden frecuentemente al impersonal (”Se atacó a
las aljamas de judíos”), como si no hubiera nadie detrás de esas
acciones: “la animadversión popular” contra los judíos resulta ser un
fenómeno espontáneo. A los autores de esos manuales, les resulta
insoportable hablar de la semilla antisemita que fue sembrando la
Iglesia a lo largo de los siglos, y que dio como fruto estallidos de
violencia que habitualmente coincidían con crisis coyunturales de
distinto tipo.
Debe de resultarles insoportable también la imagen de
sacerdotes histéricos dirigiendo a masas también histéricas en los
pogromos medievales. Los manuales integristas del pasado justificaban la
intransigencia, los actuales ocultan a sus protagonistas. Por la misma
razón, es incorrecta la visión de nuestra última guerra civil como
“locura colectiva”, o como algo “inevitable”: estas expresiones diluyen
el sujeto y la responsabilidad del golpe de estado de 1936, la auténtica
causa de esa guerra.
Tanto en el lenguaje académico como coloquial, es frecuente también
recurrir a la prosopopeya, a la personificación, que consiste en
atribuir una acción verbal a entes abstractos, a pesar de su incapacidad
manifiesta para realizarla. Es, junto a la atribución a los antepasados
de una voluntad de pertenencia que sólo es actual, la trampa
fundamental del nacionalismo. Esa trampa permite satisfacer el
narcisismo y el victimismo, consustanciales a esa ideología: “España
ganó a Holanda en la final del Mundial de fútbol”; “Cataluña resistió a
las tropas españolas”, “El ejército español entra a sangre y fuego en
Euskadi”, “Madrid se alzó en armas contra los invasores franceses”.
En
realidad, el que ganó el Mundial de fútbol de 2010 fue un grupo de
jugadores; los que resistieron a las tropas de Felipe V (mejor que
españolas) hasta 1714 fueron algunos sectores de la sociedad catalana
que apoyaron al archiduque Carlos (Felipe V también tuvo apoyos en
Cataluña); el que entró en 1937 a sangre y fuego en Euskadi no fue el
ejército español (había otro ejército español que la defendió de esa
sacudida), sino el ejército de Franco; y el porcentaje de madrileños que
se levantó contra las tropas napoleónicas en 1808 no llegó al 2%.
A un
sujeto incorrecto se añaden muchas veces los adjetivos y pronombres
inclusivos explícitos o implícitos (”echamos a los franceses”, “ganamos a
Holanda”), para fortalecer una identidad. No está de más recordar que
no nacemos con una identidad, que cada uno construye la suya a lo largo
de su vida. Al que lo reconozca, no cabe duda de que le será más fácil
construirse una identidad que tenga en cuenta al otro, reconocer en el
otro a un ser humano, ver las otras heridas cuando las lágrimas inunden
sus ojos.
Poner correctamente el sujeto es absolutamente imprescindible en estos
tiempos de crisis económica y política, anuncio de choque de
civilizaciones, populismos, movilización emocional de las masas, odio a
la inteligencia... Está claro que los responsables de los atentados
terroristas de Barcelona y Cambrils (y de Madrid, Londres, París... y de
Siria, Afganistán, Irak), en su redacción inconexa y deslavazada, no
han sabido poner bien el sujeto culpable de sus desgracias. Les basta
con uno muy simple: Occidente. Los occidentales que usan la violencia
verbal o física contra los musulmanes y las mezquitas, en su redacción
inconexa y deslavazada, tampoco han podido identificar bien un sujeto al
que culpar.
Por eso adquiere especial valor el ejemplo de los padres de Xavi, un
niño de tres años asesinado en el atropello masivo de las Ramblas, que
han abrazado públicamente y entre lágrimas al imán de la mezquita de su
localidad, Rubí (Barcelona), que ha vertido también las suyas. Si ese
gesto tiene un valor tan especial es porque desbarata los argumentos de
los que utilizan sujetos inadecuados (Occidente, los musulmanes), y
porque demuestra que es posible construir una identidad sin odio, ver
las otras heridas a través de las propias lágrimas, descubrir que debajo
del barniz identitario está la talla del ser humano. Esos padres,
incluso en el más cruel de los desgarros, sí han sabido discernir,
identificar y poner bien el sujeto.
Emilio Castillejo Cambra (en Diario de Noticias)
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