EL DUQUE Y EL JARDINERO
Leo en la revista Vanitatis –hoy por hoy le gana en rigor a toda la prensa del Santander-, que el excelentísimo señor don Carlos Juan Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, duque de Alba, busca jardineros para el palacio de las Dueñas, en mi querida, monumental y rancia Sevilla.
Don Carlos Juan Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo es grande de España nueve veces. Su sangre no es azul sino añil fosforescente, con tres ducados, cuatro condados, quince marquesados, un vizcondado, un señorío… treinta y siete títulos nobiliarios… caballero de varias órdenes…. Tiene azul hasta la capa.
Pretende su excelencia rediseñar los jardines de palacio. Labores
paisajísticas. Solicita a la universidad ingenieros en prácticas,
becarios, plebeyos con hambruna medieval que doblen sus pedestres
cervicales en las parcelas, huertos y umbrías de la heredad hasta
convertirla en un vergel.
Su excelencia es generosa. Su beca también: incorporación inmediata y contrato de dos meses ampliable a seis, nada menos. No incluye dotación económica, ayudas por alojamiento o dietas, faltaría más. Su excelencia desdeña las tacañerías y sordideces de la plebe.
El arte es incompatible con la largueza. El artista debe ser sufrido, ascético, depresivo, flaco y, a ser posible, sin oreja, como Van Gogh.
Pero nadie se asombre. Nuestra juventud lleva años trabajando gratis para organismos públicos y grandes empresarios que ni siquiera tienen la sangre celestona. Es lo que se llama “estar en prácticas”. Becarios.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces con respecto a los aprendices, que ahora trabajan gratis. La evolución no está reñida con el altruismo. A su excelencia le consta esto.
¿Pero puede uno esperar altruismo de la nobleza española? Siempre ha estado a dos velas -recuerden al hidalgo de Lázaro de Tormes-, engordando de apariencias, malviviendo, yantando a costa del sirviente antes que trabajar o comerciar, que es cosa de judíos. No es el caso del duque, gracias a Dios.
Fácilmente imagina uno los jardines de su excelencia: tulipanes negros, rosas de azafrán, orquídeas de Kinabulu… Y al ingeniero llegando a palacio en bicicleta procedente de un barrio obrero, mitones roídos en las manos, sabañones en las orejas…
El señor duque con bata blasonada mirando esquinado tras los visillos… El mayordomo de chistera y guantes blancos abriendo la cancela del jardín…
“Buenos días, chaval, enhorabuena. Allí tienes rastrillos, palas, raederas… procura dejar esto como una patena, que el señor duque no tenga quejas, vaya a ser que llame a la universidad y te metan un paquete. Y cuidao con las criadas, no quiero confianzas. Hala, a trabajar.”
Su excelencia es generosa. Su beca también: incorporación inmediata y contrato de dos meses ampliable a seis, nada menos. No incluye dotación económica, ayudas por alojamiento o dietas, faltaría más. Su excelencia desdeña las tacañerías y sordideces de la plebe.
El arte es incompatible con la largueza. El artista debe ser sufrido, ascético, depresivo, flaco y, a ser posible, sin oreja, como Van Gogh.
Pero nadie se asombre. Nuestra juventud lleva años trabajando gratis para organismos públicos y grandes empresarios que ni siquiera tienen la sangre celestona. Es lo que se llama “estar en prácticas”. Becarios.
En la Edad Media los becarios tenían la
consideración de aprendices y los maestros los mantenían y los
compensaban económicamente.
El contrato no duraba dos meses, sino de
cuatro a ocho años. Pero eso era en la Edad Media, cuando aún no
existía este invento del neoliberalismo.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces con respecto a los aprendices, que ahora trabajan gratis. La evolución no está reñida con el altruismo. A su excelencia le consta esto.
¿Pero puede uno esperar altruismo de la nobleza española? Siempre ha estado a dos velas -recuerden al hidalgo de Lázaro de Tormes-, engordando de apariencias, malviviendo, yantando a costa del sirviente antes que trabajar o comerciar, que es cosa de judíos. No es el caso del duque, gracias a Dios.
Fácilmente imagina uno los jardines de su excelencia: tulipanes negros, rosas de azafrán, orquídeas de Kinabulu… Y al ingeniero llegando a palacio en bicicleta procedente de un barrio obrero, mitones roídos en las manos, sabañones en las orejas…
El señor duque con bata blasonada mirando esquinado tras los visillos… El mayordomo de chistera y guantes blancos abriendo la cancela del jardín…
“Buenos días, chaval, enhorabuena. Allí tienes rastrillos, palas, raederas… procura dejar esto como una patena, que el señor duque no tenga quejas, vaya a ser que llame a la universidad y te metan un paquete. Y cuidao con las criadas, no quiero confianzas. Hala, a trabajar.”


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