Aparte de la cuestión catalana, pocos temas suscitan debates tan encendidos como el de la prostitución. La decisión ministerial de rechazar la inscripción de OTRAS como “sindicato de trabajadoras sexuales” ha desatado una oleada de airadas reacciones en las filas de una parte significativa
de la izquierda y del feminismo. Así, hemos escuchado enérgicas
protestas, acusando al gobierno del PSOE de coartar el derecho de
asociación, cerrando el paso a la auto-organización de las mujeres y violando sus derechos de sindicación.
Sintiéndolo mucho por esas voces que se han alzado en nombre de los derechos de las “trabajadoras sexuales” – voces entre las que se cuentan las de no pocas amigas y compañeras políticas – debo decir que, en esta controversia, es a mi entender el gobierno quien
se sitúa más a la izquierda, en una posición más acorde con la defensa
de los intereses de las mujeres – empezando por aquellas que se hallan
inmersas en el mundo de la prostitución – y más respetuosa hacia el
sindicalismo de clase.
Hay una gran confusión en el enfoque de la cuestión. El “gol por la escuadra”
no se lo han colado tanto al gobierno como a la opinión pública. Y no
lo ha hecho ningún colectivo de mujeres, sino la poderosa industria del
sexo, interesada en promover un nuevo marco jurídico, más ventajoso para
la expansión de sus negocios, que comporte la legalización de la
prostitución. Eso es lo que realmente está en juego… y es precisamente lo que queda hábilmente embrollado por la polémica.
Veamos. No toda actividad humana es sindicable.
Nunca ha podido haber un sindicato de esclavos – lo que no quiere decir
que, a lo largo de la historia, los esclavos no se hayan rebelado y
auto-organizado. Pero, cuando lo han hecho, ha sido para abolir su
esclavitud, no para negociar el número de latigazos que se les podían
administrar. La acción sindical requiere una existencia jurídica formal de igualdad.
Y la necesidad de esa acción sindical radica en el hecho de que, a pesar de dicha
igualdad jurídica, se da una desigualdad social entre los poseedores de
los medios de producción y aquellos que sólo disponen de su fuerza de
trabajo. En ese sentido, la tradición socialista habla de la condición
de la clase obrera como de una “esclavitud asalariada”. Pero Marx distinguía muy bien entre la situación del proletariado industrial y la de los esclavos de las plantaciones.
Tanto es así que la Iª Internacional apoyó firmemente a Lincoln,
que distaba mucho de ser socialista, en la guerra civil americana. En
el largo camino hacia la emancipación, el movimiento obrero requería la
abolición de la esclavitud para progresar en su organización.
Hoy asistimos a una
intensa batalla ideológica para que aceptemos la prostitución como un
trabajo, como una mera prestación de servicios. La constitución y el
reconocimiento de sindicatos de prostitutas certificaría, pues, la
legitimación de la prostitución como una actividad profesional más. Pero
ése es, al mismo tiempo, el talón de Aquiles de la argumentación.
Porque no puede darse una acción sindical por
debajo de un umbral de reconocimiento de derechos humanos, cuya
ausencia constituye la característica fundamental de la prostitución. La
prostitución se basa en una desigualdad estructural entre hombres y
mujeres; desigualdad que una sociedad democrática no debería admitir.
La prostitución es un privilegio masculino y funciona como un comercio entre hombres: unos hombres – por medios diversos, combinando violencia, engaño, opresión racial y explotación de situaciones de pobreza – condicionan a unas mujeres, las deshumanizan y las ofrecen como mercancía a otros hombres. Esa es la realidad.
Por supuesto, no sólo hay mujeres en situación de prostitución. También hay hombres, personas transexuales… Pero los “clientes”
son siempre hombres. El consumo femenino de sexo de pago es
irrelevante. La prostitución quizás sea la más genuina de las
instituciones patriarcales.
Los colectivos que defienden la legalización de la prostitución siempre andan exigiendo que distingamos entre prostitución forzada, resultado de la trata, y “voluntaria”. Una exigencia exclusivamente dirigida, por cierto, al feminismo abolicionista, nunca a los “clientes”.
Pero
la cuestión de la libertad no es pertinente cuando hablamos de
prostitución. Sobre todo si la disociamos del verdadero problema, que es
de la igualdad. Vale la pena recordar que la abolición de la esclavitud americana
no consistió en decir que los negros que quisieran podían abandonar los
campos de algodón de los terratenientes sureños. Lincoln no ahondó en la subjetividad de Kunta Kinte, ni del Tío Tom.
Planteó que ningún ciudadano tenía derecho a poseer, comprar o vender a otro ser humano.
En eso consiste la abolición de la esclavitud – y, cabe esperar, de esa
forma persistente de esclavitud que constituye la prostitución: la
supresión de un privilegio. Una supresión jurídica que, aunque no
suponga ni mucho menos la desaparición de aquella relación de opresión,
sí obliga a los poderes públicos a trabajar para su erradicación y
representa, en ese sentido, un progreso inestimable para la humanidad.
Pero, volvamos al
sindicalismo. Lo que está en cuestión no es que las mujeres inmersas en
el mundo de la prostitución se organicen – cosa que no topa con ningún
impedimento jurídico, sino con las condiciones de violencia, el férreo
control de las mafias proxenetas y los estragos físicos y psicológicos
que padecen esas mujeres. En el mejor de los casos, podríamos imaginar
asociaciones de ayuda mutua. Pero en ninguna circunstancia podría
hablarse de sindicatos.
En distintos países existen organizaciones que se presentan como “sindicatos de trabajadoras sexuales”. En general, esas entidades se caracterizan – dicho de modo suave – por la escasa presencia de mujeres en sus filas y por el hecho de concentrar su actividad en una propaganda de los parabienes de la prostitución, recusando de manera calumniosa del pensamiento abolicionista.
No tengo noticia de que, en parte alguna, dichos “sindicatos”
hayan negociado ningún convenio, contrato laboral o mejora de las
condiciones de trabajo de las mujeres cuyos intereses dicen defender. Y
es que, sencillamente, eso no es posible. ¿Cuáles serían los términos de
un convenio del ramo de la prostitución? ¿En qué consistiría un
Estatuto de la Trabajadora Sexual?
Por ejemplo… ¿cuál
sería la edad legal para empezar a ejercer la prostitución? ¿Habría una
formación profesional y contratos de aprendizaje? ¿Cómo se
establecerían las tablas salariales? ¿Por el número y la naturaleza de
los “servicios”? ¿Tendrían derecho las mujeres a rehusar clientes o a rechazar determinadas prácticas? ¿Tendrían, por ejemplo, la obligación de seguir ejerciendo durante la menstruación o durante el embarazo?
¿Se reconocerían las enfermedades sexualmente transmisibles como
enfermedades profesionales? Pero, sobre todo, si algo semejante llegase a
plasmarse en un papel, ¿alguien cree posible el control, por parte de la Inspección del Trabajo, de un convenio incluyendo algún límite a la explotación de las mujeres?
Si
consideramos la experiencia de Alemania, con una amplia red de millares
de burdeles, la patronal proxeneta puede dormir tranquila. La
legalización no ha supuesto una mejora en la protección de las mujeres.
Al contrario, al fomentar la demanda, se ha incrementado la trata –
procedente sobre todo de Europa del Este – para satisfacerla. Y, con
todo ello, los circuitos ilegales de prostitución.
Bajar de la nube de los discursos de auto-consumo y aterrizar sobre el arduo terreno de la articulación práctica de las mejoras materiales – no hay nada más práctico y concreto que el sindicalismo –, nos lleva a darnos de bruces con la realidad: un mundo donde la integridad y la dignidad humanas son pisoteadas, negadas por la propia naturaleza de la relación que se establece en la prostitución. Lo que hace que no sea sindicable.
Situándonos en un elemental enfoque sindical, una supuesta actividad profesional que, como es el caso de la prostitución, conlleva los niveles de mortalidad, drogodependencias y enfermedades que certifican la OMS y multitud de estudios – incluidos los de países donde, legalizado, el comercio sexual se expande – debería ser tan proscrita como antaño lo fue el trabajo infantil en las minas de carbón. Sin
contar con las consecuencias de normalizar la prostitución desde el
punto de vista de los derechos de las mujeres en el mundo del trabajo.
Por otra parte, ¿de qué derechos hablan quienes arguyen que habría que reconocer la prostitución como un trabajo? ¿Hablan acaso
de la regularización administrativa de tantísimas extranjeras pobres
que nutren los contingentes de mujeres prostituidas en los clubs de
carretera y las calles de los polígonos? ¡Nadie
lo desea tanto como las abolicionistas!
Porque nada facilitaría tanto
la salida de la sordidez de la prostitución por parte de esas mujeres
como disponer de papeles. ¿Hablamos de cobertura social? Nada impide a
una mujer que ejerza la prostitución inscribirse en la seguridad social
en régimen de autónoma, cotizar y acceder a las prestaciones
correspondientes.
Si eso no ocurre, no es porque alguna ley lo prohiba,
sino porque las mujeres que se encuentran en situación de prostitución
no gozan de la libertad y el desparpajo de quienes hablan en su nombre
como supuestas sindicalistas – y que empiezan por minimizar el fenómeno de la trata y el control mafioso como si fuesen algo residual.
Las leyes de extranjería, las violencias de los proxenetas, la ignorancia, las adicciones, la pérdida de autoestima y de autonomía personal… En una palabra: la propia realidad destructiva del mundo de la prostitución es lo que aleja a las mujeres incluso de derechos que, formalmente, ya tienen.
Pero, aparte de lo dicho, aún nadie ha formulado, ni concebido, un derecho sindical propiamente dicho susceptible de implementarse en las relaciones laborales del pretendido “trabajo sexual”. Sólo escuchamos discursos sobre el “empoderamiento”
que hacen las delicias de una izquierda de matriz postmoderna que se ha
socializado muy poco en el mundo del trabajo y de un feminismo sin
arraigo de clase.
Sería muy recomendable recuperar la memoria histórica y
la continuidad de movimientos feministas tan ejemplares como el que
representaron en su día las “Mujeres Libres”
de la CNT. En los años treinta y en plena guerra contra el fascismo, no
disponían todavía de las herramientas conceptuales y los
descubrimientos que ha ido forjando el feminismo en décadas ulteriores.
Sin embargo, sí entendieron como nadie la solidaridad con las mujeres prostituidas, a quienes veían como las hijas más humilladas y oprimidas de la clase obrera y a quienes había que devolver a un lugar digno de la sociedad. Y eso, levantándose contra los privilegios y el dominio de los hombres… empezando por los de la propia CNT. (Ver el magnífico trabajo de Nekane Jurado, “Lucharon contra la hidra del patriarcado: Mujeres Libres”, editado por Eusko Lurra fundazioa).
En resumen: no es el
derecho de asociación lo que está amenazado por el gobierno, sino el
derecho de las mujeres a no ser prostituidas lo que está en peligro ante
el poderío de las industrias del sexo. Unas industrias que generan
enormes beneficios y que quieren seguir expandiéndose. Y unas industrias
que despliegan campañas publicitarias muy eficaces, con mensajes
específicos para seducir a cada colectivo de las bondades de una
prostitución adaptada a sus respectivas
ideas.
Ante las feministas, se evoca el derecho al propio cuerpo. A los
anticapitalistas, se les habla de auto-organización. A los
sindicalistas, de derechos laborales.
En Alemania hubo hace algún tiempo una campaña promocional, ofreciendo
descuentos a los clientes que acudiesen al burdel en bicicleta.
¿Quién dijo que la prostitución está reñida con la ecología? Si hemos de atenernos al revuelo que se ha formado estos días – e incluso a las dudas aparecidas en las filas de algún sindicato de clase – hay que reconocer que esas maniobras de confusión funcionan.
En la prostitución,
los únicos derechos que prevalecen son los de proxenetas y puteros. Para
que triunfen los de las mujeres son necesarios cambios legislativos que
nos saquen del actual limbo jurídico. Pero no en el sentido que
querrían los proxenetas, deseosos de instalarse en el panorama social
como respetables empresarios.
Necesitamos con urgencia una legislación
inspirada en el modelo abolicionista feminista nórdico, que despenalice y
proteja a las mujeres y, por el contrario, castigue la compra de
servicios sexuales. Sin demanda, no habría prostitución, ni trata. A no
ser que creamos que la prostitución constituya un derecho del hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR TU OPINION-THANKS FOR YOUR OPINION