Con su inapropiada comparación entre mujeres abortistas y sicarios, el Sumo Pontífice se dirige solo a las católicas de derechas, obviando que también hay creyentes, y muchas, que son de izquierdas, mal que le pese a la jerarquía católica


Francisco, el papa más progresista de la época contemporánea, según los expertos en el Vaticano, acaba de comparar a la mujer que aborta con una persona que contrata a “un sicario para resolver un problema”. Y lo ha hecho a conciencia, sin inmutarse, durante su catequesis en la audiencia general celebrada en la plaza de San Pedro. 


De modo que a partir de ahora todas esas mujeres católicas que se planteen interrumpir un embarazo ya saben que el papa de Roma las equipara con un siciliano implacable, con un matón de la Mara Salvatrucha o un vulgar pistolero de la CIA.


Toda aquella que empuñe la píldora abortiva para tomársela con desesperación debe ser consciente de que es como si estuviese empuñando la nueve milímetros Parabellum, el AK-47 o una navaja de Albacete para abrir en canal a un pobre desgraciado.


Ya lo ha dicho Francisco durante su reflexión a propósito del quinto mandamiento: “No matarás” y acto seguido el Sumo Pontífice ha condenado la “supresión de la vida humana en el seno materno en nombre de la salvaguardia de otros derechos”.  


Un Francisco más duro e  intolerante que nunca con la libertad de la mujer para decidir sobre su propio cuerpo sorprendió con unas afirmaciones más propias de su antecesor, Benedicto XVI, que del nuevo papa que vino para aportar el lado más humanista de la iglesia.


 “¿Pero cómo puede ser terapéutico, civil o simplemente humano un acto que suprime la vida inocente e indefensa en su inicio?”, se cuestionó antes de lanzar otra pregunta retórica al aire: “¿Es justo suprimir una vida humana para resolver un problema? ¿Es justo contratar un sicario para resolver un problema? ¡No, no se puede!”.



La Iglesia católica, anclada en el inmovilismo desde hace dos mil años, tiene muchas e importantes revoluciones pendientes, entre otras romper con la ostentación y la riqueza; hacer que sus obispos enjoyados dejen de vivir como reyes; no inmiscuirse en el poder terrenal tratando de influir en los gobiernos del mundo; predicar con el ejemplo de la pobreza; prohibir que sus ecónomos sigan haciendo negocios, inversiones y especulaciones financieras; abolir el voto de castidad de curas y monjas y permitir el matrimonio entre ellos.  


Pero sin duda, la revolución más urgente y necesaria, la que debería llegar cuanto antes, es la del respeto a la mujer. 


 El feminismo probablemente nunca llegue a entrar en los pétreos muros vaticanos, ya que la libertad choca frontalmente contra el dogma, pero la curia (también el papa como cabeza visible) nunca se adaptará a los nuevos tiempos si no entiende de una vez por todas que hombre y mujer son dos caras del ser humano en pie de igualdad.


Solo de esa manera la Iglesia conseguiría romper su imagen de organización patriarcal que discrimina a la mitad de la población.


 Y solo desde esa hibridación entre religión y feminismo se alcanzarían hitos importantes, como revalorizar el papel de las monjas para que pudieran impartir los sacramentos y dar misa.



 José Antequera