España –o al menos parte del espectro político español– tiene un
terrible complejo de superioridad con respecto a las naciones de América
Latina.
Los líderes de la derecha le
arrogan al “reino español” un paternalismo frente a las naciones
soberanas del otro lado del Atlántico a las que considera menores de
edad que recuerda a la época colonial. Es una actitud que contrasta con
la idea del Estado como sujeto de derecho internacional público,
dominante en las relaciones internacionales contemporánea.
Por si alguien hoy no se ha
dado cuenta, Venezuela vive la mayor crisis de gobernabilidad de los
últimos 17 años. ¿Qué está pasando en Venezuela y por qué hay dos
presidentes de la República? Sencilla respuesta a un problema público
complejo en todos los ámbitos: porque hay una crisis de legitimidad
amparada por una crisis económica sin parangón.
Esa legitimidad se ha
ido desvinculando del marco legal para trasladarse a las calles e
incluso a otros países que están tratando de establecer la agenda y el
rumbo político de Venezuela, convirtiéndola para el mundo en un estado
fallido sin gobierno que pueda enderezar esta situación. Pero para
comprender por qué se está produciendo esta ruptura en la
gobernabilidad, debemos comprender a grandes rasgos cómo funcionan los
poderes en Venezuela, qué está pasando y por qué.
Este martes 23 de enero, el presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó, se ha autoproclamado “presidente encargado de Venezuela”.
Y no lo ha hecho en una fecha sin significado. Ha aprovechado el día
exacto del 61 aniversario del derrocamiento del último líder militar de
Venezuela y, para muchos, el momento fundacional de la democracia
venezolana. Poco después de su autoproclamación han sido varias las
potencias internacionales que han respaldado la legitimidad de esta
declaración.
Esta es la noticia. Bien. ¿Pero cuál es el marco y por qué
España no debería hacerlo? Vayamos por partes.
Vivimos en una sociedad
internacional en la cual los sujetos principales de derecho
internacional público, mal que le pese al imperialismo, son los Estados.
Esto quiere decir que Venezuela, como estado soberano cuenta con un
ordenamiento jurídico propio para comandar su vida pública y ordenar su
funcionamiento institucional, valga la redundancia.
Ni España, ni
Estados Unidos, ni Canadá, ni Francia, por mucho que apoyen públicamente a un persona que se ha declarado a sí misma “presidente encargado de Venezuela” pueden convertirlo en presidente legal.
La Constitución tiene sus
mecanismos para escoger al líder del Ejecutivo a través de un proceso
democrático y, al contrario de lo que proclama Guaidó cuando hace
referencia al artículo 233, el presidente de la Asamblea no puede
autoproclamarse presidente de la República excepto que se den las
siguiente circunstancias: “la muerte, su renuncia, la destitución
decretada por sentencia del Tribunal Supremo de Justicia, la incapacidad
física o mental permanente certificada por una junta médica designada
por el Tribunal Supremo de Justicia y con aprobación de la Asamblea
Nacional, el abandono del cargo, declarado éste por la Asamblea
Nacional, así como la revocatoria popular de su mandato”.
Ya que en
ningún caso se han producido estas situaciones, las aspiraciones de Juan
Guaidó quedan deslegitimadas y lo convierten en un diputado que ha
faltado a la Constitución que juró cumplir cuando tomó posesión de su
cargo en la Asamblea Nacional.
La Constitución establece
mecanismos de elección tanto para la Asamblea Nacional (que ostenta el
Poder Legislativo y preside el opositor Juan Guaidó) como para el
presidente de la República (que se encarga del Ejecutivo y está en manos
de Nicolás Maduro). Juan Guaidó es el actual presidente de una Asamblea
Nacional que fue escogida democráticamente por el pueblo venezolano con
el mismo marco jurídico (con diferente mecanismo) que el Consejo
Nacional Electoral brinda para la elección del presidente Maduro. ¿Por
qué la oposición da legitimidad a la elección de la Asamblea y no a la
del presidente? Es una cuestión de intereses. Intereses que por
desgracia traspasan las fronteras venezolanas.
Y es aquí donde nos
encontramos con esa tremenda crisis de legitimidad: parte del pueblo
venezolano reconoce al Juan Guaidó como presidente encargado de
Venezuela y una buena parte de las grandes potencias también lo hace
(Estados Unidos solo tardo 29 minutos en proclamar oficialmente su apoyo
a Guaidó), mientras que las urnas y la Constitución establecen otra
cosa.
Es un problema de suma cero
que se está saldando con un choque entre venezolanos. Tal y como sucedió
en el año 2002. La historia se repite: Una situación de supuesto “vacío
presidencial” es aprovechada por la oposición para invocar
interesadamente el artículo 223 de la Constitución.
En 2002 fue una
supuesta renuncia de Chávez a la presidencia y en 2019, la falta de
validez que la oposición, que actualmente controla el poder legislativo a
través de la Asamblea Nacional, y varias potencias internacionales
dieron a las elecciones presidenciales de mayo de 2018 en las que Maduro
aseguró su segundo mandato (2019-2025) con casi un 70 % de los
sufragios (más de 6 millones de votos) avalados por el Consejo Nacional
Electoral de Venezuela.
El 10 de enero de 2019 Maduro tomó posesión de
su segundo mandato ante el Tribunal Supremo (que ostenta el Poder
Judicial) tras vencer en las elecciones presidenciales de mayo y el
aislamiento internacional y la presión mediática y opositora echaron a
los venezolanos a las calles: a unos para apoyar a su presidente
democráticamente elegido, y a otros para protestar contra la legitimidad
del mismo.
Y el 23 de enero, en un marco histórico y político
incomparable por el paralelismo que la oposición trata de establecer con
la situación vivida durante la caída del general Pérez Jiménez, un
diputado opositor decide erigirse como auténtico presidente de la
República “ante Dios todopoderoso, ante los diputados y ante Venezuela”.
Venezuela está rota y, con
ella, el monopolio de la violencia física legítima del Estado en su
concepción mas webberiana. Es en esta situación precisamente donde el
derecho venezolano non está siendo capaz de generar ese contexto de
monopolio de la violencia física legítima de las instituciones que
caracteriza a los estados modernos y la legitimidad de uno u otro bando
queda en manos de un actor que, en los estados democráticos, tendría que
jugar un papel residual: Las fuerzas armadas.
La FANB (Fuerza Armada
Nacional Bolivariana) es el único agente interno que actualmente puede
asegurar a cualquiera de los dos bandos el monopolio de esa legitimidad
que caracteriza al estado weberiano y que las instituciones y los
poderes Legislativo y Ejecutivo no están logrando. Y estas ya se han
posicionado. Del lado del presidente Maduro.
A las 5:25 de la tarde (hora
venezolana) del 23 de enero, el ministro de la Defensa, Vladimir Padrino
López envió un mensaje en su cuenta de Twitter asegurando: “El
desespero y la intolerancia atentan contra la paz de la Nación. Los
soldados de la Patria no aceptamos a un presidente impuesto a la sombra
de oscuros intereses ni autoproclamado al margen de la Ley.
La FANB defiende nuestra Constitución y es garante de la soberanía
nacional”, expuso.
Por esta situación es por la
cual los líderes de la oposición venezolana llaman a una “intervención
internacional que asegure una transición política en Venezuela”. Es
decir: la intervención de potencias extranjeras para decantar el
monopolio de esa violencia física hacia el lado que les interesa,
estableciendo así un Gobierno que cumpla con sus expectativas y volando
por los aires todos los principios jurídicos venezolanos y de los
estados como sujetos de derecho internacional público.
No hace falta
recordar lo que supuso a nivel político y social la intervención militar
en Libia y en Siria para darse cuenta de que en Venezuela operan los
mismos intereses internacionales que buscaron derrocar a los gobiernos
de aquellos países.
La presión de las
organizaciones multilaterales apéndices de los Estados Unidos, tales
como la OEA y el Grupo de Lima, con un propósito de desestabilización
del gobierno venezolano, puede hacer que la crisis diplomática derive en
un conflicto militar similar al de Libia o Siria con las
características de un territorio latinoamericano. Hasta ahí llega la
irresponsabilidad de reconocer al presidente de la Asamblea Nacional
como legítimo presidente de Venezuela.
Actualmente Juan Guaidó ha
sobrepasado su función como diputado y se ha saltado la Constitución.
Resulta curioso ver cómo los
líderes de la derecha española, que tanto se apresuran en querer aplicar
el artículo 155 en Cataluña para suprimir sus competencias, braman para
que el presidente Pedro Sánchez proclame como legítimo presidente de
Venezuela a un miembro de la Asamblea Nacional que ha incumplido de
forma grotesca la Constitución de su país autoproclamándose presidente
al margen del mandato de las urnas y de la legalidad.
Hay dos salidas, ambas tendrán
terribles consecuencias: o el Gobierno destituye al presidente de la
Asamblea Nacional y disuelve la Cámara para convocar nuevas elecciones, o el país colapsará mediante una intervención extranjera que deponga al régimen de Maduro e imponga a un títere del Gobierno de Trump. Ambas son malos escenarios para una Venezuela estrangulada.
Por Sergio Casal
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