Que ocurra en modo imprevisto o previsible, la muerte de una persona
querida puede ser angustioso, especialmente cuando afecta a alguno tan
precioso en la vida de todos como una madre.
En efecto, el luto de una
madre es una de las pruebas más difíciles que podemos afrontar nosotros
los hijos. En general están involucradas la vejez, la enfermedad o las
duras casualidades de la vida; son simplemente factores sobre las cuales
no tenemos algún control.
De frente al luto, se necesita estar
decididos y aceptar que perdiendo a nuestra madre, hemos también perdido
una parte de nuestra alma.
Para aliviar nuestros problemas, escucharlos o simplemente
aplacarnos con su presencia, una madre es de verdad la eterna confidente
de nuestra vida, capaz de ser un verdadero y propio bálsamo para
nuestro corazón.
Combinando sabiduría y benevolencia adivina aquello que
está equivocado y sin pronunciar una palabra, encuentra siempre un modo
para confortarnos.
Además de su rol educativo, es sobre todo la amiga, la consejera y la
voz de la razón para sus hijos; porque cualquiera sea nuestra edad,
somos y seremos siempre sus hijos, aquellos por el cual ella no dudará
jamás en sacrificarse, a menudo a expensas de su propio bienestar.
Es
así que marca su presencia en nuestra vida cotidiana, en modo imborrable
e inmutable, para recordarnos que no estamos nunca solos, incluso
después de su partida.
Al anuncio de la terrible noticia nos parecerá que el mundo se nos ha
caído encima y será normal que después de algún tiempo levantemos la
cabeza para encontrar un pilar sólido, una presencia tranquilizadora, un
amor fuerte como aquel de nuestra madre.
Esta es lamentablemente una
búsqueda difícil porque, obviamente, ninguo puede sustituir la presencia
de una madre, incluso, la vida continúa y se necesita aprender a vivir
sin ella, hacer lo mejor posible y tener presente que su ausencia física
no es un motivo para rendirse, al contrario: para la persona que está
de luto, es necesario saber reconstruir una propia identidad afectiva.
No olvidamos jamás la muerte de una persona querida, nos
acostumbramos y basta. Superado el vértigo de los primeros días, es aquí
que comienza el vedadero trabajo sobre uno mismo.
Un test puesto en
acción de la vida, para aprender a levantarse sin la ayuda de una madre
que está siempre allí, una madre que, si fuera estado presente, habría
podido aliviar el sufrimiento ligado a este momento difícil.
Poco a poco
y armados de fuerza y coraje, debemos entonces recibir el luto que, no
obstante el terrible sufrimiento que lo acompaña, es un paso esencial
para salir adelante.
No debemos olvidar que además de la perdida de una
persona querida, el dolor se confronta también con una nueva realidad:
aquella de nuestra misma mortalidad.
Perdiendo aquello que hemos
considerado eterno, somos más concientes que la vida de todos tiene un
fin y que puede ocurrir en cualquier momento.
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