Desde 2012, fecha de entrada en vigor de la nueva legislación laboral,
la rebaja de la indemnización de 45 días por año trabajado a 33 ha
permitido pingües beneficios a los empresarios
La negociación entre Gobierno y agentes sociales ha saltado
por los aires tras el fiasco que ha supuesto el clandestino pacto entre PSOE/Podemos/Bildu para derogar la
reforma laboral del PP.
El
presidente de la patronal CEOE, Antonio Garamendi, ha dado por
suspendido el diálogo social y ha zanjado la cuestión con un arrogante “que no
sigan contando con nosotros”.
A los empresarios el regalo del Gobierno les ha
venido como un maná caído del cielo. Ahora tendrán la excusa perfecta para no
negociar nada con etarras y comunistas, para exigir el despido libre y la
vuelta al esclavismo de los minijobs, los salarios tercermundistas y los
contratos basura.
El golpe de efecto que pretendía Pedro Sánchez ha
terminado estallándole en la cara y su rectificación tratando de aclarar
que la derogación de la reforma no será íntegra sino solo de los
“aspectos más lesivos” para los derechos de los trabajadores servirá
para poco.
A partir de ahora el presidente tendrá que hacer frente a las
caceroladas externas de los “cayetanos” y a las internas de unos
enfurecidos Pablo Iglesias y Arnaldo Otegi, que ya han anunciado que la derogación será total sí o sí.
Pero más allá del trastorno psicológico de un Gobierno al que le
aflora la doble personalidad de vez en cuando, cabe decir que no hay
causa más justa que la abolición de una reforma, la de Mariano Rajoy de 2012,
que vino a enterrar todas las conquistas laborales de la democracia
española.
La clave de este nuevo capítulo en la secular guerra entre
empresarios y trabajadores, entre ricos y pobres, está sin duda en el
infame abaratamiento del despido que aceptó el registrador gallego.
Recuérdese que aquella revisión legislativa suprimió la indemnización de
45 días por año trabajado y la fijó en solo 33.
Desde entonces, el
despido barato ha ahorrado miles de millones de euros en indemnizaciones
a la clase empresarial, otra inmensa estafa (además de la que supuso el
rescate bancario) que se sustentó en la falacia de que así se crearía
empleo, se mejoraría la competitividad empresarial y se superaría la
crisis de 2008.
En realidad el trabajo que se creó fue de ínfima
calidad, la competitividad se mantuvo más o menos igual y millones de
españoles siguieron malviviendo como en los peores años del crack.
Todo aquel discurso ultracapitalista bien condimentado por los fraudulentos informes de la patronal, del Banco de España y de las empresas del Íbex35
no hizo más que convertirnos en un país todavía más africano, agravando
la desigualdad entre clases sociales y arrastrando a los españoles a la
pesadilla del trabajo gratuito, a la inhumana precariedad y a unos
salarios de risa, cuando no tercermundistas.
El gigantesco “obrericidio”
de Rajoy −uno más de aquel eficaz Manostijeras al servicio de los “hombres de negro” de Bruselas− degeneró en situaciones como los sueldos miserables de las kellys limpiadoras del hogar (dos euros la hora); los contratos efímeros por quince minutos; y la explotación a destajo de riders,
subcontratados, pluriempleados de sol a sol y falsos autónomos.
De paso
se liquidó de un plumazo a las clases medias, de tal forma que España
acabó convirtiéndose en una satrapía con muchos pobres gobernados por
unos pocos ricos.
Con la excusa de que la reforma
laboral tenía por objetivo “acabar con la rigidez del mercado de trabajo”,
quienes finalmente terminaron “flexibilizados” fueron los propios trabajadores,
tan flexibilizados que terminó doblegándose e hincando la rodilla toda la clase
obrera.
El nuevo marco legal supuso el punto final al Estado de Bienestar y la instauración del catecismo neoliberal, el
famoso “se acabó la fiesta comunista”
tantas veces predicado por las gentes del dinero.
De alguna manera, aquella
pandemia de injusticia social terminó por enterrar un viejo mundo, el de la
socialdemocracia, para dar paso a una nueva era: la del esclavismo tecnológico
en el que todo vale; la de la liquidación de los derechos constitucionales; la de
la desrregularización contractual y la desprotección del obrero, convirtiendo
el mercado laboral en una especie de jungla de asfalto donde el trabajador es
carnaza fácil para las fauces del empresariado sin escrúpulos.
Por ese camino de la vil explotación
de hombres y mujeres, las filosofías no ya ultraliberales, sino puramente
feudales, se han ido imponiendo en los últimos tiempos. Por eso es tan
importante derogar una ley depravada y perversa que ha llevado tanto
sufrimiento, tanta amargura y tanta humillación a las clases humildes españolas.
Por eso Pablo Iglesias insiste en su órdago a un sistema alienante y cruel que
reduce a los trabajadores a la categoría de siervos, como en Metrópolis
de Fritz Lang o en los peores
años de la Rusia zarista.
Más allá del esperpento de la negociación con Bildu; más allá de los
errores y rectificaciones del Gobierno, esa ley tiene que caer sí o sí
para que se pueda volver a firmar un nuevo contrato social digno y
acorde con los tiempos.
Ya lo dijo Rousseau: “La
ambición devoradora, el ansia de elevar su fortuna relativa, menos por
necesidad auténtica que por ponerse por encima de los demás, inspiran a
todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse mutuamente”.
Antes de que llegara Vox, aquella reforma laboral ya
había sembrado la semilla del odio entre personas y clases sociales.
Ninguna causa será tan justa como la abolición de esa norma inmoral que
otorga todos los privilegios a los privilegiados mientras condena a
todas las miserias a los miserables.
Quememos ya esa papelajo inmundo
rubricado por un señor con puro y gafas de culo de vaso que pensaba como
en la Edad Media y no veía más allá de sus obtusas narices.
La negociación entre Gobierno y agentes sociales ha saltado por los aires tras el fiasco que ha
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