El iceberg de los Borbones
Un hombre y una mujer esperan en una estación de tren del otro lado
del valle. El expreso de Barcelona que los llevará a Madrid tardará aún.
Ella le dice que las colinas parecen elefantes blancos.
A él le gusta
la ocurrencia. Piden en la cantina anís mezclado con agua. Una mujer les
sirve, atraviesa varias veces el vano de la puerta donde cuelga una
cortina de cuentas de bambú. Los jóvenes hablan.
Asistimos al diálogo
directo. Solo aparentemente, no hay rastro de manipulación. Y sin
embargo sabemos que hay algo que no se cuenta. Hay una tensión que late
debajo de la conversación y que tan solo alumbran un par de frases.
Sospechamos que la mujer puede estar embarazada y que quieren poner fin
al embarazo.
Aunque nunca llegaremos a saber lo que se oculta,
percibimos que ese cuento de Ernest Hemingway (1899-1961), Colinas como elefantes blancos, no es la inocente y refrescante escena de dos jóvenes extranjeros probando el anís al sol en el valle del Ebro.
Arrastran algo y ese algo es lo que de verdad importa, a pesar de que el cuento funcione sin que nunca lleguemos a averiguarlo.
La teoría del iceberg es una técnica narrativa que cuenta dos
historias, una visible y otra invisible para el lector. Lo que no se
cuenta, esa historia subyacente y gigante se articula en torno a todo
aquello a lo que solo se alude, son los datos ocultos, la gran elipsis:
lo secreto.
Sospechábamos y vamos sabiendo que los últimos escándalos de la monarquía española no eran más que la parte que flota sobre el océano gélido de un iceberg de corrupciones.
Abajo, la sumergida institución que fallaba, que se volvía a equivocar y
favorecía que volviera a ocurrir.
Y lo que antes pudo funcionar oculto
sosteniendo la cima visible, lo que solo intuíamos que existía, ha
comenzado a deshacerse y se hace difícil la reconstrucción. Es imposible
obviar la existencia de lo que no se ve una vez que ha sido
descubierto.
Si pretenden, no contemplando un referéndum sobre el tipo
de Estado que los españoles quieren o pasando página sin más con una
institución debilitada por sus propios errores y desacertados actos, que
se siga escuchando el gran relato de los Borbones, érase una vez, este
reino debería conocer lo que hay debajo del agua.
No hacerlo es la
explícita negación de la monarquía a la exigible transparencia. La
teoría del iceberg ya no nos sirve. Hay que levantar completamente el
velo y Felipe VI debería ser el autor de ese relato. Esa y no otra es
hoy su herencia.
A relatos medievales, finales medievales. Elegir un voluntario
destierro. Eso fue lo primero que pensé cuando Juan Carlos I dijo que se
iba de España. ¿Miró atrás por la ventanilla del avión al levantar el
vuelo? "Me destierro a la memoria, voy a vivir del recuerdo", escribió
Unamuno.
¿Qué ha cambiado en la tolerancia de los españoles ante esos
“acontecimientos pasados” relacionados con su “vida privada”? No lo
sabemos, los españoles no participan en una encuesta acerca de la
monarquía desde hace cinco años.
Desde que Felipe VI es rey, el CIS no ha hecho ninguna pregunta sobre él.
¿Cuántas veces, con las familias reunidas en torno al televisor, mi
abuelo mandándome callar año tras año a las nueve de la noche de todas
las Nochebuenas, nos ha mentido un robótico Juan Carlos I mirando a
cámara?
El martes 3 de agosto de 2020, se acabó el juancarlismo como un
relato que se construye sin saber cómo se va a resolver su final y al
poner las últimas frases desvelas una estructura precaria.
Los deseos
del rey padre de ser recordado como la presencia que unió a todos los
españoles después de décadas de división han sido devorados por sí
mismo.
Su ejemplaridad está rota, su diplomacia ha sido utilizada en
beneficio propio. Es el turno del hijo de responder ante los españoles.
Es el turno de los españoles de responder a si quieren seguir siendo súbditos o ciudadanos de una república.
Mientras tanto, afuera de Palacio, arrecia la pandemia sobre un reino quebrado emocional y económicamente.
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