Érase que se era un cuento del revés en el que el rey se convertía en sapo tras robar el beso de una princesa. Y parece que no eran besos lo único que robaba.
El robo y el rabo fueron determinantes en el devenir de su estirpe, que
contó siempre con el beneplácito de los “genuflexos”, apelativo
cariñoso que recibían allí los gacetilleros, cortesanos y demás mamporreros del régimen
que, lejos de advertir a la plebe de las fechorías del coronado, reían y
encubrían sus chanzas al tiempo que deslizaban sus manos y sus
manguitos en las reales escupideras para recoger las monedas que les
arrojaba a su paso.
Un día el soberano descolgó las cabezas de elefante
que adornaban sus palaciegas estancias, acomodó delicadamente su
colección de braguitas en el baúl forrado de terciopelo azul —regalo de
un emir saudí— y se echó a la mar en busca de un paraíso donde disfrutar
de las últimas representaciones de la mascarada en la que había
convertido su vida y su legado.
Siempre he pensado que peor que te tomen el pelo es que te lo dejes tomar. Y en esas andan algunos en pleno siglo XXI, en tomarnos el pelo mientras esperan que Su Vacuidad se acabe las perdices.
A menudo los cuentos del revés atraviesan los muros de palacio y se
acomodan sigilosos, mentirosos, tramposos, en nuestro cuartito de estar.
Hace meses que escucho en la radio un anuncio de Legalitas
animando a los paisanos a apuntarse a su chiringuito judicial.
Su
cartera de servicios incluye la defensa de los asalariados en
situaciones de abuso empresarial.
De traca. La historia, la
experiencia y el sentido común nos dicen que los derechos de los
trabajadores o se defienden colectivamente o no se defienden.
La negociación colectiva que se cargaron los de la gaviota con su
miserable reforma laboral era el único instrumento del que disponían los
currelas para plantar cara a la arrogancia patronal.
Por eso resulta
imprescindible enterrarla —la arrogancia y la reforma, las dos cosas—.
Los de Legalitas también se saben estas mierdas, pero les da
igual. ¿Y si la empresa denunciada contratara los servicios de ese
despacho a quién defenderían sus letrados? ¿Al trabajador, al
empresario, al que paga la cuota mayor, al que lleva razón, al que la
tenga más grande, a los dos?
Para culminar la cabriola de nuestro disparatado cuento va y nos desayunamos con el sapo de que los muchachos de Vox han formalizado la constitución de su brazo obrero,
el Sindicato para la Defensa de la Solidaridad con los Trabajadores de
España (SPDSTE), con sede en el pintoresco barrio madrileño de Salamanca
y cuyo acrónimo me provoca sudores y me retrotrae a la Viena de El tercer hombre,
a la Guerra Fría, a las peripecias de un bibliotecario díscolo del este
berlinés en el punto de mira de la Stasi.
Lobos defendiendo a corderos,
esbirros de los fondos buitre disfrazados de Peter Pan, arietes del
pueblo contra los inmigrantes, contra los diferentes, contra los
menesterosos… O sea, lo de siempre. Quien quiera creer esa mierda se
tendrá bien ganado —como el rey del cuento— su destino.
En el mundo del revés que nos ha tocado vivir cualquier día Trump se corta el flequillo, se calza en la testa un pañuelo pirata y se pone a cantar canciones de James Taylor, guitarra en mano, en una boca del metro de Nueva York…
Y entonces a ver qué cojones hacemos…
Pascual García
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