Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


miércoles, 23 de diciembre de 2020

Sobre los virus y otros invisibles

 <p>Escena de la peste de 1720 en La Tourette</p>

Escena de la peste de 1720 en La Tourette

 

 Un recorrido histórico de las plagas que han asolado el mundo y los remedios para paliarlas

 

Y el Verbo se hizo virus y habitó entre nosotros.  Los invisibles –virus y bacterias– formaron parte de la génesis, del Principio, antes que la aurora, antes que la Vida, antes incluso que los dioses, muchos millones de años antes que los homínidos ocuparan las cuevas y, quizás, fueran la causa del exterminio y desaparición de neandertales y cromañones.

 

La Historia recuerda dinastías y reyes, guerras y matanzas memorables, reconstruye territorios, fronteras y anexiones, analiza políticas, ensalza a estrategas y asesores, disecciona sistemas económicos y revoluciones, pero es cauta al describir las enfermedades, sus causas y consecuencias, concebidas como atrezo infausto a lo largo del devenir de los tiempos. Sin embargo, las infecciones han sido la causa principal de mortalidad desde que el hombre recuerda y piensa, más letales que las hazañas bélicas de los hombres, los colapsos de la economía o las venganzas de la Naturaleza.

 

 Pueblos primitivos, imperios y civilizaciones han sucumbido ante las epidemias. “Las enfermedades contribuyen a la definición de una cultura. Cada siglo tiene su estilo patológico propio, como tiene su estilo literario, decorativo o monumental propios”, mantiene Marcel Sendrail, autor de la memorable Historia cultural de la enfermedad.

 

Ya en el Antiguo Testamento se recogen diversas catástrofes infecciosas. En 2 Reyes 19, 35:36 se narra la epidemia que devastó el campamento asirio que asediaba Jerusalén. “Aquella misma noche salió el Ángel del Señor y mató a 185.000 hombres del campamento asirio, y al día siguiente todos amanecieron muertos. Entonces Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campamento y regresó a Nínive”. El historiador judeoromano Flavio Josefo, en Antigüedades Judías, corrobora la catástrofe, sustituyendo, eso sí, el Ángel del Señor por “una terrible enfermedad”. 

 

Durante la Gran Peste, que asoló el mundo entre 1347 y 1352, el mayor holocausto que ha azotado a la humanidad, se llevó a una tercera parte humanidad

 

En el siglo V a. C. el Mediterráneo oriental fue asolado por una epidemia –presumiblemente, fiebres tifoideas–  que exterminó una tercera parte de la población, 90.000 ciudadanos solo en la ciudad-estado de Atenas, que en ese tiempo estaba asediada por los espartanos. El ejército invasor, ante la visión espectral de las piras funerarias que, noche tras noche, resplandecían tras los muros de la ciudad, decidió levantar el cerco y retirarse. El propio Pericles y sus hijos morirían en un brote posterior de la epidemia. Tras la peste, la esplendorosa hegemonía ateniense declinó en favor de Esparta. 

 

Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, él mismo afectado por las fiebres, relata la tragedia y menciona una circunstancia que anticipa lo que hoy denominaríamos “inmunidad de rebaño”: “Y fue con aquellas personas que se habían recuperado de la enfermedad que los pacientes y los moribundos encontraron compasión máxima. Ellos conocieron lo que era por experiencia y ahora no tienen miedo para ellos mismos, puesto que el mismo hombre no fue atacado dos veces, al menos fatalmente”.

 

El Imperio romano también sufrió numerosas calamidades epidémicas. La peste Antonina, en el siglo II, provocó que,  en su momento más álgido, murieran en Roma 2.000 personas diarias por viruela, según el historiador Dión Casio, y que en todo el territorio imperial la cifra de muertes alcanzara los 5 millones. La plaga de Cipriano, un siglo más tarde, afectó especialmente el norte de África, y ciudades principales, como Cartago, vieron menguada su demografía en un 65%. 

 

Pero fue el siglo VI, ya con un declinante Imperio Bizantino, el que padeció una serie de brotes epidémicos devastadores de peste bubónica que se extendieron por todo el mundo y que acabaron con la vida de entre 25 y 30 millones de personas. Se denominó la plaga de Justiniano, por el emperador bizantino que gobernaba a la sazón.  El historiador Procopio de Cesárea describe cómo la Via Mese, la  arteria principal que atravesaba Constantinopla de norte a sur, se mantenía plagada de cadáveres. Según el historiador, morían cada día entre 5.000 y 10.000 personas y Constantinopla perdió la mitad de su población.

 

“La Edad Media es la época de los grandes males colectivos, de las pandemias que pasan por las naciones como un escalofrío de terror místico, la época de las pestes”, escribió el médico humanista Marcel Sendrail. Guerras, hambrunas y epidemias. De hecho, el Medioevo se prefigura con la debacle definitiva del imperio romano, una debacle auspiciada, entre otras causas, por el desastre demográfico, económico, político y social provocado por las pestes bubónicas. 

 

Y el Medioevo dará paso al Quattrocento renacentista tras la Guerra de los Cien Años y un sinnúmero de oleadas epidémicas que culminan con la Gran Peste, la Muerte Negra, que asoló el mundo entre 1347 y 1352, y que mantuvo sus infernales réplicas hasta mediados del siglo XV, el mayor holocausto que ha azotado a la humanidad. Se calcula que una tercera parte de la especie humana desapareció.

 

En Europa entre 30 y 40 millones de desdichados perdieron la vida debido a la plaga bubónica. Las campanas del miedo tocaron a rebato y el pánico dispersó a la población, que difundió la infección. Regiones enteras quedaron despobladas, los campos de cultivo se asilvestraron y la muerte impuso a todos una igualdad rechazada a los vivos.

 

 De aquel aterrorizado imaginario colectivo, surgido del dantesco y familiar espectáculo de despojos humanos y cadáveres descompuestos en veredas, campos, calles y plazas, surgió un símbolo que ha perdurado hasta hoy: el esqueleto cubierto con una negra capa empuñando una guadaña, segadora de vidas. 

 

Durante siglos, las danzas macabras formaron parte del folklore de numerosos pueblos y villorrios europeos. En el municipio ampurdanés de Verges todavía se escenifica una imponente Dansa de la mort medieval que precede la procesión de la noche de Viernes Santo.

 

Son numerosos los documentos, crónicas y testimonios que relatan el triunfo de la muerte “en estos tiempos cuando se almorzaba por la mañana con los parientes y amigos y por la noche se cenaba con los antepasados en el otro mundo”, tal como refiere Giovanni Boccaccio en el preámbulo de la Jornada Primera del Decameron. En esa misma introducción ofrece un dato revelador: “Desde marzo hasta julio siguiente, ya por la violencia de la peste o por estar muchos enfermos abandonados por el miedo que inspiraban a los sanos, que se tiene la certeza de que perdieron la vida dentro de los muros de Florencia más de cien mil personas”. 

 

En París la letalidad crece sin cesar  y, según las crónicas, del Hôtel-Dieu se lanzaban a las fosas 500 cadáveres cada día. En Venecia, de 1.250 patricios que formaban parte del Senado solo sobrevivieron 350; y en Barcelona, según narra Antoni de Bofarull en su Historia crítica de Catalunya, “mueren cuatro de los cinco consellers de la ciudad y, prácticamente, todo el Consell de Cent”. Si esa era la mortandad entre el patriciado es fácil deducir la del pueblo llano.

 

Agnolo di Tura, cronista de Siena,  reflejó dramáticamente la vida cotidiana en su ciudad torturada: “El padre abandonaba al hijo, la esposa al esposo, un hermano al otro; porque esta enfermedad parecía atravesar el aliento y la vista. Y así murieron. Y no se encontró a nadie para enterrar a los muertos por dinero o amistad. Los miembros de las familias llevaron a sus muertos a una zanja lo mejor que pudieron, sin sacerdote, sin oficios divinos. Grandes pozos fueron excavados y apilados con la multitud de muertos. (...) Yo, Agnolo di Tura, llamado el Gordo, enterré a mis cinco hijos con mis propias manos como tuvieron que hacer muchos otros al igual que yo. Y murieron tantos que todos creyeron que era el fin del mundo.”

 

La razón sucumbe y la fe languidece. La esperanza es un artificio truncado y el futuro una tortura del pasado. “Los médicos no daban respuesta alguna, los historiadores callaban y los filósofos se encogían de hombros y guardaban silencio”, escribe Petrarca, cuya amada Laura murió durante la epidemia. La nobleza y los acaudalados huyen a sus fincas a buscar refugio. Las protagonistas del Decamerón, precisamente, son siete nobles damas que deciden escapar a una villa a las afueras de Florencia donde desgranarán las horas del tiempo relatándose unas a otras los cuentos y anécdotas que se recogen en la obra.

 

 “Los hay que prefieren darse a la bebida y los placeres, recorriendo la ciudad retozando con la canción en los labios y dando plena satisfacción a sus placeres”, escribe Boccaccio en la introducción del libro. Otros, temerosos de Dios, se lanzarán a los caminos recorriendo los pueblos, muchedumbres de flagelantes y penitentes, con la esperanza de expiar los pecados humanos y aplacar la ira divina. El papa Clemente VI adelanta dos años el Jubileo previsto para el año 1350. Un millón de devotos acuden a Roma desde todos los rincones de Europa. Apenas 100.000 regresarán a sus hogares.

 

La ciencia y la razón son avasalladas ante el silencio de la vorágine. Se tiene la certeza que la enfermedad se propaga con el contacto con el enfermo, pero, ¿cómo?, ¿por qué?

 

La ciencia y la razón son avasalladas ante el silencio de la vorágine. Se tiene la certeza que la enfermedad se propaga con el contacto con el enfermo, o con sus ropas, o con su cadáver. Pero, ¿cómo?, ¿por qué? La respuesta ilustrada de la Facultad de Medicina de París dictamina que la conjunción astral de Saturno, Júpiter y Marte en el grado 40 de Acuario es la causa principal de las pestilencias. 

 

Alfonso de Córdoba, profesor de medicina de la universidad de Montpellier, manifiesta la posibilidad que “gentes de maldad profunda” puedan provocar artificialmente la epidemia en cualquier momento y lugar y describe un procedimiento para difundir vapores pestilenciales mediante un proceso de fermentación.

 

 Leprosos y judíos –“envenenadores de pozos”– están en el punto de mira. Los sangrientos pogromos en Europa vacían de judíos las principales ciudades. En 1391, durante el cuarto brote de la epidemia en la península ibérica, las turbas entran a sangre y fuego en las aljamas de Sevilla, Toledo, Madrid, Barcelona, Ciudad Real, Girona, Tárrega, Valencia, Mallorca… La degollina aniquila la población hebrea y solo se salvarán los que acepten el bautismo.

 

Pero un soplo de aire fresco procedente de Al-Andalus, también diezmado, aporta racionalidad a la desesperación. Los médicos andalusíes Ibn Al Jatib y Ibn Kathima enuncian por primera vez la noción de contagio y recomiendan aislar a los enfermos y quemar sus sábanas. 

 

El principal tratado sobre la epidemia del siglo XIV, Consecución del  fin propuesto en la aclaración de la enfermedad de la peste, de Ibn Kathima, ofrece consejos a los ciudadanos del reino de Granada para prevenir la enfermedad y  aventura la teoría de que la pestilencia se transmite por el aire a través de “órganos minúsculos” de una persona a otra. Así, este médico de Almería propone “crear un ambiente de alegría, serenidad, recreo y esperanza” y evitar la tristeza, porque “el ánimo triste es un terreno muy propicio para la enfermedad”.

  

El flagelo de los invisibles se instala en el continente americano poco después de la llegada de los primeros españoles. Se calcula que la población autóctona en todo el continente ascendía  a 65 millones. Dos siglos después, los virus de la gripe, la viruela y el sarampión, recién llegados al continente y con una letalidad inaudita,  habían reducido a los nativos americanos a apenas cinco millones, facilitando sobremanera la colonización europea, inmune o  con su sistema inmunológico advertido frente a unos patógenos familiares que viajaron con ellos.  “Sobre nosotros se extendió: gran destruidora de gentes. Algunos bien los cubrió, por todas partes del cuerpo se extendió. En la cara, en la cabeza, en el pecho  

 

 No podía nadie moverse, no podía volver el cuello, no podía hacer movimientos de cuerpo, no podía acostarse cara abajo, ni acostarse sobre la espalda, ni moverse de un lado a otro. Y cuando se movían algo daban de gritos (…) Muchos murieron de ella, pero otros muchos murieron de hambre. Hubo muertos por el hambre: ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se preocupaba”,  se relata en un escrito en náhuatl  recogido por Miguel León-Portilla en Visión de los vencidos y que sugiere los síntomas de la viruela. Hubo regiones donde la población amerindia, simplemente, se extinguió por completo. 

 

En el Caribe, por ejemplo. “En la isla de Santo Domingo, de una población estimada en 1493 en más de 3.770.000, para 1518 apenas si quedaban 15.600 y de éstos, después de la introducción de la viruela aquel año, apenas si se contaban 125 aborígenes de los cerca de cuatro millones que hubo en la isla”, se lee en Origen de las epidemias en la conquista de América, de Francisco Guerra. 

 

Las epidemias son más habituales de lo que se imagina. Entre los siglos XV y XVIII se produjeron varios brotes de peste bubónica. Sólo en Francia, se contabilizaron casi 100 episodios

 

Las epidemias son recurrentes y más habituales de lo que la prudencia imagina. Entre los siglos XV y XVIII se produjeron numerosos brotes epidémicos de peste bubónica. Sólo en Francia, se contabilizaron casi 100 episodios en apenas dos siglos. En 1665, Londres padeció una epidemia que acabó con una cuarta parte de su población.

 

 Daniel Defoe, en su obra El año de la peste, describe minuciosamente la calamidad y las medidas que se tomaron: ante la imposibilidad de los hospitales de acoger la avalancha de contagiados, las autoridades decidieron recluir a los enfermos en sus casas con los familiares que hubieran tenido contacto con ellos y ubicar un retén de vigilantes para evitar su salida.

 

 Durante la peste de Marsella, el parlamento francés emitió una orden condenando a pena de muerte a aquellos que intentaran huir de la ciudad. Muchas ciudades europeas ya exigían a los viajeros “certificados de peste” y Jean Jacques Rousseau, en sus Confesiones, menciona la obligación de la cuarentena de 21 días a los recién llegados a Ginebra durante la epidemia.  La gran peste de Milán de 1630 quedó plasmada en una de las obras culminantes de la literatura italiana: Los novios, de Alessandro Manzoni. 

 

Esta obra se publicó con un anexo, La columna infame, que es un prodigioso relato pericial en torno a las actas de un proceso judicial inicuo que se saldó con la muerte atroz en plaza pública de dos desdichados, un funcionario de sanidad y un barbero. Las brutales torturas de fuego y tenazas habían arrancado la patraña nacida de un abyecto rumor, de una fake news: una vecina había presenciado movimientos extraños de un individuo “untando paredes con ungüentos pestíferos”.

 

El último capítulo –por ahora– de la peste bubónica se escribe con especial virulencia en el subcontinente indio en el año 1890 y acaba con la vida de entre 10 y 15 millones de personas.

 

El siglo XIX en Europa fue especialmente pródigo en fiebres tifoideas. El poderoso ejército de Napoleón, que entró casi sin resistencia en un Moscú arrasado, fue literalmente exterminado en su retirada hacia Francia por la hipotermia, las tropas enemigas y, especialmente, las enfermedades. Se calcula que 350.000 soldados de la Grand Armée fueron aniquilados por la epidemia del tifus. A destacar la furiosa competencia letal que mantienen los invisibles con las guerras y las trincheras: durante la Guerra de los Cien Años, hasta en dos ocasiones se pospusieron las batallas –Eduardo III Plantagenet abandonando Calais tras su captura y el Príncipe Negro renunciando a tomar París- frente al embate victorioso de los bacilos que diezmaban los ejércitos en franca competencia desleal…

 

Siglos más tarde de la monstruosa Peste Negra de 1348 surge desde las infernales trincheras de Verdún y de Somme otra pandemia devastadora que asoló el mundo. La llamada gripe española  provocó más de 50 millones de muertos, más que la propia guerra, más que la propia muerte. Y el mismo desconcierto, la misma impotencia, la misma desesperanza ciega,  el mismo terror contagioso… 

 

Las similitudes son patentes. “En algunos casos, los muertos de dejaban en la casa durante varios  días. Las funerarias privadas estaban abrumadas y algunas se aprovecharon de la situación subiendo los precios hasta un 600%   Los empleados de los cementerios cobraban 15 dólares por los entierros y hacían que los familiares mismos cavaran las tumbas para sus muertos”, se lee en La pandemia olvidada de América: la influenza de 1.918 de Alfred Cosby.

 

 La “enfermedad de moda”, titulaban los diarios españoles cuando la gripe era apenas una amenaza, y una crónica del diario salmantino El Adelanto apunta una circunstancia premonitoria: “La epidemia de Salamanca no tiene hasta ahora importancia. Se han registrado sólo seis o siete casos, algunos seguidos de defunción, especialmente, en las Hermanitas de los Pobres, donde entró una anciana enferma, procedente de Galisancho, contagiando a otros compañeros de asilo”. Pobreza y desamparo, trincheras y guerras… 

 

Poco después,  los hospitales se saturaron y las campanas dejaron de tocar a muerto para atenuar el desánimo. Las autoridades sanitarias emitían recomendaciones que se publicaban en todos los diarios y que en nada se diferenciaban a las perpetradas siglos atrás o un siglo después: confinamiento, clausura de escuelas y teatros, distancia social, desinfección de talleres y fábricas, uso de mascarilla, aislamiento de los enfermos, “respirar únicamente por la nariz”, “desinfección de ropas y utensilios”, “fricciones diarias con agua de colonia”…

 

En 1918: la epidemia que cambió el mundo, de Laura Spinney, se sugiere una incómoda reflexión: la pandemia fue un fracaso global de la ciencia, de la medicina, de los gobiernos y las administraciones, de las autoridades militares y de la sociedad. Nadie ni nada supo ni pudo contener el azote ni enfrentar sus consecuencias. Nada ni nadie supo ni pudo ofrecer respuestas ni consuelo que aliviaran la incertidumbre y el terror de los hombres. Durante miles de años, hasta hoy, los invisibles han sido el enemigo invicto que, recurrentemente, ha esgrimido la amenaza malthusiana con destreza.

 

La penicilina no llegó hasta 1928, aunque su producción farmacéutica demoraría hasta los 40. Incluso un descubrimiento tan determinante está sujeto a irracional arbitrio

 

La penicilina no llegaría hasta el año 1928, aunque su producción farmacéutica demoraría hasta los años 40. Incluso un descubrimiento tan determinante para la Humanidad está sujeto a irracional arbitrio. En ciencia existe un término para expresar la obtención de un fin no previsto, pero benéfico, a partir de estudios destinados a otros objetivos: serendipity,  que en castellano se traduciría, más o menos, como chiripa. Y la lucha científica contra los invisibles está repleta de chiripas.

 

 El propio Alexander Fleming, premio Nobel por el descubrimiento de la penicilina, reconoció en su discurso de recepción del galardón en Estocolmo en 1945 que sus trabajos inmediatamente anteriores no tenían nada que ver con la penicilina. “Surgió simplemente de un acontecimiento afortunado que sucedió cuando estaba trabajando en un problema bacteriológico puramente académico que nada tiene que ver con antagonismos, o mohos, o antisépticos, o antibióticos (…) A decir verdad, la penicilina comenzó como una observación casual. Mi único mérito es que no descuidé la observación y que perseguí el tema como un bacteriólogo”.

 

El precursor de la bacteriología, Anton van Leeuwenhoek, era un próspero comerciante de paños que se construía él mismo ingeniosos microscopios  caseros para examinar la calidad de sus telas. Sin embargo, la curiosa observación de otros materiales –estiércol, agua estancada, semen…– hizo que se convirtiera en el primer hombre en visualizar las bacterias, los invisibles, que él denominó “animálculos”. Durante cuarenta años, hasta su muerte en 1723, mantuvo correspondencia con la Royal Society de Londres. 

 

Una patata olvidada largos días bajo un armario del laboratorio sirvió a Robert Koch para identificar microorganismos patógenos y, junto con Louis Pasteur, iniciar la teoría microbiana y probar el origen infeccioso de muchas enfermedades. Una teoría microbiana que reivindicó los hallazgos del médico húngaro Ignaz Semmelweis, repudiado por la ciencia y condenado al ostracismo por la institución médica de la época.

 

 Su paso por la clínica de la Maternidad de Viena demostró que un simple lavado de manos con una solución de cloruro cálcico redujera la letalidad de las fiebres puerperales de un 30% en 1847 a un 0,23% dos años más tarde cuando él dirigía el hospital. Un simple lavado de manos, falta de higiene: demasiado para una arrogante comunidad científica que se burló de sus teorías antisépticas. Semmelweis acabó sus días en un psiquiátrico donde murió por una paliza que le propinaron los guardianes. 

  

Edward Jenner, el creador de la primera vacuna, también sufrió el desdén académico. Médico rural, conocía las sabidurías y tradiciones populares que se transmiten de generación en generación. Una de ellas llamó su atención: las campesinas ordeñadoras de vacas que habían padecido la benigna viruela vacuna eran inmunes a la viruela que causaba estragos –una letalidad de hasta un 40%– entre las personas. 

 

Y decidió llevarla a la práctica. Tomó muestras de una pústula de una ordeñadora con viruela vacuna y la frotó en una incisión practicada en el brazo de un niño de su pueblo. Dos meses más tarde, inoculó el letal virus variola en ese niño: era inmune. Un método, dicho sea de paso, ya conocido siglos atrás y practicado en la China de la dinastía Ming, en la India y en el imperio otomano. Lady Mary Montagu, esposa del embajador británico en Constantinopla, “variolizó” a sus propios hijos y, entusiasmada, intentó extender en Inglaterra la medida profiláctica que topó con la indignación de la sociedad científica ante semejantes costumbres bárbaras.

 

Ha sido, precisamente, la viruela la primera plaga infecciosa erradicada de la humanidad. En 1980, la OMS declaró derrotado el virus después de una dilatada y exitosa campaña global de vacunación promovida en los años 60 por Viktor Zhdanov, viceministro de Salud de la Unión Soviética. Fue la última vez, al menos con éxito, que los científicos del mundo se unieron con el único objetivo de erradicar el virus. 

 

Hoy, el imperio farmacéutico está inmerso en una batalla comercial sin par, con prodigiosas campañas publicitarias aparecidas en los medios de comunicación, precisas estrategias geopolíticas, falsas informaciones y urgencias aventureras que nos remiten al fantasma de la talidomida. 

 

Ya hay antecedentes: como cuando el presidente de la comisión de salud del Consejo de Europa, Wolfang Wodarg, acusó sin ambages al lobby farmacéutico de provocar la psicosis de la gripe A. 

 

Ocurrió ayer, en 2010. Pero esto ya es otra historia…

 

 

 

 

 


 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

GRACIAS POR TU OPINION-THANKS FOR YOUR OPINION