El pasado jueves hablaban un poco de Bilbao en el 'New York Times'. Es algo que ocurre de vez en cuando y que a mí me tranquiliza mucho. Uno ve que se sigue citando a la ciudad en ese periódico tan principal y respira. Es bueno saber que todo sigue yendo bien en el reverso cosmopolita de la Fuerza. Y eso ocurrirá mientras salgamos en el 'New York Times', en el suplemento de Arte y Diseño por más señas, entre un artículo que se pregunta si es Australia el nuevo paraíso de los diseñadores (vaya usted a saber) y un reportaje sobre los grafitis que adornan las paredes de Tel Aviv («mahometano el que lo lea», qué sé yo).
Lo que contaba el 'New York Times' es que hay en Estados Unidos instituciones culturales que se la han pegado apostando por la construcción de grandes edificios. Muchas de ellas lo hicieron pensando que esos edificios podrían transformar ciudades pequeñas en atractivos destinos culturales. Y, miren, aquí salimos nosotros. Resulta que lo de transformar ciudades pequeñas en atractivos destinos culturales es justo lo que hizo «el museo diseñado por Frank Gehry con Bilbao».
«¿Y eso es todo?», pensará usted, que es con toda probabilidad un individuo insensible y demodé que ha llegado a este rincón digital buscando vídeos japoneses de atracos a mano armada y gazapos de los famosos en Twitter. Pues sí, eso es todo. Pero es mucho. En primer lugar, porque la peña está fracasando en sus intentos de hacer una cosa que a nosotros nos salió inexplicablemente bien. Confieso que a mí sigue llenándome de orgullo y estupefacción pasar por la explanada del Guggenheim. Es entonces cuando miro a mi alrededor y hago uno de mis famosos análisis mentales: «¿Pero, maldita sea, cómo diablos...?»
Lo del 'New York Times' es importante también porque van a leerlo los jóvenes diseñadores australianos y los grafiteros de Tel Aviv, que son un poco nuestro público objetivo en plan nivelazo. Y también -el ser humano es complejo- lo leerán los jóvenes diseñadores neozelandeses y los grafiteros de Haifa, que llegarán a esas páginas movidos por la peor de las envidias y se quedarán con un mensajito subliminal (Bilbao, Bilbao) que quizá les lleve un día a visitarnos y hacer gasto o, mejor aún, a utilizarnos como misteriosa inspiración para sus diseños y sus grafitis del estilo contemporáneo.
Ya lo ven: salir en el 'New York Times' es estupendo. Todo ventajas. Por no hablar del plus de la vanidad satisfecha: esa repentina legitimidad molona, ese otro efectillo Guggenheim. La mención del otro día nos permite seguir andando por el mundo adelante con las necesarias dosis de autoconfianza y despotismo. No es tiempo aún de agachar la cabeza y volver a firmar la rendición de la explicaciones geográficas.
Van a seguir oyéndonos esos recepcionistas de hotel y esos compañeros de autobús al aeropuerto que siempre tienen ganas de hablar: «Verá, amigo, yo soy de Bilbao, estará usted harto de vernos en el 'New York Times'. ¿De dónde dice que es usted? ¿Florencia? Lo siento, hombre, no me suena».
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