Pedrillo el de Las Torres se quedó rezagado en el
pelotón que salía del campo de concentración de Gando, al momento el “cabo de
vara” le dio en la cabeza con la fusta, solo miró un momento para atrás y era
Juan R. el privilegiado socialista cobarde, que junto a otros traidores le
hacían el trabajo sucio a los fascistas.
Tras los golpes subió la cuesta y pudo hablar con
Antonio Febles en baja voz, el viejo lo miraba con los ojos rojos de sangre, le
preguntaba que adonde los llevaban a aquellas horas de la noche, el pobre Pedro
solo alcanzó a balbucear, deletrear con los labios que no sabía nada. Al
momento llegó Eufemiano F. junto al joven E. Bonni al frente de la brigada del
amanecer que encabezada el hijo del Conde. El joven los miraba a distancia, se
fumaban un virginio mientras arribaba el “camión de la carne”, de sus bocas les
llegaba un aliento a ron de caña mezclado con carne compuesta.
Al momento aquella pequeña loma se inundó del humo
de gasoil, ese olor penetrante, que le recordó las tardes en la
finca de tomateros de “los Betancores”, allí cerquita de su casa en Los Giles,
cuando las muchachas aparceras partían oliendo a flores y él se quedaba junto a
Segundo Viera observándolas, viendo los ojos cómplices, las miradas furtivas de
las chiquillas, como las llamaba su vieja, mientras le preguntaba si estaba “hablando”
con alguna.
Ese grato recuerdo pasó como un carro de fuego
cuando recibió otro golpe en la espalda, esta vez del cabo de la policía local,
el falangista J. Pernía, al que conocía bien de la comisaría del municipio de
San Lorenzo, cuando en los bailes de taifa se aprestaba en la puerta, sonriéndole
cuando sacaba a bailar a las muchachas.
Esta vez solo lo golpeó y su mirada se perdió en sus
ojos negros como la noche, no observó ni un atisbo de complicidad, como si no
lo conociera, como si nunca hubiera sido su compañero en la Federación Obrera.
Pedrillo se levantó como pudo, Ambrosio Alcantara lo
ayudó agarrándolo por el brazo, la sangre le bajaba por la espalda hasta sus
nalgas, el pantalón estaba humedecido por sus orines de miedo. Al momento subió
Eufemiano, el hijo del Conde se quedó dos pasos más atrás con una sonrisa
macabra, en un instante todo se llenó de falangistas y militares que los
empujaban, les pegaban con la mano abierta en sus cabezas, los cabos de vara
como Juan R. y otros se limitaban a darles con la vara en la nuca. El joven
comprobó mirando a su alrededor que el grupo de presos superaba los cincuenta.
De reojo vio a Juan García, Nicolás Santana, el abogado José Luis Sarmiento, el
médico Pedro González y muchos más, que ni siquiera identificó, por no poder
voltear la cabeza ante los brutales golpes de los fascistas.
Los subieron a la fuerza al “camión de la carne”,
que tanto servía para traer los trozos de animales casi podridos al campo de concentración,
como para transportar los cuerpos de los fusilados o asesinados a golpes. Todos
iban de pie, casi no podían moverse al llevar atadas las manos con aquella soga
que les cortaba las muñecas. El olor era muy intenso, una mezcla de sudor, tabaco
y sangre.
Algunos lloraban, otros rezaban o recitaban los nombres de sus chiquillos/as, de su amada mujer o novia, invocaban a sus madres, siempre en baja voz para que los esbirros no los escucharan.
En menos de una hora llegaron a los riscos de la
Marfea, a poca distancia de la Playa de La Laja. Pedrillo recordaba los días
que estuvo bañándose en aquellas aguas corrientosas junto a la bella María, la
hija de Matilde la mujer del Panadero de Casa Ayala. Aquel beso en el agua, su
cuerpo joven de buena mujer ardiente como sus 18 años, que lo rozaba mientras
jugaban como dos niños/as, flirteando antes de la noche de San Juan de aquel
junio de 1936.
Todo fueron gritos desde entonces, cuando salió del
camión a palos alcanzo a ver la cara de Honorio “El peninsular”, el que
trabajaba en la finca de Los Molina como capataz. Ni siquiera lo miró, solo lo
golpeó en la cara con la pinga de buey y cayó de nuevo al suelo mientras los
demás lo pisoteaban. Era una masa enfebrecida, asustada, una especie de
estampida de hombres fuertes, altos, musculosos del trabajo de sol a sol, ahora
algunos encadenados, otros atados con la brutal soga de los tomateros.
Sin casi darse cuenta comprobó como los obligaban a
tumbarse boca abajo para atarles los pies, notó como lo apretaban con la
rodilla clavada en la espalda, los demás gemían de dolor, pero todo era sangre,
golpes, gritos, insultos. Las risas de Eufemiano y el hijo del Conde se escuchaban
por encima de los llantos. Tenían ese acento de los niños ricos con un tono distinto
al del resto. Se carcajeaban porque varios presos se habían cagado en los
pantalones. Bromeaban sobre el mal olor de los rojos con el cura de Telde, que
también se había acercado a la “fiesta de la sangre”.
En un momento pudo comprobar que del viejo coche de
E. Betancor sacaron muchos sacos, los mismos que usaban para las papas y los racimos
de platanos. El joven Pedro vio como empezaban a meter a los hombres atados de
pies y manos, se escuchaban los gritos, los llantos, pero los fascistas no
dudaban ni se inmutaban, los obligaban a patadas y puñetazos, luego los sacos
quedaban casi inmóviles, solo viéndose la respiración acelerada de aquellos
hombres, unos lamentos que se mezclaban con el ruido del viento, con las risas
de los esbirros, que de nuevo bromeaban con el cura sobre “la peste a mierda” y
la cobardía de los anarquistas y comunistas.
Pedrillo no se resistió cuando lo metieron en el
saco, estaba demasiado triste, herido su cuerpo flaco, lleno de moretones y la
sangre le corría por cada rincón de su piel. Notó como comenzaron a
amontonarlos en el borde del abismo, se escuchaba el mar y el canto desesperado
de las pardelas. Un olor a salitre lo impregnaba todo mezclado con el tabaco de
los criminales, percibía la respiración de sus compañeros, algunos insultos a
los fascistas, algo indefinible, que casi no podía identificar entre el inmenso
ruido de las olas, los gritos, alaridos y lamentos.
Luego ya todo fue tan rápido, comenzaron a tirarlos
uno a uno por el acantilado, se escuchaba como se estampaban contra el mar o
contra las rocas, el estaba casi de los últimos y escuchó a Pernía bromeando
con J. De Lugo y P. Del Castillo, las invitaciones a coñac de Eufemiano como si
celebraran un acontecimiento especial.
Percibió como dos hombres lo tomaban por los pies y
el otro por los hombros: “¡Muere rojo de mierda, cabrón!”, alcanzó a escuchar
mientras lo arrojaban al vacío. Solo fueron unos segundos, notó el agua fría, muy
salada, intentó por unos instantes desatarse, salir del saco, pero fue
imposible, se dejó llevar, las heridas le picaban, le quemaban con la sal, todo
era oscuridad, silencio, una paz infinita, mientras abrió la boca para tragarse
toda esa agua y dormirse para siempre.
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