Temprano cobré incipiente conciencia de que eso que llamaban sociedad no
era más que una enorme y vieja prisión, y de que yo simplemente había
venido al mundo en uno de sus numerosos módulos. A esta oportuna e
incipiente toma de conciencia contribuyeron notablemente –aunque esta no
fuera ni mucho menos su intención– todas las vetustas instituciones
sociales encargadas de "formar", es decir, de convertir en ladrillos a
la mayoría de las frescas y recién llegadas pellas de arcilla.
Supe
entonces que, contrariamente a lo que sucede en el Show de Truman,
aquí, en este institucionalizado y estatalizado mundo, no hay, aunque lo
parezca, paredes falsas ni trampantojos, sino muros más o menos
visibles, más o menos camuflados, pero tan cimentados como
infranqueables. Que dichos muros no se prolongaran en mi mente, que no
hallaran espacio en ella, fue una de mis utópicas prioridades; conocer
los demás módulos, otra.
Arcilla
desobediente y esquiva al propósito del industrial alfarero, no tardé
en experimentar las amargas consecuencias de mi desobediente y reiterado
abandono del “molde”. Sin embargo, tras cada castigo, mis ansias de
libertad crecían irrefrenables cual uña de gato. Mal, muy mal iban mis
estudios –los de la escuela, que no los otros–,
de suspenso en suspenso y de ausencia en ausencia. Pero en eso, en
hacer pellas, en la búsqueda de vías de escape, en eso me volví un
experto. Todo un ingeniero de caminos con apenas 10 años.
Porque,
pienso yo, el camino hacia la libertad es eso, un camino (y un caminar
al que he dado en llamar "ir"), aunque no me engaño al respecto, es un
camino que siempre desemboca en el odioso y odiado muro (¡Estamos
rodeados por nosotros mismos!).
El Show de Truman, la película, se resuelve finalmente con una salida,
una puerta en el abovedado artificio a la que se accede por una
escalera no exenta de connotaciones triunfalistas. Una salida que parece
sugerir la existencia, tras ella, de otro mundo "real" en el que, tal
vez, el protagonista encuentre por fin la libertad. ¡Trampa!, pues es en
ese preciso instante en que Truman Burbank cruza la puerta es cuando la
ficción alcanza su más capcioso apogeo. Fuera de la ficción, esa puerta no existe, y malo será, por engañoso, buscar salidas en mesiánicos más allás.
Como Samuel Beckett dijo con mordacidad no exenta de humor: "Desde
siempre corre el rumor o mejor dicho la idea de que existe una salida".
Loam
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