La tauromaquia (del griego taūros «toro» y máchomai «luchar»)
es una práctica vehemente y violenta cuyos orígenes se remontan hasta
la Edad del Bronce. Según la interpretación sociohistórica, se trata de
una alegoría que proclama fortaleza y valentía ante las embestidas del
destino y los acontecimientos de nuestra vida. El toro se erige como
símbolo de una fuerza impetuosa capaz de condenar a un hombre a la
muerte y éste, pues, se enfrenta para demostrar la superioridad humana
frente a las imposiciones de la naturaleza.
Este simbolismo inició su camino al
apogeo a partir del siglo XII en España, donde empezaron a realizarse
alanceamientos en plazas públicas y otros lugares abiertos para festejar
victorias militares, conmemorar acontecimientos o meras trivialidades
del vulgo. El interés entre los hispanos medievales hacia tal
espectáculo, cargado de misticismo y evocador de una apática diversión,
fue en incremento durante los siglos venideros.
Ya en el siglo XV aparecen fiestas
populares con sus propios designios y se documenta una mayor extensión y
ritualización. El toreo propiamente dicho, en cercados de madera y con
la participación de distintos integrantes, adquiere entonces unos
matices reservados para la realeza. Esto, obviamente, supuso una
vinculación socioeconómica entre los altos estamentos, sus hábitos y
aquellos aspectos por emular. Castilla era la metrópolis de la península
ibérica y, a causa de ello, sus rasgos culturales se recibían con
especial devoción. Algo que, hasta fecha, queda bastante patente en
otros aspectos de la vida cotidiana.
En el siglo XIX, la consolidación y
apogeo de la ganadería vacuna a lo largo de España conllevó el
establecimiento de mataderos en las grandes ciudades para suplir las
necesidades la población. Los continuos y fatigosos trabajos
relacionados con el manejo de las reses, los cuales precisaban de cierta
pericia, suscitaron fascinación en torno a distintas personalidades.
Poco tiempo después se asentó la estructura de las corridas que aún
persiste hasta nuestros días.
A partir de dicho momento, la
tauromaquia fue ganando adeptos por motivos de embeleso o tentativa para
salir de las clases humildes. En el primer tercio del siglo XX vivió su
era dorada y se ha mantenido en alza hasta las últimas décadas. Ahora,
en el siglo XXI, todo apunta a que dejará de existir: organizaciones
animalistas al pie de guerra, asiduas manifestaciones en contra,
críticas y reproches de índole política, recortes para los festejos,
para las academias, para los nuevos ruedos, etc.
Hoy, la tauromaquia escribe una verdadera Crónica de una muerte anunciada,
título que escojo intencionadamente a partir de la célebre obra del
escritor Gabriel García Márquez, defensor a ultranza del mundillo
taurino.
Nadie conoce mejor esta realidad que el
propio sector. Por eso, a continuación figura una arenga que ha
comenzado a distribuirse entre los taurinos:
Las palabras hablan solas: algo ha cambiado en la mentalidad de este nuevo siglo.
La paulatina e inexorable aplicación de
valores morales, consecuencia directa del uso de la lógica ante la
generalización del conocimiento vía informática, está conduciéndonos
hacia una de las épocas potencialmente más constructivas de toda la
existencia humana. Puesto que los grandes cambios históricos
acontecieron gracias a la unión por una causa reconocida, nos ha llegado
una oportunidad magistral para asentar las bases del problema y de la
solución.
Tras tanto esfuerzo depositado, la
abolición de la tauromaquia en todas sus expresiones es, sin lugar a
dudas, un fin deseable; pero no una meta absoluta ni definitiva. No
debemos confundir la rama con la raíz.
¿Son los toros las únicas víctimas de la gestión humana? No.
¿Son los toros los únicos animales que desearían vivir? No.
¿Son los toros los únicos animales que mueren a manos del ser humano? No.
Por tanto, ¿qué distingue la tauromaquia
—una manifestación cultural humana— del resto de atrocidades cometidas
por nuestra especie? Nada.
¿Qué tienen en común la tauromaquia, los
zoológicos, los circos, la caza, la peletería, los mataderos y la
experimentación animal? No, no es el maltrato (concepto muy subjetivo);
sino el uso ajeno con un propósito ajeno al individuo: la explotación animal.
La ética únicamente juzga las acciones (el qué), no en modo con estas
se produzcan (el cómo). El porqué de la explotación es siempre
irrelevante para la moral, como lo es para la justicia.
El derecho animal presenta unas sólidas
bases fijadas por la ética y demostradas por la ciencia. Si de verdad
pretendemos ser coherentes con nosotros mismos, no podemos consentir que
unas acciones actúen en detrimento de otras. Adoptar, amar y cuidar a
un perro o gato abandonado es una acción loable; mas no justifica
éticamente el provocar la explotación de otros animales.
No existen
animales superiores o inferiores, eso reside solamente en nuestra mente
discriminatoria (especismo) y marcada cultura antropocentrista. Considerarse defensor de los animales exige aplicar el principio de igualdad para estimarlos a todos por igual.
Con este objetivo nació el veganismo: derribar la separación arbitraria entre seres que se diferencian en grado, no en clase.
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