Conflictos mundiales * Blog La cordura emprende la batalla


jueves, 22 de octubre de 2015

La fuente del dolor La niña se entretenía en la entrada de la casa terrera con sus calderitos



La niña se entretenía en la entrada de la casa terrera con sus calderitos, cocinando piedras, el juego la hacía soñar con manjares deliciosos, aquellos días cuando su papá trabajaba en la construcción y llegaba muy sucio, oliendo a cemento, con el bolsito repleto de comida china, pizzas, golosinas y algunas botellitas de clipper de fresa.
 

Mariola, a pesar de sus siete añitos, era consciente de que aquellos tiempos no volverían, el desempleo condenó al pobre Pablo a la bebida, luego llegó el maltrato, las palizas a su madre invidente desde el brutal golpe en la cabeza, la policía se lo llevó, estuvo varios años preso fuera de Canarias, luego le perdió la pista, se quedaron las dos solas, la escasa ayuda social no daba para nada, por eso se entretenía sin mirar la nevera vacía en cocinar las lajas de la antigua playa fósil, la que inundaba el yacimiento arqueológico de Tufia, el misterioso conjunto de viviendas de piedra seca, el lugar mágico de los antiguos.
 

Su madre se quedaba sola hasta la salida del colegio, a la niña se la llevaba una vecina en su coche, Cristina en casa ya conocía cada mueble, cada rincón en su oscuridad, una negrura que a veces traía recuerdos dulces, la resignación de perder la visión de aquel hermoso mundo, cuando conoció a su marido en el asadero de Teresa, la casita de San José del Álamo donde organizaban las fiestas de la pandilla.
 

El hambre la paliaba con el agua fresca que manaba del manantial del barranco, la vivienda cada vez más deteriorada y con la presión de Juan El Casero, el implacable usurero amigo del alcalde que iba casa por casa cobrando, presionando con amenazas a quien no podía pagar el alquiler.
 

Su hermano Julián, enganchado a la heroína, traía alimentos que recogía de madrugada en los contenedores de basura de Telde, pan duro, yogures caducados, fruta mordida, embutidos untados de mantequilla en mal estado. Esa era la comida diaria, Cristina ciega solo percibía el mal olor, el desagradable sabor cuando intentaba que su niña comiera dignamente, ni siquiera la comida que le traían en la ambulancia de Cruz Roja era suficiente, un mundo destrozado, donde solo el sonido del embravecido Atlántico paliaba el inmenso sufrimiento de verse sin nada, olvidadas por un estado terrorista y corrupto.
 

Lo anodino del día acababa cuando llegaba la pequeña Mariola, parecía que todo se llenaba de alegría, inundaba la humilde vivienda de luz, hablaba contando lo que había dado en el cole, las cosas de sus amigos, las golosinas del niño que cumplía años en aquella semana. Cristina se sentaba en aquel instante de felicidad mientras la chiquilla encendía la vieja tele para ver los dibujos, un instante de felicidad en el infierno del empobrecimiento extremo, de la miseria, del hambre, la constante sensación de sentirse olvidadas, abandonadas por un sistema criminal, donde solo la mafia política y empresarial tenía derecho a los residuos fecales de la “democracia”.
 
 
 

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