La niña se entretenía en la entrada de la casa
terrera con sus calderitos, cocinando piedras, el juego la hacía soñar con
manjares deliciosos, aquellos días cuando su papá trabajaba en la construcción
y llegaba muy sucio, oliendo a cemento, con el bolsito repleto de comida china,
pizzas, golosinas y algunas botellitas de clipper de fresa.
Mariola, a pesar de sus siete añitos, era consciente
de que aquellos tiempos no volverían, el desempleo condenó al pobre Pablo a la
bebida, luego llegó el maltrato, las palizas a su madre
invidente desde el brutal golpe en la cabeza, la policía se lo llevó, estuvo
varios años preso fuera de Canarias, luego le perdió la pista, se quedaron las
dos solas, la escasa ayuda social no daba para nada, por eso se entretenía sin
mirar la nevera vacía en cocinar las lajas de la antigua playa fósil, la que
inundaba el yacimiento arqueológico de Tufia, el misterioso conjunto de viviendas
de piedra seca, el lugar mágico de los antiguos.
Su madre se quedaba sola hasta la salida del
colegio, a la niña se la llevaba una vecina en su coche, Cristina en casa ya
conocía cada mueble, cada rincón en su oscuridad, una negrura que a veces traía
recuerdos dulces, la resignación de perder la visión de aquel hermoso mundo,
cuando conoció a su marido en el asadero de Teresa, la casita de San José del
Álamo donde organizaban las fiestas de la pandilla.
El hambre la paliaba con el agua fresca que manaba
del manantial del barranco, la vivienda cada vez más deteriorada y con la
presión de Juan El Casero, el implacable usurero amigo del alcalde que iba casa
por casa cobrando, presionando con amenazas a quien no podía pagar el alquiler.
Su hermano Julián, enganchado a la heroína, traía
alimentos que recogía de madrugada en los contenedores de basura de Telde, pan
duro, yogures caducados, fruta mordida, embutidos untados de mantequilla en mal
estado. Esa era la comida diaria, Cristina ciega solo percibía el mal olor, el
desagradable sabor cuando intentaba que su niña comiera dignamente, ni siquiera
la comida que le traían en la ambulancia de Cruz Roja era suficiente, un mundo
destrozado, donde solo el sonido del embravecido Atlántico paliaba el inmenso
sufrimiento de verse sin nada, olvidadas por un estado terrorista y corrupto.
Lo anodino del día acababa cuando llegaba la pequeña
Mariola, parecía que todo se llenaba de alegría, inundaba la humilde vivienda
de luz, hablaba contando lo que había dado en el cole, las cosas de sus amigos,
las golosinas del niño que cumplía años en aquella semana. Cristina se sentaba
en aquel instante de felicidad mientras la chiquilla encendía la vieja tele
para ver los dibujos, un instante de felicidad en el infierno del
empobrecimiento extremo, de la miseria, del hambre, la constante sensación de
sentirse olvidadas, abandonadas por un sistema criminal, donde solo la mafia
política y empresarial tenía derecho a los residuos fecales de la “democracia”.
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