Sobrevive el euro. Por
ahora. Pero el proyecto como tal de la Unión Europea, hoy por hoy, está
muerto. ¿Es así? ¿No es imprudente una afirmación tan taxativa? No, no
es imprudente. Por el contrario, responde a los hechos, dado cómo está
actuando la Unión Europea ante la crisis de los refugiados. La
traición a sí misma que se ha hecho Europa al afrontar dicha crisis --al
eludir una verdadera solución-- es de tal calibre que bien se puede
hablar de la Unión Europea como "el mundo de ayer", a la manera en que
el escritor austriaco Stefan Zweig tituló así un extraordinario libro
suyo en el que describía la situación que quedó atrás desde que los
europeos se internaron en el camino de barbarie que supuso la Gran
Guerra de 1914, con todo lo que vino después.
La Europa de ayer es la que se configuraba como
Unión, la cual, a la vez que incrementaba el número de sus miembros
hasta los veintiocho actuales, se articulaba progresivamente como
espacio político donde los Estados ponían en común su soberanía para dar
paso a una ciudadanía compartida, generando una unión política en construcción,
con el impulso --así se pensó-- de la moneda común. Ésa,
desgraciadamente, es la Europa que queda atrás. Si Zweig, como europeo
que tras la Primera Guerra Mundial y el auge de los fascismos, se dedicó
a hacer memoria para indagar cómo se llegó a tales catástrofes, luego
culminadas con la Segunda Guerra y los campos de exterminio, para
empezar a levantar acta acerca de la manera en que se hundió lo que se
pensaba un "mundo de la seguridad", nosotros podemos hacer otro tanto.
También la Unión Europea ha tenido una belle époque,
una etapa de confianza en sí misma, contagiada a todos sus miembros,
sostenida sobre el crecimiento económico de un tiempo de bonanza, que le
permitió verse como el espacio económico más floreciente en tiempos de
la expansión del capitalismo financiero que reestructuraba el mundo como
gran mercado global. Los déficits democráticos de su arquitectura
institucional, así como las carencias en cuanto a políticas económicas
mejor acompasadas y políticas fiscales verdaderamente coordinadas --por
no hablar de las políticas sociales, dejadas en su mayor parte al albur
de lo que en cada país se decidiera--, no condujeron en los años de
esplendor a tomar las precauciones que algunas voces aconsejaban.
La
ideología neoliberal se afirmaba con tal hegemonía que impedía ver, con
su tupido engranaje de encubrimientos, los fuertes condicionamientos que
ella misma había puesto para el despliegue del proyecto europeo. Ni
siquiera el tropiezo del malogrado proyecto de una Constitución para
Europa, luego salvado con el remedo del Tratado de Lisboa (2007)
--relevo del Tratado de Maastricht, con el que se pretendió actualizar
el fundacional Tratado de Roma--, condujo a que se replantearan a fondo
las falsas seguridades con que se vivía una realidad que se apreciaba
sobre todo por su lado prometedor, pero sin querer fijarse en esos pies
de barro a los que tantas veces se aludía cuando se hablaba de Europa
como gigante económico. Incluso su débil política exterior y de
seguridad no se consideraba con el suficiente rigor como para extraer
las consecuencias de lo que el historiador Tony Judt ya señalaba hace
años: "Si no logra gestionar la crisis permanente en sus fronteras
oriental y meridional, Europa va a encontrarse en serias dificultades".
Pues bien, lo que el historiador británico señalaba en su libro Sobre el olvidado siglo XX
es lo que ahora, ya adentrados en el XXI, se ha confirmado con creces,
hasta el punto de atrevernos a decir que se ha confirmado letalmente.
La traición a sí misma que se ha hecho Europa al afrontar la crisis de los refugiados es de tal calibre que bien se puede hablar de la Unión Europea como "el mundo de ayer"
Cuando la Unión Europea ha acordado acometer expulsiones
de refugiados deportándolos a Turquía --de eso se trata por mucho que se
adorne, pues no es en verdad un acuerdo sobre refugiados, sino un acuerdo contra ellos--, consagrando el territorio de la secular Anatolia como su patio trasero para
depositar en él, al modo de la más execrable práctica colonial, los
desechos de lo que estorba en los países europeos, se niega a sí misma
contradiciendo principios que considerábamos fundacionales de la Unión.
El respeto a los derechos humanos era punto fundamental del proyecto
europeísta y ha pasado a ser cuestión en verdad orillada en la práctica
de devoluciones de "inmigrantes irregulares" que se va a aplicar
expeditivamente a refugiados llegados a Grecia y retornados a Turquía,
una vez lavada la cara de su régimen autoritario para considerarlo "país
seguro". Pagar a Turquía miles de millones, supuestamente para atender a
refugiados devueltos o bloqueados en sus campos de acogida --¿no
acabarán siendo de concentración?--, así como formular vagas promesas de
incorporación a la Unión Europea, fácilmente traslucen la condición de
atractivos sobornos que, además, funcionando en tal sentido, contribuyen
a ocultar excesos injustificables del régimen turco, que resulta
legitimado ante la comunidad internacional.
Unos procedimientos como los acordados por los gobiernos europeos, que parecen llamados a ocupar borgeanas páginas de una historia de la infamia y no a ocupar espacios de reconocimiento en alguna especie de kantiano avance hacia lo mejor,
quiebran bases ético-políticas de la Unión Europea en las que se
cifraba la razón de ser de ésta, más allá o más acá de la unidad de
mercado y del sacrosanto euro. Con una política de exclusión como la
diseñada queda hecha añicos la soñada Europa como espacio de ciudadanía
común.
Si éste, con la disolución del modelo social europeo en las
gélidas aguas de las políticas de inmisericordes ajustes, ya se vio mal
tratado, ahora, dejando además poco menos que en cuarentena el acuerdo
de Schengen de libre circulación, los puntos de apoyo para una
ciudadanía europea resultan dinamitados. Sin derechos reconocidos no hay
ciudadanos y la condena que se hace recaer sobre refugiados llegados a
tierras europeas para reducirlos a apátridas, o ni siquiera a eso,
repercute sobre la ciudadanía europea misma, retrotraída a una política
de amurallamiento desde la cual se volverá a imponer la lógica de las
fronteras en vez de la dinámica de los puentes.
El respeto a los derechos humanos era punto fundamental del proyecto europeísta y ha pasado a ser cuestión en verdad orillada en la práctica de devoluciones de "inmigrantes irregulares" que se va a aplicar expeditivamente a refugiados llegados a Grecia y retornados a Turquía, una vez lavada la cara de su régimen autoritario para considerarlo "país seguro"
No cabe duda de que las medidas aprobadas para frenar el
éxodo de los centenares de miles de refugiados, los cuales huyen de
guerras y conflictos respecto a los cuales Europa no es inocente, tienen
uno de sus motivos en la xenofobia desatada en ciertos sectores de las
poblaciones de los países europeos, y ello desde el momento en que el
rechazo al otro, con todo lo que conlleva de escándalo moral, encuentra
expresión política en planteamientos demagógicos vinculados a las
expresiones más recusables de nacionalismos excluyentes.
Es el miedo
electoralista a las reacciones en las urnas de esos sectores
antidemocráticos lo que acogota a partidos y gobiernos que luego
claudican haciendo concesiones a la demagogia que habría que combatir.
No hay que perder de vista, por lo demás, el caldo de cultivo que ha
calentado, poniendo en ebullición los nacionalismos, la manera en que
desde las instancias europeas --condensadas en la famosa troika--
se ha reaccionado a la crisis económica y sus dramáticas consecuencias
sociales, provocando respuestas en falso de quienes acaban descreídos
respecto a la democracia y sucumbiendo a los prejuicios más groseros una
vez hundidas las mitificaciones que en tiempos dorados se difundieron.
Si los polvos neoliberales han acabado generando los lodos
de la demagogia xenófoba, y a ella ha sucumbido la Unión Europea,
sacrificando hasta la muerte su propio proyecto, dejando el euro como
testigo monetario de una letal impotencia política, ¿no cabrá pensar en
alguna futura resurrección? Eso quizá haya que dejarlo a una poética que
a lo mejor pueda alentar esperanzas de una nueva praxis solidaria capaz
de rescatar lo que Europa pudiera significar. Mirando a lo lejos y
puestos a escuchar, un americano como Walt Whitman, dedicando sus versos
precisamente "a un revolucionario europeo vencido", animaba a entonar
"cantos de insurrección" porque --decía a los europeos-- "mientras no
cese todo, no debéis cesar vosotros".
Si, como dice el poeta, "la
libertad ha de ser servida a toda costa", pues es lo que vale más allá
de todo fracaso, lo que nos queda es recuperar la esperanza de Europa
como tierra de solidaria libertad, emergiendo de las ruinas del proyecto
de Unión Europea tal como hasta ayer lo hemos conocido y hoy, ya, no lo
reconocemos.
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