Antonio Manuel Guerrero, José Ángel Prenda, Alfonso Jesús Cabezuelo,
Ángel Boza y Jesús Escudero, los miembros de la denominada «Manada», no
se han hecho responsables de sus actos en ningún sentido, ni ético, ni
social, ni jurídico.
No asumen que lo que hicieron a esa mujer fue terrible, una barbaridad. No aceptan que habían organizado una banda depredadora, un grupo dedicado a violar y humillar a mujeres impunemente. Siguen defendiendo que tenían derecho a hacer lo que hicieron y no aceptan que lo que hicieron es, sencillamente, violar a una joven.
Según todos los testimonios y evidencias que se han conocido después,
la de sanfermines no era la primera vez que lo hacían. Y de no haber
sido atrapados –conviene recordarlo, gracias al coraje de esa joven y a
la pericia de las policías foral y municipal dentro del protocolo
establecido por las instituciones navarras–, esa no hubiese sido la
última violación, casi con total seguridad.
No se puede afimar lo que pueden hacer a partir de ahora, pero más allá de las esotéricas razones por las que los jueces Ricardo González y Raquel Fernandino han decidido ponerlos en libertad provisional, que unos violadores no asuman lo que han hecho es la peor señal posible. No aceptan responsabilidad alguna.
Al liberarlos se corre el riesgo no solo de que huyan o reincidan, sino de que saquen partido de su victimismo, justificando su ideología y capitalizando lo sucedido.
La mayor parte del movimiento feminista no ha criticado la condena de cárcel a la que se ha sentenciado a los miembros de «La Manada» por ser leve, sino que ha denunciado la sentencia por ser totalmente perversa y dar voz a la cultura de la violación.
La indignación tiene que ver con el terrorífico mensaje que la judicatura española ha mandado a la sociedad: aun denunciando, logrando detener a los responsables, teniendo pruebas que además demuestran su reincidencia, pese a haber un gran apoyo social e institucional contra la violencia contra las mujeres… esa violencia no recibe un trato igual, no se afronta con igual dureza que otros delitos, no se considera igual a sus víctimas y no se asume su profunda raíz política y estructural.
Porque no puede haber justicia si no es igual para todo el mundo. Si se aplicasen de modo general las doctrinas «La Manada», «Urdangarín» o «Bárcenas», ¿cuántos de los alrededor de 8.500 reclusos en prisión preventiva que hay en el Estado español quedarían hoy libres?
Si se aplicasen a los disidentes políticos las mismas doctrinas que se aplican a guardias civiles, a aristócratas o a corruptos ¿qué pasaría con los presos políticos catalanes, con los vascos, con los jóvenes de Altsasu, con los raperos?.
El feminismo es, entre otras muchas cosas, una doctrina a favor de la igualdad entre las personas y a favor de la libertad de todo el mundo. Es un pensamiento que se articula como movimiento emancipador y transformador que aspira a una sociedad sin desigualdades, en primera instancia por razones de género, pero tampoco por otras cuestiones como la raza o la clase.
También plantea que el mundo no está dividido de manera natural entre hombres y mujeres, y que mucho menos existe una categorización según la cual las segundas sean menos que los primeros y estos las puedan vejar y humillar.
El impulso represivo es una constante en la historia de la Humanidad y el feminismo no ha sido ajeno a esa tentación punitiva. Pero la idea central es trasformar el sistema, no reproducirlo, y pocas instituciones hay más patriarcales que la cárcel. Esta es una de las grandes enseñanzas del feminismo radical de pensadoras como Angela Davis, en un debate que sigue abierto hoy en día.
Precisamente Davis hace especial hincapié en que el sistema carcelario no ofrece soluciones a los problemas sociales, que es un reflejo de ellos y que en muchos casos los acrecenta. La cárcel es peor con las minorías, con los débiles, con los desfavorecidos y, por tanto, con los más pobres y también con las mujeres.
Se equivocan los jueces si piensan que su ideología machista, su orgullo herido o su desconexión con la realidad social van a alterar el curso de un movimiento emancipador como este. No busca venganza, pero no va a renunciar a la justicia, a la igualdad y a la libertad.
No se puede afimar lo que pueden hacer a partir de ahora, pero más allá de las esotéricas razones por las que los jueces Ricardo González y Raquel Fernandino han decidido ponerlos en libertad provisional, que unos violadores no asuman lo que han hecho es la peor señal posible. No aceptan responsabilidad alguna.
Al liberarlos se corre el riesgo no solo de que huyan o reincidan, sino de que saquen partido de su victimismo, justificando su ideología y capitalizando lo sucedido.
La mayor parte del movimiento feminista no ha criticado la condena de cárcel a la que se ha sentenciado a los miembros de «La Manada» por ser leve, sino que ha denunciado la sentencia por ser totalmente perversa y dar voz a la cultura de la violación.
Ha criticado el proceso por provocar una doble
victimización en la joven agredida. Y se ha posicionado contra la
decisión de liberarlos por ser contradictoria y arbitraria, por ser
irresponsable.
La indignación tiene que ver con el terrorífico mensaje que la judicatura española ha mandado a la sociedad: aun denunciando, logrando detener a los responsables, teniendo pruebas que además demuestran su reincidencia, pese a haber un gran apoyo social e institucional contra la violencia contra las mujeres… esa violencia no recibe un trato igual, no se afronta con igual dureza que otros delitos, no se considera igual a sus víctimas y no se asume su profunda raíz política y estructural.
Y, por lo tanto, no se adoptan las medidas
necesarias para luchar contra esa violencia. Y aun cuando todo funcione,
no habrá justicia.
Porque no puede haber justicia si no es igual para todo el mundo. Si se aplicasen de modo general las doctrinas «La Manada», «Urdangarín» o «Bárcenas», ¿cuántos de los alrededor de 8.500 reclusos en prisión preventiva que hay en el Estado español quedarían hoy libres?
Si se aplicasen a los disidentes políticos las mismas doctrinas que se aplican a guardias civiles, a aristócratas o a corruptos ¿qué pasaría con los presos políticos catalanes, con los vascos, con los jóvenes de Altsasu, con los raperos?.
¿Qué es, sino
esto, la desigualdad, un trato discriminatorio y, por tanto, la
injusticia?
El feminismo es, entre otras muchas cosas, una doctrina a favor de la igualdad entre las personas y a favor de la libertad de todo el mundo. Es un pensamiento que se articula como movimiento emancipador y transformador que aspira a una sociedad sin desigualdades, en primera instancia por razones de género, pero tampoco por otras cuestiones como la raza o la clase.
También plantea que el mundo no está dividido de manera natural entre hombres y mujeres, y que mucho menos existe una categorización según la cual las segundas sean menos que los primeros y estos las puedan vejar y humillar.
El impulso represivo es una constante en la historia de la Humanidad y el feminismo no ha sido ajeno a esa tentación punitiva. Pero la idea central es trasformar el sistema, no reproducirlo, y pocas instituciones hay más patriarcales que la cárcel. Esta es una de las grandes enseñanzas del feminismo radical de pensadoras como Angela Davis, en un debate que sigue abierto hoy en día.
Precisamente Davis hace especial hincapié en que el sistema carcelario no ofrece soluciones a los problemas sociales, que es un reflejo de ellos y que en muchos casos los acrecenta. La cárcel es peor con las minorías, con los débiles, con los desfavorecidos y, por tanto, con los más pobres y también con las mujeres.
Se equivocan los jueces si piensan que su ideología machista, su orgullo herido o su desconexión con la realidad social van a alterar el curso de un movimiento emancipador como este. No busca venganza, pero no va a renunciar a la justicia, a la igualdad y a la libertad.
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