Probablemente el 3 de octubre la
popularidad de Felipe VI mejoró bastante. Fue el día en que Felipe VI
decidió que Cataluña podría ser a su reinado lo que el 23F al de su
padre: la justificación de todo un reinado.
Es imposible saber nada
sobre la popularidad de Felipe VI dado que el CIS no publica
(sorprendentemente) desde hace años ninguna valoración que afecte a la
monarquía, pero probablemente a corto plazo le fuera rentable en
términos de imagen en plena ebullición del conflicto nacional en España.
Sin embargo, nunca pudo estar peor
aconsejado. A diferencia del 23F, el 3 de octubre en España seguían los
poderes políticos vigentes: cuando Juan Carlos I grabó su histórico
discurso el Gobierno de la nación y el Congreso de los Diputados estaban
secuestrados a punta de pistola; cuando Felipe VI grabó el suyo había
poderes políticos electos que tenían plena libertad para emitir un
mensaje político al país: podía hacerlo Mariano Rajoy, podían hacerlo
los portavoces de todos los grupos parlamentarios, los titulares de
cualquiera de los poderes del Estado…
Pero en vez de ellos apareció
Felipe VI para hacer un discurso contundentemente político, defendiendo
una posición concreta.
La posición política de un
rey constitucional es muy delicada porque juega un papel político clave
(y nunca inocuo) pero tiene la necesidad de aparentar no jugar ninguno,
ser neutro: necesita compensar el hecho de no haber sido elegido por
nadie con la apariencia de ser el rey de todos. No es tanto que lo que
diga sea razonable, acertado o no: es que debe reflejar algo así como el
sentido común de la infinita mayoría de los españoles.
El 3 de octubre no hizo eso.
Tomó partido. Da igual que fuera (o no) el partido correcto, el
impecable.
Da igual. Lo evidente es que, salvo que consideremos que
Catalunya no es España, su mensaje no respondía a esa suerte de aparente
unanimidad social a la que han respondido todos los mensajes reales
desde 1978. Fue un mensaje durísimo contra un gobierno autonómico
soportado por partidos que obtuvieron dos meses después más de dos
millones de votos de personas que para Felipe VI deben ser tan españoles
como el que más.
Y, sin duda, fue un mensaje que respondía al tono que
demandaban el PP, Ciudadanos y una parte del PSOE, pero que confrontaba
con el defendido por millones de españoles que, incluso rechazando la
apuesta suicida del Govern catalán, apostamos por el diálogo y la
recuperación de la convivencia fraternal, no por la derrota del otro por
equivocado que esté.
Estuvo muy mal aconsejado
Felipe VI, porque a partir de ese momento cada vez que hubiera una
situación especialmente grave, Felipe VI tendría la obligación de
pronunciarse con contundencia.
En 2003, durante las manifestaciones
contra la Guerra de Irak (una guerra ilegal a la que se oponía más del
90% de los españoles pero apoyaba activamente el gobierno de la nación)
se coreaba a menudo “Que hable el rey” pero había bastante consenso en
que era mejor que el rey no hablase de eso ni de nada, porque no tenía
legitimidad democrática para posicionarse políticamente en ningún
conflicto político, que su papel tenía que seguir aparentando ser lo más
cercano a una función decorativa.
Ahora, cada vez que el rey
calla no podemos suponer que lo hace porque es su papel institucional;
los silencios de Felipe VI desde el 3 de octubre significan como mínimo
que no concede una gran importancia a aquello sobre lo que calla, porque
si no hablaría a la nación con la firmeza con la que habló el 3 de
octubre. O que la posición del monarca no es confesable.
En las últimas semanas,
hemos tenido dos situaciones judiciales históricas y que afectan a la
estructura institucional en España y al principal problema de España
después del paro: la corrupción preocupa a más del doble de españoles
que el riesgo de independencia de Cataluña según el CIS.
La primera sentencia del
caso Gürtel afirma la existencia de un “auténtico y eficaz sistema de
corrupción institucional” liderada por el entonces gobierno español. Más
allá de otros detalles de la sentencia (como que el presidente del
gobierno mintiera en un juzgado o que se adulteraran las elecciones
mediante financiación ilegal) ¿es grave la existencia de un “auténtico y
eficaz sistema de corrupción institucional”? No parece haber muchos
argumentos racionales (solo la visceralidad nacionalista) para ubicar la
carcoma que corroe nuestras instituciones nacionales, autonómicas y
municipales por debajo del grave conflicto territorial español.
Lo que sabemos es que a
Felipe VI o no le parece mal que bajo su reinado se instale un auténtico
y eficaz sistema de corrupción institucional o al menos no le parece
demasiado grave (lo cual es una valoración muy relevante dado que el
Congreso de los Diputados lo consideró tan extraordinariamente grave que
supuso la primera moción de censura exitosa contra un Gobierno de
España en nuestra Historia).
Poco después ingresó en
prisión por primera vez un miembro de la familia real, el cuñado del
rey, por innumerables delitos de corrupción cometidos aprovechándose de
su cercanía a la monarquía. El juez instructor explicó que hubiera sido
razonable citar al anterior rey y denunció presiones bochornosas para
salvar a la hermana del actual. Según las crónicas, cuando Urdangarin se
reunió con el anterior rey y con el actual afirmó que él había hecho lo
que hacía todo el mundo en esa familia.
La noticia dio la vuelta al
mundo, conmocionó a la opinión pública, afectó indudablemente al
prestigio de la Corona… pero Felipe VI calló y la Casa Real se limitó a
comunicar que respetaban las decisiones judiciales (como si pudieran no
hacerlo) sin aclarar, por supuesto, nada sobre las presiones
denunciadas.
El 3 de octubre de 2017
Felipe VI decidió cambiar la naturaleza de la monarquía del 78. Decidió
que cuando un tema le resulte especialmente grave tiene la legitimidad
(incluso la obligación) de hacer partícipe a la nación de su posición
con toda contundencia retórica. Y por lo tanto decidió que podíamos
interpretar su posición por pasiva. Hasta el 3 de octubre de 2017 los
silencios del rey eran más bien un ejercicio razonable de su cargo;
desde el 3 de octubre de 2017 el rey decidió someterse a aquello de que
“quien calla otorga”: cuando no quiso otorgar, no calló.
Felipe VI nos ha demostrado
que ante la corrupción en su familia y ante un auténtico y eficaz
sistema de corrupción institucional que carcome el país… nuestro rey
calla; y por lo tanto otorga.
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