
Cuando acudes a un desfile donde solemnemente van a marchar aquellos que consideras tu ejercito y tu bandera y te pueden las ganas de abuchear e insultar a otro, lo que te ha llevado allí es el odio, no el patriotismo
Llevamos ya suficientes
ediciones y experiencias acumuladas con el 12-O como para empezar a
valorar que, efectivamente, como anhelaban sus promotores, el día vaya
camino de institucionalizarse como una fiesta celebrada con orgullo y
pasión por ciudadanos del uno y otro confín del Estado.
Solo habrá un
pequeño problema, un detalle menor, y será que lo único que les une en
la celebración es el odio.
Cuando acudes a un desfile donde solemnemente
van a marchar aquellos que consideras tu ejercito y tu bandera y te
pueden las ganas de abuchear e insultar a otro, lo que te ha llevado
allí es el odio, no el patriotismo.
Se equivoca Pedro Sánchez al responder que no iba a ser
menos que Felipe González o Zapatero. Se le olvidó añadir a la lista a
Adolfo Suárez, increpado ferozmente por unos y por otros hasta la
destrucción, o a Mariano Rajoy, perseguido como su familia hasta la
puerta de su casa, incluso a José María Aznar.
La distancia entre el
odio y la protesta resulta tan tan sideral que se aprecia a simple
vista. El odio, como el amor, no es patrimonio exclusivo de la derecha.
Hay una izquierda que parece encantada de que la odien, como si ese
rencor les otorgara la razón. La respuesta ante la inquina de unos pocos
es aplaudir el civismo de los miles de ciudadanos que se congregaron
allí para celebrar una fiesta. Colgarse los abucheos como si fueran un
mérito o una medalla solo les regala un valor y una representatividad de
la cual carecen por completo.
No se equivoca menos la ministra de Defensa, Margarita
Robles, al convertir a la minoría del odio en protagonista y calificar
sus broncas como una falta de respeto “a todos los ciudadanos de
España”.
Los insultos no tienen valor por si mismos, sólo si se lo
concede el ofendido. Se equivoca aún más Pablo Casado, quien no comparte
que se abuchee a las instituciones pero lo entiende porque “la gente
está muy cabreada” y son “gritos de rabia”. Suena a algo más que
justificar el odio. Suena a legitimarlo porque, en el fondo, el
insultado se lo ha buscado.
Cuando berrean contra los
demás son la voz del pueblo y tiene razón, cuando chillan contra ti son
violentos y radicales y suponen una amenaza. Ese cinismo ha matado más
democracias que los golpes de Estado. El mismo cinismo que replican los
medios de derechas y los medios de izquierdas al usar los gritos y los
abucheos que les gustan para legitimar sus posiciones políticas y
editoriales, proclamando en sus portadas y artículos de opinión que el
odio les da la razón.
Pero, oye, sin complejos; nunca
dejéis que la realidad estropee un buen titular. Así que sigamos
adelante por este camino tantas veces transitado en la historia con
consecuencias desastrosas.
Sigamos concediendo crédito, valor y
presencia a quienes no representan a nadie más que a su propio
resentimiento, hasta que parezcan miles y millones tras de ellos.
Sigamos ofreciendo amparo y presencia a su discurso del odio porque
pensamos que nos conviene hasta que, a fuerza de escucharlo repetido, a
alguno empiece a sonarle legitimo y hasta razonable.
El odio es como la
mentira, mil veces repetido acaba siendo verdad.
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