Durante semanas, las derechas y sus
poderes fácticos (patronal e Iglesia católica) estuvieron haciendo
una feroz campaña contra el ingreso mínimo vital. PP y Vox llegaron a
calificar esta medida, con desprecio, como una “paguita” propia de gobiernos chavistas,
cometiendo el grave error de ponerse en contra a millones de españoles que sin
duda no lo olvidarán cuando llegue el momento de ir a votar.
Mientras tanto, la
Conferencia Episcopal Española consideraba
el ingreso mínimo vital, despectivamente, como una ayuda para “subvencionados”,
un evidente desprecio de los obispos que colocaban a miles de personas
arruinadas por la crisis a la altura de unos vagos aprovechados, en contra
incluso de la opinión del propio papa
Francisco, que reclamó la medida por derecho, dignidad y caridad cristiana.
El frente ultraliberal contra el pueblo lo completó la patronal, que a través
del presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, dio por buena la
medida a regañadientes y siempre con “carácter temporal”, es decir: darle pan
al que lo necesita durante unos días y quitárselo de la boca cuando pase la
pandemia.
Por supuesto, ahí estuvieron José María Aznar y su laboratorio de
ideas siniestras FAES para avalar y
apuntillar el mayor dislate ideológico y la mayor injusticia que ha cometido el
bloque conservador en los últimos tiempos: anteponer la estrategia partidista
para derrocar al Gobierno al hambre del pueblo.
El espectáculo de crueldad dado por
las élites conservadoras, esas que alardean de patriotismo, alcanzó tintes de
auténtico esperpento nacional.
Sin embargo, todo ese inmenso montaje
demagógico, toda esa patraña de que la “paguita” era idea de un Gobierno
chavista se desmoronó ayer en apenas unos minutos, justo el tiempo que tardó el
Congreso de los Diputados en debatir
el asunto.
Cuando llegó la hora de la verdad, el momento de la votación, la
derechita cobarde (o sea el PP) votó a favor, mientras que la ultraderechita
cobarde (Vox), tan fiera ella, también se bajó los pantalones y decidió
abstenerse, lo cual era tanto como darle la razón a Pedro Sánchez.
La claudicación del partido verde fue un hecho y Santiago Abascal, un tipo que suele ir
de duro por la vida, al final, paradójicamente, ha terminado rindiéndose para
no perder votos y dando el visto bueno a una iniciativa socialcomunista.
Los de
Falange se frotaban las manos ante
el televisor.
Y no solo porque supone aprobar
una medida social justa que ya existe en la mayoría de los países europeos y
que se antoja fundamental para que las clases más desfavorecidas puedan hacer
frente con un mínimo de dignidad vital al nuevo e inquietante mundo devastado
que se abre ante nuestros ojos tras la pandemia, sino porque ha supuesto la
derrota de la estupidez, el falso populismo y el sectarismo.
En su impostado juego
de patriotas, Pablo Casado y Santiago Abascal han terminado cegados con la
obsesión de sacar al comunista Sánchez de la Moncloa, mientras se olvidaban de lo realmente importante: que
medio país necesita de esas ayudas estatales como agua de mayo para sobrevivir
y salir de la tragedia nacional que deja el coronavirus.
Abochorna escuchar las
explicaciones que han dado ambos partidos para tratar de enmendar sus
incoherencias después de lo que ocurrió ayer en la Cortes.
El PP, consciente
del gigantesco error que estaba cometiendo negándose a la ayuda, intentó
maquillar su equivocación alegando que la medida del Gobierno era en realidad
una idea suya.
“La renta básica para proteger a los más vulnerables es un
invento del PP”, apuntaban desde Génova
13 en un comunicado todavía más sonrojante que el seguidismo absurdo de Vox
que ha terminado arrastrando al PP a la derrota en este asunto.
Los populares
tratan de convencer ahora al país de que fueron las autonomías gobernadas por ellos,
sobre todo Galicia y Castilla y León, las primeras en
implantar una renta mínima de inserción social para sus habitantes.
La coartada
no cuela, ya que todo el país ha podido ver lo que ha ocurrido estos meses de
atrás, cuando Casado, animado sin duda por Aznar y preocupado por el supuesto
sorpasso de Vox, puso toda serie de trabas a la aprobación de la histórica ley
que fue aprobada ayer.
Preocupa
comprobar en manos de quién está el PP, un hombre que ni siquiera es capaz de
reconocer que se ha equivocado y que cuando es vencido por el rival político en
una buena lid parlamentaria termina escudándose en aquello tan pueril de “eso
ya lo había dicho yo”.
Si lamentables fueron las
explicaciones y excusas del PP, todavía más ridícula fue la derrota de Vox, que
ni siquiera ha sido capaz de explicar a sus votantes por qué lo que hace un
cuarto de hora era una “paguita” para bolcheviques ahora es una medida ante la
que conviene abstenerse, dando luz verde a su tramitación.
Pero sobre toda esa ceremonia de la
mediocridad, incoherencia y política basura, el día histórico de ayer sirvió
para descubrir a una gran parlamentaria, María
Luisa Carcedo, la ex ministra de Sanidad y diputada del PSOE, que por
encima de los habituales insultos, desprecios y burradas de los diputados más
ultras, fue capaz de hilvanar un discurso parlamentario brillante como hacía
mucho no se escuchaba en el hemiciclo.
“Tenemos que estar felices porque
estamos haciendo nuestro trabajo y dando respuesta a una situación evidente: en
este país hay una distribución muy injusta de la riqueza y eso se llama
desigualdad”, argumentó ante los encendidos aplausos de los diputados de la
izquierda.
Y cuando ya empezaban a asomar las acostumbradas malas formas,
pataletas e improperios tabernarios de las derechas, ella repuso con elegancia:
“No se preocupen, [la pobreza] no se contagia, pero sí se hereda
Como es
gasto para personas necesitadas, entonces ya van a ser vagos y van a cometer
fraudes. Un poco de respeto a los ciudadanos, son tan de primera como nosotros
y como las personas más ricas de este país. Son ciudadanos iguales.
Vale ya de
apriorismos ideológicos”, defendió la diputada del PSOE. Su discurso contra la
hipocresía, el negacionismo, la doble moral y la cerrazón de las derechas
pasará a la historia del parlamentarismo patrio.
Hasta se permitió tratarlos como lo que son, unos
niños malcriados: “Jolín, qué pena, chicos”. Touché.
Durante semanas, las derechas y sus poderes fácticos (patronal e Iglesia católica) estuvieron
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