El país donde las discotecas son más importantes que las escuelas
España
necesita una revolución educativa que ponga la educación entre sus
principales prioridades. Los políticos han demostrado durante la
pandemia que está entre las últimas.
MADRID
— Fútbol, playas, corridas de toros y discotecas. Las prioridades en la
apertura de España tras meses de confinamiento se podían leer como una
declaración de intenciones sobre la visión del país. Finalmente, a una
semana del comienzo del curso escolar, nuestros políticos han decidido
abordar lo que consideran menos urgente: la educación de millones de
estudiantes.
Atrás quedan meses
desaprovechados, advertencias ignoradas y planes por hacer. La falta de
previsión que ha sumido en el desconcierto la reapertura de las escuelas
es parte de una gestión lastrada por la opacidad, la falta de datos
fiables, la inconsistencia y la lentitud de reacción por parte de los
gobiernos central y autonómicos. Y así, tras sufrir una de las peores
primeras olas de contagios, España se enfrenta ahora al peor rebrote de Europa.
¿Puede
haber mayor prueba de la urgencia de reformar la educación que la
incompetencia de una clase política producto de sus deficiencias? La
pandemia ha desnudado un modelo escaso de medios, con un profesorado mal
pagado y desmotivado, planes de estudio anclados en el siglo XIX
y una creciente desigualdad que permite a las familias con recursos
eludir las carencias del sistema con apoyo extraescolar, enseñanza
privada y cursos en el extranjero para sus hijos.
El
inicio del curso, previsto en algunas partes del país para el 4 de
septiembre, se producirá en mitad del caos de una huelga de estudiantes,
estrategias diferentes en cada región y planes improvisados
para reducir a toda prisa la ratio de alumnos, reorganizar horarios,
contratar profesores e implementar medidas que debieron ser planeadas
con meses de anticipación, como en otros países.
Lo sorprendente habría sido que unas autoridades que abandonaron el
sistema educativo a su suerte hace décadas hubieran hecho los deberes a
tiempo.
La
comprensible decisión de intentar reabrir el país cuanto antes para
salvar la temporada alta del turismo —“salimos más fuertes”, decía el
lema gubernamental— ha sido gestionada con dejadez e irresponsabilidad.
El ocio nocturno permaneció abierto semanas después de haber sido
identificado como un foco de contagios, se autorizaron multitudes en
celebraciones de todo tipo y se trasladó el mensaje de que la batalla
estaba ganada, aplausos al presidente Pedro Sánchez incluidos.
Mientras
la autocomplacencia se instalaba en el gobierno, las autonomías
recuperaban las competencias en sanidad y educación sin haber organizado
los sistemas de rastreo y seguimiento de contagios que han frenado la
expansión en otros lugares.
El resto es un resumen de la historia
reciente de España: partidos políticos y ciudadanos peleándose sobre
quién tiene la culpa, si la derecha o la izquierda, de un fracaso
colectivo pilotado por los políticos peor preparados de la democracia.
El resultado es que España incumple los requisitos
de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de los expertos del
Instituto de Salud Global de Harvard para una apertura segura del curso
escolar, incluido el de mantener un número de contagios inferior a 25
casos por cada 100.000 habitantes.
La incidencia es hasta veinte veces superior
en algunos de los distritos de Madrid más afectados.
El riesgo es que
los estudiantes, que el curso pasado obtuvieron un aprobado general,
reciban un segundo año de enseñanza mediocre e incompleta. Si hay un
país que no se lo puede permitir, es España.
Los
partidos políticos han sido incapaces de consensuar una ley educativa
en más de cuatro décadas de democracia. Padres, profesores y alumnos
desesperan con razón ante los cambios continuos que se producen cada vez
que llega un nuevo gobierno, sin que ninguno de ellos afronte los
verdaderos problemas.
Durante años se han perdido más energías en
discutir si la asignatura de religión debía contar para las notas —basta
con dejar elegir a los padres— que en lograr que los alumnos dominen el
inglés, comprendan un texto literario o adquieran conocimientos mínimos
en ciencia.
España tiene la peor tasa
de abandono escolar entre los jóvenes de la Unión Europea y sus
estudiantes están por debajo de la media de la OCDE en el informe PISA
sobre excelencia académica en ciencias.
Quienes avanzan hacia la
educación superior se enrolan en universidades que, salvo excepciones,
están desconectadas del mercado laboral, sumidas en la parálisis
burocrática y dirigidas de espaldas a toda innovación.
El país no tiene
ninguna universidad entre las 150 mejores del mundo, según el Ranking de Shanghái.
El
pasado curso pude comprobar el estado de nuestras universidades durante
una gira por las principales facultades de periodismo del país.
Encontré planes de estudio que llevaban más de una década sin renovarse,
a pesar de la revolución tecnológica vivida en estos años, claustros
gobernados por férreas estructuras políticas y un sistema endogámico que
desincentiva cambios.
La carga de la enseñanza recae en profesores
asociados pagados con sueldos tan ridículos que un concursante de
televisión, Valentín Ferrero, se hizo célebre hace dos años al renunciar
ante las cámaras a su puesto de maestro.
Su salario, de 250 euros al
mes, no le alcanzaba para pagar “la gasolina para ir a clase”.
Las
generaciones que tendrán que sacar al país de una nueva crisis se
incorporan al mercado laboral sin las herramientas para competir en un
mundo globalizado. Es un escenario que compromete el futuro: al castigo
recibido por España en el frente sanitario se ha sumado el económico,
que sitúa al país con las peores perspectivas de recuperación entre los países desarrollados.
Nuestra
dependencia del turismo y los servicios hacía que durante varios meses
al año la mitad de los puestos de trabajo disponibles procedieran de la
hostelería. El cierre de bares, restaurantes y hoteles ha expuesto la
fragilidad de ese modelo y condena a otra generación a la precariedad y
la falta de oportunidades.
La Gran
Recesión tras la caída de Lehman Brothers en 2008 pudo haber sido
aprovechada para llevar a cabo una profunda reforma educativa centrada
en la innovación, el emprendimiento y la formación dirigida a pujantes
sectores económicos.
En su lugar, España optó por recortar en educación,
mantener a los profesores en situación precaria y eludir cualquier
reforma de calado. Si la historia es prólogo, vamos camino de repetir el
error.
Los países asiáticos son
grandes ejemplos del poder transformador de la educación, uno de los
motores que impulsó a China, Corea del Sur, Taiwán o Singapur
en las últimas décadas.
Pero no hace falta mirar tan lejos: Portugal,
nuestro vecino de la península ibérica, emprendió a partir del año 2000
profundas reformas educativas que han dado un giro a sus resultados y equiparado a sus estudiantes con los mejores de Europa gracias a una escuela pública de calidad.
España
necesita una revolución educativa a la portuguesa, empezando por la
formación, valoración y justa remuneración de los profesores en quienes
confiamos la tarea de preparar a nuestros hijos. Su autoridad, mermada
por una cultura de permisividad y excesivo consentimiento, debe ser
restituida.
La modernización de escuelas y universidades, aparte de
medios, necesitará de una reformulación desde cero de los planes de
estudio y los métodos de aprendizaje. Urge hacer sitio al pensamiento
crítico, la creatividad, el debate racional, el civismo y las
humanidades.
Pero
no son los políticos, ni este periodista, quienes deben definir la
escuela del futuro, sino los expertos que desde hace años vienen
ofreciendo propuestas y alertando contra un deterioro que solo será
revertido el día que la sociedad cambie sus prioridades.
“La educación
no interesa a nadie salvo a los padres con hijos en edad educativa”, dice con razón el filósofo José Antonio Marina, quien lleva décadas clamando en el desierto.
Mientras
esas prioridades no cambien para el conjunto de la sociedad, tampoco lo
harán para los políticos. Y seguiremos siendo el país donde la
educación nunca le gana un pulso a una buena diversión.
David Jiménez (@DavidJimenezTW)
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