Han bastado los resultados de las recientes elecciones municipales y
autonómicas para que al poder se le cayera la careta democrática y
mostrara su cara real: arrogante, prepotente y autoritaria.
Esperanza Aguirre, en un programa de RTVE en 2008
Le duró exactamente hasta las elecciones recientes,
cuando el pueblo decidió en las urnas cambiar el rumbo de la realidad.
Ese fue el punto final de la simulación. A los que mandan se les borró
de la cara de piedra la sonrisa forzada y sacaron el garrote verbal para
arremeter contra todo lo que no huela a orden establecido. Algunos de
sus más enardecidos y atemorizados por el advenimiento de las ”hordas
populistas”, como Esperanza Aguirre, ofrecen un espectáculo patético
matizado con ciertas aristas cómicas que avergonzarían hasta el
mismísimo y generalísimo Franco. Sin embargo, el mensaje es el medio y
el mismo de toda la élite dominante que, como nunca, al menos desde la
transición, recurre a las consignas del miedo y la amenaza de forma
desordenada, atolondrada e indiscriminada que, aunque le resta
credibilidad, le sirve para sofocar la euforia de la ilusión y provocar
el estupor de la gente que votó el cambio, y así gana tiempo para
planificar el paso siguiente.
Amenaza, que algo queda
Los endiosados inversores que tanto respeto despiertan en el
neoliberalismo vigente recorren el camino inverso del lobo, que iba a
venir si los niños se portaban mal. Nos dicen ahora que si nos portamos
mal, es decir, si reclamamos justicia, los dueños del dinero se van y ya
veremos lo que eso significa para el bienestar del que gozan los
parados, los desahuciados, los más pobres, los ancianos desvalidos y los
miles de jóvenes españoles que recorren el mundo por su “afán
aventurero”.
El poder económico nos advierte contra
el “marxismo leninismo” de los votos ilusionantes y, por si fuera poco,
del tono “bolivariano” de quienes proponen una sociedad mejor. Le
recomienda a Ada Colau que “aprenda rápido” la economía sin política que
ellos difunden -es decir, sin gente- y sepa cuanto antes de la justicia
que supone que las 20 familias más pudientes de España acumulen más
riqueza que los 14 millones de personas más pobres.
A
Manuela Carmena y a Ada Colau, que gobernarán con la gente las
alcaldías de Madrid y Barcelona, los diarios económicos que leen los que
mandan no vacilan en calificarlas de extrema izquierda, de radicales
incorregibles, porque tratarán de hacer cumplir los deseos de los muchos
ciudadanos que las votaron. Por supuesto no pierden el tiempo en
explicar los fundamentos de tales acusaciones. Los que deciden saben de
qué se trata y también saben qué hacer para embarrar la cancha.
El miedo como advertencia
No falta quien alerta de las próximas violaciones de monjas que
inevitablemente, como sabemos, están unidas al reclamo de pan y trabajo.
O de la quema de conventos y de iglesias, ligadas indefectiblemente al
currículum de los desahuciados que piden un lugar para vivir. O la
creación de soviets, como es costumbre entre quienes reclaman más y mejor atención médica.
Algunos son capaces de sacar la cabeza que habían metido de debajo de
la mesa para esconderse ante tantísima corrupción oficial, para acusar
desvergonzadamente que si asumen quienes eligieron los ciudadanos, será
el fin de la democracia y -ya que estamos- de la libertad.
Claro que para ellos hay democracia cuando ganan ellos, y la libertad
consiste en hacerse cada vez más ricos a costa de todos los demás. Y el
que no lo entienda así “que se joda”, como dijo Andrea Fabra -diputada
del PP en el Congreso- refiriéndose a los más perjudicados por las
medidas económicas y sociales del gobierno.
Mientras
tanto, y rápidamente, los desplazados de los municipios y las
comunidades destruyen montañas de documentos oficiales. Saben que es
delito y que no pueden hacerlo, pero pensarán que mucho peor será que
les descubran las vergüenzas los “bolivarianos marxistas-leninistas” que
no respetan ni los secretos de Estado.
Terminó el carnaval
Y entonces los poderosos se quitan la careta y aparece el gesto de
soberbia y de fastidio que no les veíamos. Se les caen la vergüenza y la
apariencia, y se nos muestran tal como son: arrogantes, prepotentes y
profundamente intolerantes.
Todo lo que parecía
democrático no era más que una farsa, una actuación obligada para
tenernos a su servicio sumisos y contentos.
Nos
contaron una y otra vez que la realidad es como es, es decir, unos pocos
disfrutando del esfuerzo de muchos condenados al sufrimiento por la
naturaleza de las cosas. Y que esa realidad es el fin de la historia,
inamovible, que nada ni nadie puede modificarla sin caer en
despropósitos comunistas, bolivarianos, leninistas y cosas por el estilo
que seguramente ni saben de qué se trata, pero saben que son palabras
que asustan.
Pero claro, se les fue la mano. El
castigo de la crisis que ellos provocaron y que en realidad fue una
estafa lo pagó la mayoría y muy duramente, y ya no cabe ninguna mentira
más.
Los ciudadanos votaron para quitarse de encima
tanta injusticia, tanta mentira, y la paciencia democrática del poder se
agotó inmediatamente. El poder quedó en evidencia. Jamás fue
democrático y tampoco en esta ocasión. A los trabajadores les costó
enormes sacrificios durante muchos años arrancar al poder todos los
derechos humanos, laborales y sociales. Nunca el poder entregó nada
gratuitamente. ¿Podíamos esperar ahora una actitud democrática y de
respeto a quienes eligieron otra forma de convivencia?
La inocencia también tiene un límite.



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